Camino hacia el abismo



Capítulo 10




La Cacería



¨La muerte siempre al lado,
Escucho su decir.
Sólo me digo.
                                     (Alejandra Pizarnik)




Brían estaba desesperado, habían pasado tres horas y no tenía noticias de su amigo. Lo último que sabía era que se había escapado por la puerta del costado del depósito. A los quince minutos Amanda se había retirado como todos los días, y los había saludado amablemente. El problema residía en Slovsky aquel personaje inextricable, ermitaño y que sólo se limitaba a introducir la clave en la puerta de acceso al sótano.
Al mediodía cerca de la hora de cierre entró un cliente. El negocio no tenía clientes asiduos, solamente recurrían a él los mecánicos del lugar, los que tanto Brían como Máximo conocían de tanto verlos cruzar el umbral de la puerta del local. Este cliente si bien no tenía nada de extraño, nunca había sido visto por ninguno de los dos vendedores.
-¡Buenas tardes!, necesito conseguir la manguera del radiador para ese maldito Chevrolet Impala del ´57, el mismo que ven parado en la puerta. (Dijo el individuo).
Ambos se miraron con aspecto de sorprendidos, y por fin Máximo dijo:
-Señor…no tenemos repuestos para ese tipo de autos, lo que le podemos ofrecer es que usted nos diga el diámetro y largo de la manguera y encargarla para que en los días próximos –con suerte-, nos la remitan.
-¡Por Dios!, por este lugar parece que nadie utiliza este tipo de autos, ¿es que ya no se fabrican autos de verdad?. Por favor, si me dan la gran ayuda de ver ustedes qué es lo que me están pidiendo se los agradecería.
-(esbozando en su rostro un gesto de fastidio, Brían se ofreció a observar). Yo iré si me aguarda un segundo.
Fue hasta la segunda estantería y de una de las cajas de la última hilera de repuestos y sacó una semiautomática calibre veintidós que puso en su cintura por las dudas.
-A ver, acompáñeme anciano, veamos qué es lo que necesita.
-Anciano…usted también llegará a mi edad y esa palabra será como una puñalada en su hígado.
-¡Discúlpeme!, es sólo una expresión, no se moleste por favor, veamos cuál es la manguera que está necesitando.
-No hay problema (exclamó el visitante), el auto está allí en el estacionamiento.
Ambos salieron caminando, llegaron al estacionamiento. Un Impala color bordó estaba estacionado en diagonal a la puerta del negocio. Es aquel (dijo) . Allí vamos viejo, veremos qué es lo que pasa.
Camino al Impala, Brían que lamentablemente iba delante del anciano, sintió el frío metal de un cañón que se apoyaba en su nuca.
-¡Ahora, vas a caminar lentamente hacia el ford negro que está parado en la mano de enfrente cruzando la calle, cualquier movimiento extraño que vea, un plomo encamisado te destrozará lo que llamás cerebro!.
Brían caminó lentamente, no sabía cómo llamar la atención de la gente que caminaba por la calle, era  mediodía y casi ningún auto pasaba por la calle y a esa altura, el arma estaba apuntando justo en el medio de la espina dorsal del infeliz, y como la mala suerte esta de lado de los pobres estúpidos, el viejo se dio cuenta inmediatamente que Brían estaba armado, por lo que procedió con cuidado a arrebatarle de la espalda la veintidós.
Antes de subirlo en el asiento trasero, le hizo poner las manos detrás y un grueso precinto las sujetó firmemente. El viejo subió, centralizó la traba de las puertas y comenzó a conducir con su pistola en el asiento del acompañante, la veintidós de Brían la había puesto en la guantera del auto. –Para algún perrito va a servir, quedate tranquilo que te la vamos a cuidar bien (dijo sonriendo).
-¿A dónde vamos?
-ahhhhhh, amigo, si te cuento ahora me vas a mear el asiento trasero, y te juro que si hacés eso, tu muerte en vez de ser rápida va a ser lenta y dolorosa, muy dolorosa. ¿Te cuento?.
-Yo no tengo nada que ver con los negocios de Slovsky, solamente me dedico a atender el negocio de repuestos.
-¡Ay amigo! Que equivocado que estás, ¿qué pensás que te va a pasar?, no te pongas nervioso, sólo quiero –queremos-, charlar un poco sobre como va el negocio, si eso te parece mal, no veo por qué tenés que estar tan alterado.
-¿Si vamos a hablar de cómo va el negocio, entonces porqué me encañonó y me puso un precinto en las muñecas?
-Porque no confiaste en mí, viejo, saliste con una pistola en la cintura, acaso ¿le ibas a robar a un anciano que venía a buscar un repuesto?
-Es raro, pero a mi me parece que el impala se convirtió de repente en un ford, ¿quién miente acá?.
-Bueno, ja,ja,ja, fue un pequeño cliché, no lo tomes a mal, a veces me gusta darle un tono gracioso a mis conversaciones.
El viejo empezó a manejar lentamente, como si estuviese paseando un día de domingo. Prendió el estéreo y puso la radio local a medio volumen. Comenzó a manejar por un camino de tierra que llevaba directamente al ¨pequeño desierto¨ como le llamaban los habitantes de aquel lugar.
Brían estaba nervioso y las manos le traspiraban. El pequeño desierto era frecuentemente utilizado por los cazadores locales en busca de nutrias y de pequeños topos que cazaban para sus perros o para consumo personal en el caso de liebres salvajes. El viejo tardó media hora en llegar a aquel lugar, a propósito de vez en cuando disminuía la marcha para hacer más agónico el trayecto que deberían recorrer.
-Dígame. ¿Cuándo me maten, que le van a decir a Máximo, que me mudé de estado?.
-Ese no es un problema nuestro mi amigo, aparte, ¿por qué ese pensamiento de muerte te ronda la cabezota?, ¡hoy en día nadie aprecia la vida! ¿no es cierto?.
Brían prefirió callar. Al cabo de treinta y cinco minutos arribaron al lugar. El viejo detuvo el ford negro en la entrada del desierto. A lo lejos se veían algunas rocas donde animales salvajes se escondían de los furtivos cazadores.
-¡Qué hermoso lugar!, me recuerda al desierto de las piedras perdidas que en algún momento visité en un lugar paradisíaco.
-¿Y aquí terminará mi vida?.
-Bien, tengo una pregunta para vos. Necesito que seas lo más sincero posible, mirame como a un amigo, fijate, he dejado mi arma dentro del auto, no voy a matarte.
-¿Qué quiere saber?.
-Precisamente eso, ¿qué es lo que sabés?.
-Lo único que sé es que manejo un negocio de repuesto de automóviles, y que detrás de ese negocio se esconde algo más grande que sólo el señor Slovsky y la señorita Amanda conocen, luego de eso no sé más nada.
-Contame de tu amigo, por favor.
-Mi amigo está muerto, hace dos días que no se nada de él, seguramente que yo aquí y ahora voy a correr la misma suerte que él.
Era cierto que el viejo no tenía el arma consigo, la había dejado dentro del auto, pero de pronto sacó un alicate de entre sus ropas y exclamó lívidamente
-Muy bien, voy a cortarte el dedo meñique si no me respondés a la única pregunta que te voy a hacer, y si respondés incorrectamente tu dedo va a estar en el suelo en vez de seguir estando al lado de los otros cuatro.
Brían empalideció, se arrodilló y le dijo al viejo que no sabía ni tenía nada que ver con los negocios de Slovsky y Amanda.
-¿Qué sabe tu compañero, Máximo?
-Le juro que nada, ¡nada! (dijo casi gritando esta ultima palabra).
-Muy bien, buen chico.
Nadie podía oírlo en medio del desierto. El viejo se puso tras él, Brían sollozando miró al cielo y en ese preciso instante el viejo cortó limpiamente el dedo meñique del pobre estúpido. Un aullido sordo se escucho hacer eco en las rocas que estaban al frente, a unos doscientos metros. La sangre del dedo brotaba al ritmo de los latidos del corazón, Brían se derrumbó del dolor, se desmayó.
El viejo –con cara de decepción-, de un culatazo con el alicate hizo reaccionar a Brían, que entre espasmos y llantos se despertó abrumado.
-Me temo que llegó la hora amigo, levantate.
-Por favor, no sé nada, ¡no sé nadaaa!.
-Corré por favor en dirección a aquellas rocas que son tu única salvación.
-¿Y si no quiero hacerlo?.
-El proyectil de mi arma destrozara tu cabeza, al menos tenés una oportunidad, dale amigo, corré, si llegás a las rocas tendrás la oportunidad de salvarte, ahora sé que no tenés nada que ver ni tampoco sabés nada, sos un perejil digamos. Pinche cabrón, corré.
Brían se lanzó desesperadamente a correr, en el trayecto tropezaba y se volvía a levantar. El viejo lo miraba con compasión y con una sonrisa en la boca. Brían con las manos atadas detrás de la espalda corría como podía y sentía desmayarse, las piernas estaban empezando a acalambrarse y no respondían, nuevamente volvía a desplomarse; Su instinto de conservación era tan grande que automáticamente volvía a levantarse y a trotar, cada vez con menos fuerza. Estaba cerca, pero muy lejos, porque Slovsky –que también allí estaba-, y  que sabía que aquel infeliz iba a morir, apoyó el bípode de su Barret .50 en una de las rocas. No iba a ser rápido y sencillo el trámite.
A unos veinte metros de que Brían lograra llegar a las rocas que tal vez salvarían su vida, una explosión que retumbó en el cielo y en la tierra se dejó escuchar, Brían pensó que estaba por llover, que un trueno había sonado en medio de aquel desierto, pero recordó que cuando le había sido cercenado el dedo había mirado directamente hacia arriba, como queriendo encontrar a un ángel salvador y pudo ver el cielo diáfano; entonces en aquel momento el implacable y poderoso proyectil le arrancó la pantorrilla derecha, justo debajo de la rodilla. Fue terrible ver caer a aquel muchacho, y al mismo tiempo ver como se destrozaba su pierna y parte de ella volaba por el aire. El dolor a esas alturas era inconmensurable. Junto con el olor a pólvora, sintió olor a carne quemada, a sangre y a un gusto amargo en el paladar que le prendía fuego el estómago. En silencio rogó y suplicó poder llegar a las rocas, pero la confusión en su mente no le dejaba ver que en pocos minutos moriría por la terrible hemorragia. Un segundo después, otro relámpago estremeció la tierra y su brazo izquierdo había desaparecido. Tendido en el suelo como estaba, el dolor había desaparecido, pensó en su madre, en sus dos hermanos menores, y en cuando su tío lo había alzado por primera vez cuando había cumplido sus cinco años, había venido desde lejos a visitarlo. Sin poder moverse, el trabajo de los dos proyectiles fue el que terminó la tarea; luego de dos minutos de sufrimiento, Brían se desangró y su corazón se detuvo, sus ojos húmedos, tal vez por los recuerdos de su infancia, miraban las rocas a las cuales debía llegar. Slovsky desarmó el bípode, enfundó su impecable Barret, se levantó y con un movimiento leve de su cabeza asintió, el viejo maquinalmente repitió la misma mimética, luego de unos minutos, ambos se dispersaron por diferentes caminos.

Los cuervos en esos momentos sobrevolaban el cadáver de Brían, en pocos días sólo de aquella humanidad de veinticinco años, quedarían los huesos, testigos mudos de aquella masacre.

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