Capítulo 2
El reflejo de las sombras
Esto es
un prospecto.
Ernesto
vivía en su nueva casa desde hacía más de dos años, solo. Las sombras de su madre habían sido desechadas
por su mente narcisista y egocéntrica. Ya no pertenecía a su vida, era una
anécdota que no sería contada porque nadie preguntaba ya por ella.
Su
trabajo (ahora) era el de un ingeniero informático que se desempeñaba con
eficiencia en una empresa de desarrollo de software para otra empresa
multinacional. Su vida, rutinaria, consistía en una meticulosa estructuración
de sus quehaceres diarios, que al igual que un programa de computación se servía
de ceros y unos para programar las actividades diarias, al parecer el maldito
sistema binario estaba presente hasta en su propia vida. Todos los días se
despertaba a las seis de la mañana, la cafetera que estaba programada para las
seis y media, le servía en una taza dejada por él debajo del pico vertedor la
noche anterior, un cortado con poca azúcar, que degustaba luego de tomar su
ducha matutina.
La
mañana del quince de noviembre no fue una como cualquier otra, por el contrario
fue la que lo encontró todavía durmiendo, quince minutos antes de que su
despertador metódico sonase de una manera extraña. La forma en que despertó
sobresaltado fue horripilante pero al mismo tiempo artística, con un tono
grotesco propio del barroco literario. Un pañuelo color negro se posó sobre su
boca y tapó también su nariz, mientras una mano le presionaba con mucha fuerza
el pecho. Era tal la potencia que lo empujaba contra el colchón de la cama que
no pudo levantarse, los cuatro segundos que tardó el Cloroformo en hacer su
trabajo fueron suficientes para que pudiese reconocer de quién era aquella
siniestra mano que lo estaba sumergiendo en un sueño profundo.
Christian
Morris, más conocido como Boyle dentro
del antiguo negocio de los barbitúricos había entrado en el departamento de
Ernesto sin que éste pudiese impedirlo. Una premisa, una vieja premisa de Víctor
Slovsky rezaba que los cabos sueltos no pueden quedar desatados, porque
cualquier testigo es un posible incriminador a la hora del juicio oral, y el de
Boyle estaba por llegar dentro de quince días.
El farmacéutico
tenía los contactos necesarios para conseguir lo que necesitaba, y precisamente
lo que necesitaba se encontraba dentro de una caja con un sistema electrónico
para su administración; la mente brillante de Boyle recreó el sublime acto que
algunos en el estado de Texas le roban al Creador, tratando de imitarlo, en
fin; Las drogas eran: tiopental sódico, bromuro de pancuronio y cloruro de potasio. Ni más ni menos, (no me expandiré en su descripción ahora, al que le
interese saber cuáles son las características de cada una de estas drogas que
investigue al respecto).
Una vez dormido Ernesto fue llevado por Boyle a un lugar
oscuro, en un sótano de alguna casa abandonada quién sabe dónde. Luego de una
hora de viaje a las afueras de la ciudad, Boyle bajó del auto al condenado que
todavía se encontraba inconsciente y se dirigió hacia el mencionado sótano.
La camilla estaba ya estaba preparada, aséptica, impecable,
la habitación reverberaba sombras que parecían hundirse en las paredes de un hormigón
gris mortecino; una regleta de tubos en el techo iluminaba el oscuro recinto,
ésta se encontraba justo arriba de la camilla. Boyle con mucho cuidado depositó
el cuerpo dormido e inerte de Ernesto sobre ella y con las cintas de cuero
sujetó firmemente los tobillos, los muslos y el brazo derecho. De la camilla se
abría un saliente del largo de un brazo a cuarenta y cinco grados con respecto
a ésta y a su misma altura, allí Boyle sujetó por la muñeca y a un palmo del
hombro el brazo izquierdo de Ernesto; Arremangó la camisa que le había puesto
antes de salir por encima de la articulación del codo, dejando a la vista la
parte interior del brazo correspondiente, con las venas mirando la regleta que
las iluminaba furiosamente.
Tres golpecitos con la cara externa de los dedos mayor e índice,
es decir con los nudillos de éstos sacaron a relucirlas a la superficie, con
sumo cuidado Boyle puso la caja que contenía las tres drogas a un costado de la
camilla, a un metro y medio de altura por sobre el brazo de Ernesto, por
intermedio de una vía intravenosa de unos cuatro centímetros de largo y un
espesor considerable conectada directamente a la máquina, Boyle vinculó al hijo
de Amanda, era el principio del fin. Luego de ello conectó un sensor sobre su
pecho, a la altura del corazón que monitoreaba el ritmo cardíaco, todo estaba
listo, todo era perfecto, sólo faltaba que el condenado despierte. El lugar era
atemporal, no existía ningún tipo de prisa, Boyle disfrutaba del espectáculo
como si se tratase de una obra teatral, mientras fumaba un cigarrillo sentado
al lado de Ernesto que todavía seguía inconsciente.
Transcurrió media hora más luego de que Boyle había
conectado al pobre infeliz a la máquina, de a poco comenzó a recuperar la
conciencia, lentamente, en forma gradual fue primero abriendo los ojos, luego
apretando los puños hasta que por fin giró la cabeza para ver a aquel hombre
que conocía porque su madre lo había llevado a comer a su casa en varias
oportunidades para hablar de negocios.
-Veo que nos encontramos nuevamente (dijo Ernesto nervioso), ¿qué es
todo esto, acaso quiere impresionarme?. No tiene que hacerlo, yo ya soy parte
del pasado de Amanda, del suyo también y ella ya no es un problema por lo tanto
yo tampoco, no veo la necesidad de hacer esto, ¿qué quiere Morris?.
-(Pitando el cigarro). Mmmmm, ¿qué quiero?, a ver, por el momento quiero
charlar brevemente, no me caracterizo por ser una persona verborrágica, pero
este encuentro amerita al menos una mínima conversación, digamos un par de
parlamentos, porque como verá soy amante del teatro y hoy usted está dentro del
elenco de actores que interpretará un papel en mi propia obra, así que
charlemos un poco para darle forma a la trama.
-¡Va a ejecutarme, y por medio del método de la inyección letal!, que
inspiración vanguardista que tiene. Dígame, ¿qué lo motivó a llevarlo a hacer
lo que está a punto de llevar a cabo?. ¿Odio, venganza?. No…, ya lo sé, soy su
cabo suelto.
-Digamos que un viejo amigo me enseñó que hay que deshacerse de la
basura, y usted estimado amigo, es la basura que su madre engendró hace
veinticinco años, producto de una aberración.
-¡Ya veo!, las sombras de mi madre me persiguen como en un oscuro
callejón la muerte sigue al viejo vagabundo decrepito o a la hermosa chica
indefensa. Usted conoció bien a Slovsky, diría yo que tuvieron una relación
prácticamente discipular, acaso ¿no aprendió nada sobre su filosofía?. (Muy
nervioso).
-Al contrario amigo, he aprendido que cualquier amenaza por nimia que
parezca tiene que ser eliminada de escena, porque, ¿qué es esto sino una gran
puesta en escena donde todos somos actores circunstanciales?, cada uno tiene su
parlamento dentro de cada acto –como ya se lo he dicho-, dentro de cada escena,
y mi querido amigo, este es su último acto.
-¡Vamos Morris, no tiene que hacer esto, ya no soy parte de aquella
organización macabra!. (Casi implorando).
-Todos los condenados a muerte dicen lo mismo, pero al fin y al cabo la
sentencia ha sido firmada y no hay claudicación, la decisión es irreversible.
Por lo tanto mi querido amigo la acción que estoy por tomar no tiene vuelta
atrás y en este momento la pondré en marcha, ha sido un gusto haberlo conocido,
y en nombre de Amanda y de Víctor, le prometo que todo será rápido y no durará más
de dos minutos. Hasta siempre, en algún lugar estoy seguro que nos reuniremos,
como ya lo han hecho los demás, espero que Caronte me cruce rápido a la otra
orilla, no quiero pasar trescientos años como lo describió Dante sobre aquellas
almas perdidas, ¡no sería justo!.
-¡Maldito idiota, no lo haga! (dijo Ernesto desesperado).
No hubo más palabras, Boyle puso en funcionamiento la
maquina siniestra, la que le administraría la inyección letal, una vez
encendida los tres botones que se ubicaban en el panel frontal debajo de cada
una de las jeringas que inyectarían por intermedio de la vía intravenosa las
distintas drogas en el cuerpo de Ernesto, se habían iluminado.
Aquel, inquieto, se movía frenéticamente en la camilla, como
si tratase de soltarse de unas ataduras que lo estaban a punto de llevar
directamente al infierno, se revolvía, se retorcía con furia y miedo, Boyle
disfrutaba del espectáculo y sabía que este era el último de los cabos por
atar.
El primer botón que Boyle oprimió, dejó caer la primera
jeringa con el químico, el tiopental sódico estaba entrando en el torrente sanguíneo
de Ernesto. Este barbitúrico tiene la característica de deprimir gravemente el
SNC, por lo que en los primeros veinte segundos Ernesto estaba prácticamente
impedido de poder reaccionar; no podía moverse dado que la droga produce un
efecto de sedación desconcertante y la cuasi parálisis de los músculos del
cuerpo en forma involuntaria. En diez segundos
no podía moverse, pero estaba consciente, casi sedado podía ver las
luces que iluminaban la camilla y en el rostro de Boyle una sonrisa de
satisfacción se que se esgrimía satisfecha.
El segundo químico, el bromuro de pancuronio actúa como un
relajante muscular, en esta instancia Ernesto dejó de luchar y se entregó por
completo involuntariamente, nadie sabe qué sucedía en ese momento en su mente,
cuáles eran los pensamientos que surcaban su memoria, estaba quieto, relajado,
mirando ahora hacia el cielo cubierto por un techo de hormigón, tal vez recordando
los tiempos en que él y Sofía habían sido felices, o por el contrario en su
infancia y en su madre, la que no veía y nunca más lo haría, o tal vez si, con la ayuda de este monstruo aquella utopía
sería posible en algún lugar de regiones celestes.
Por último el cloruro de potasio fue el encargado de detener
el corazón por paro, el monitor de la máquina que controlaba el ritmo cardíaco,
luego de un par de minutos había quedado plano, los ojos abiertos de Ernesto, seguían
mirando el cielo artificial de color gris plomo, una lágrima se deslizó por el
pómulo derecho, la sonrisa de Boyle fue el corolario para acabar con la vida de
alguien que en otro momento había formado parte de la familia, pero que las
circunstancias eran lo suficientemente fuertes como para terminar con una vida
que recién estaba comenzando.
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