Lengua y Literatura
Un oscuro espacio dedicado al lector.
Despedida
Hipocràtico
Los desgraciados, que nunca
vivieron,
iban desnudos y azuzados siempre
de moscones y avispas que allí
había.
Éstos de sangre el rostro les
bañaba,
que, mezclada con llanto,
repugnantes
gusanos a sus pies la recogían
Dante Alighieri, La Divina Comedia,
Canto III
Salió de su estupefacta sonrisa cuando oyó lo que
nunca había querido oír. Y entonces en ese momento, terriblemente sincero, pero
al mismo tiempo inexplicable para él, clamó como si fuese la primera y última vez,
una plegaria, tal vez dos, con una tenue voz blanca, empalidecida por aquel
atormentado corazón que exhalaba al mismo tiempo una maldición superlativa, la
que se condecía con su propio pensamiento lleno de incertidumbres más que de certezas.
Se acomodó en aquella cama solitaria, con las
sabanas que emanaban un negro sabor a flores fenecidas y marchitas bajo un sol
helado, funesto sicut ídem que él en su propia esencia. Entonces en
aquel momento en el que mitigaba los mas horribles pensamientos y los apartaba
de su mente confusa, perdida entre las tinieblas de memorias juveniles, porque así
se le pasaba la vida, como fotogramas inconexos pero latentes en su propia
memoria atribulada, llegó a una concluyente versión del por qué.
Llegó a una conclusión certera, esa que albergó en
su hundido pecho por el mismo pesar de la atrocidad de los actos cometidos, esa
misma que se le presentó en la mente como aquel ladrón furtivo en la noche
oscura, y sabiendo que más allá de toda abnegación posible, de toda redención que
quisiese evanecer con un simple chasquido de sus dedos, esas mismas atrocidades
lo habían llevado hasta este lugar, lo habían conducido a una perdición de la
cual no podía escapar.
Él mismo fue el que sesgó aquellas vidas, el que subvirtió
realidades de almas felices, pero al mismo tiempo crueles para su propia
conciencia. Una factura impaga con el pasado que ahora tomaba la fuerza del huracán
que le estaba arrancando la vida. Una que no había valido absolutamente un oblo,
ni siquiera del barro fangoso de sus propios actos. Ahora se apagaba como él
mismo había interrumpido la línea vital de quienes estuvieron a su merced, bajo
su custodia, las cuales había jurado defender hasta el último aliento ante el
mismo Hipócrates.
Subsumido en aquellos feroces pensamientos,
enojado consigo mismo y maldiciendo aquellas horas felices, aquellas guardias
donde habían tenido lugar esos malignos designios de una mano nefasta hasta quebrantar
cualquier cordura posible, bebió del mismo trago que a una en esos momentos le habían
causado un placer indeciblemente perfecto. Vaciló un segundo, suspiró como
quien quiere subsanar la herida mas mortal de su propia moral cristalizada con
la maldad.
Al cabo de unos minutos, un hilo rojizo se escurría
por la comisura de sus labios. Una mirada perdida contemplaba un techo grisáceo,
unas manos pálidas apretaban las mismas sabanas en las que se hallaba hundido. Una
voz despiadada gritó su nombre, un oído ya hueco por la propia muerte tensó por
última vez sus músculos, y entonces su madre, la primera protegida por aquel
juramento, en ese momento ya sea por su propia desidia o por mera maldad de su
propio ser corrompido por un cansancio inexplicable, o por simple malicia, se
hizo escuchar. Entonces supo en ese instante supremo, que todas esas muertes
inertes a las cuales había conducido a inexplicables caminos para su
entendimiento, ahora sabían con plena certeza que lo esperaban al igual que aquellos
gusanos que de su propia sangre se alimentarían, ayudados por punzantes
avispones, los que lo atormentarían una y otra vez, sin reparos ni clemencia,
la que él jamás tuvo, y a la cual ahora sería sometido.
Extravìo
bonum
et malum, album et nigrum in nobis est.
Oyó
el canto de los pájaros que estuvieron siempre,
posó
sus manos sobre aquella arena húmeda, solitaria,
sus
ojos en el horizonte, las olas replegadas. Espasmos en sus oídos, huérfanos,
de
todo, de todos, de aquellos y de ninguno.
Y
el pálido cielo azul, de un plomizo enfermo, apagado en manchas blancas que
eran el discorde efecto de uno y mil pensamientos, le hizo recordar, subvertir
aquello que anhelaba ser.
Martìn Ramos
Ecos
Lo
separaba tan solo una palma de mano de aquella mesa de luz que estaba dispuesta
del lado derecho de su cama. Aun así, era un abismo palpable por su propia
conciencia que, sublevada a aquellos manifiestos hechos de un pasado ya lejano,
y en tanto y en cuanto percibía los ecos allí tallados, en sus turbulentos
pensamientos, de aquel corazón muerto que aún seguía latiendo incansablemente,
no podía separar el oxímoron que esta tan malograda imagen, inconscientemente,
se empeñaba en no querer desaparecer.
Y como casi siempre sucede en el
mecanismo de los recuerdos funestos y despreciables, trataba de alcanzar el
vaso con la misma mano derecha, esa que frotaba sobre su frente sudorosa, y que
a los principios fundamentales de la sinergia, obedecía decididamente a la supresión
de las incansables imágenes que frente a sus ojos se proyectaban como una película
de terror.
Era de la misma manera sabido, por
quienes lo conocían, que de una u otra forma su destino estaba prefijado, es
decir, sus amigos le habían anticipado que su propia muerte, la que él tanto
ansiaba, llegaría tarde o temprano, de noche o madrugada a aquella cama, pronta
e inexorable, tal vez en una o dos semanas. Apoyados en la profecía de un médico
que sabía el diagnóstico, que lo había convalidado con sendos y certeros exámenes
desde hacía meses. Pero él se empeñó en buscar una solución tangencial, una
salida próxima al abismo en el cual se hallaba sumergido. Entonces esa
madrugada, a las tres de la mañana, por fin la mano alcanzó el vaso, sin mas
preludios ni pesadas cargas de la moral que ya había perdido desde aquel
instante en que el otro corazón, el que le había dado la vida, también había dejado
de latir.
Cruzó la delgada línea, se transpoló
hasta el lugar donde las almas por fin descansan en paz. Y a pesar de cualquier
creencia que hubiese tenido y de la cual pudiese haber echado mano, se sorprendió
al darse cuenta que mientras en aquella caída desde el noveno piso de su
departamento, hubo visto el rostro materno. El despertar a la mañana, luego del
fallido acto suicida, lo llevó a la conclusión de que nadie lo esperaba del
otro lado, que tal como a este mundo había venido, de la misma manera se iría,
solo, él, su propia conciencia, y tal vez los propios ecos de su propio corazón
muerto, pero esta vez tallados sobre las paredes de aquella habitación fría y vacía.
Martín Ramos
Funesta Decadencia Vacía
Esas imperceptibles pero contundentes palabras vacías que
se construyen sobre un silogismo poco certero, son en sí mismas, la simbiosis
con aquellas mentes inconexas y distópicas que quieren impartir paradigmas lo
mismo funestos.
La hipótesis aristotélica puesta en marcha desde una visión
moderna, anacrónica en su propia esencia, traspolada desde un hemisferio a
otro, recorriendo inverosímiles caminos en los que se pierde por antonomasia
con su propio génesis ya fenecido.
Esas mismas palabras que quieren mellar -cueste lo que
cueste- otros divergentes pensamientos, carecen de un fundamento empírico,
carecen de autonomía propia y, aun perdidas en las profundidades de los mas
profundos mares de la moral, necesitan por el propio peso de la mentira,
subvertir una realidad ajena, que no les corresponde, de la cual no tienen
ninguna potestad, por el solo hecho de ser despreciables, por la simple y llana
razón de ser pronunciadas por aquel que declina, irremediablemente, ante su
propia decadencia.
Martín Ramos
Ella Canta
Ella
es la que lo motiva a cumplir sus sueños, los que son de ambos, los que nunca
antes había pensado cumplir. Aparece tal como un hermoso perfume que se percibe
desde distancias invisibles. Cuando se va, queda su esencia, su aroma, sus
palabras… esas que llenan todos los rincones, cada uno de los espacios que él
recorre día a día para encontrarla, para acariciar su cabello con el
pensamiento y un corazón perpetuamente enamorado.
Y cuando se miran, los ojos de él se
llenan de gotitas de rocío, como lágrimas, movidas por la felicidad, por la
pasión irrefrenable que ella le canta en sus oídos, como aquella cantora
nocturna, imbuida de su propio vestido blanco, a la luz de la luna ella le
canta los acordes del amor y la pasión al son de su propia preciosidad. Y si la
lluvia moja sus mejillas de porcelana, que son de ellas, es porque se siente
movida por el sentimiento mas puro de la certidumbre de que él la escucha
atentamente, se siente protegida.
Tiene un vestido blanco, unos labios
azules, unas palabras dulces como el néctar mas preciado, y ellas le cuentan
los avatares de su amor, el que inexorablemente y para su propio regocijo, les
pertenece a ambos. Porque como el buen arquitecto, lo diseñaron con sólidas
bases, con la meticulosidad quirúrgica de la pasión que irrefrenable, los edifica
cada mañana, cada noche, cada día juntos…
Y es entonces que pronuncian de su
boca las palabras que les dictan sus corazones, que laten al compás de las
cuerdas de un instrumento delicioso, ese que los lleva a descubrir y re descubrir
pasiones intactas, momentos glaciales dejados a la imaginación que ambos re
descubren en su propio interior, en su pecho marcado por el nombre de ambos, un
sabor dulcemente exquisito.
Ella canta, y canta con su vestido
blanco, a la luz de la luna. Él la escucha atentamente, y atesora cada una de
sus palabras en lo mas profundo de su corazón, que a ella le pertenece, que supone
los colores de un arcoíris de sentimientos perfectos, los que ambos sienten
dentro de sí, los acordes de la partitura de su amor, uno que les es propio
ahora, para siempre…y ambos se sienten seguros uno del otro, para mitigar la hipocresía
de aquellos que los rodean, de los que nada entienden de su irreprimible e
insuperable pasión.
Martín Ramos
Mijaíl Brockovich
Había
llegado a las 8:45 de la mañana para fichar en la oficina, esas tarjetas que se
colocan por encima de la ranura de un reloj analógico, por lo general cajas de
un color verde militar, y luego la introdujo en el tablero contiguo en el orden
correspondiente.
Llegó a través del pasillo central a
los ascensores, cruzó a algunos que lo saludaron con un buenos días apagado,
periférico intempestivo propio de los colegas con los que a diario
trabajaba. Su oficina se hallaba emplazada en el subsuelo, no por simple
castigo, sino por el hecho que allí, en ese sótano, en aquella cueva se encontraba
libre, fuera de cualquier pensamiento que distrajese a su brillante y perspicaz
mente urdidora de las mas maravillosas y extravagantes investigaciones y
conclusiones al respecto de su trabajo.
El jefe le telefoneaba al
menos dos o tres veces por la mañana, y luego del descanso para el almuerzo,
hasta su horario de salida, al menos otras cuatro o cinco más. Eran simples llamadas
de rutina para ver cómo avanzaban los expedientes, a lo que Dietrich aseguraba
que todo estaba en orden, musitaba frases cortas pero contundentemente
persuasivas, con el mero objetivo de dejar satisfecho a su superior inmediato.
Aquella mañana había recibido uno
particularmente extraño, con el sofisticado membrete de una compañía que poco o
nada conocía. Al abrirlo lo primero que vio fue unas fotografías tomadas en
blanco y negro por el perito que había estado de turno, la noche anterior,
cuando se habían desencadenado aquellos fatídicos acontecimientos. Su firma y
nombre aparecían en la primera página del informe, es decir, el nombre del que
las había tomado, un tal Marco Sotovich. Le pareció conocido el nombre
por un breve instante, se le vinieron a la mente otros archivos e imágenes que podía
recordar con aquel nombre particularmente familiar.
Las fotografías, al menos unas diez,
mostraban que el incidente había sido atroz, que generalmente este tipo de
hechos son casi arbitrarios y poco frecuentes, pero particularmente este le confirió
una repulsión tan severa que debió pasar casi de inmediato a la segunda página,
allí donde el informe policial dejaba entrever los detalles mas escabrosos y al
mismo tiempo necesarios para la posterior investigación. Con su dedo índice posado
sobre el horario en que se había tenido la certeza de aquello, imaginó que los
peores homicidios, nefastos, ocurren en las horas más impensadas por el ser
humano común y corriente, por cualquier persona que se endilgase la factible
etiqueta de normal. El perito forense había asentado las 03:25 de la
madrugada del jueves. La causa de muerte había sido por múltiples heridas
punzo cortantes en la zona del tórax y abdomen, mas tres asestadas con patrón idéntico
a las anteriores en ambos costados del cuello.
Según el informe, el hombre
asesinado, había tenido las suficientes fuerzas al menos para arrastrarse desde
el comedor hasta la cocina, unos cinco metros habían calculado los forenses. Allí
culminó su calvario, debido a la gran cantidad de sangre perdida. Dietrich se
pasó la mano por el mentón, hacia mucho tiempo que no había visto algo similar.
La última vez que ocurrió algo así había sido al menos unos seis años atrás cuando
una nieta sobrepasada de alcohol e ira había ultimado de dos tiros en la cabeza
a su abuela, de unos 80 años para luego cobrar el seguro de vida.
El
mismo informe concluía que la cerradura no había sido forzada, y que el
asesino conocía a la víctima, ya sea amigo o familiar de la misma.
No había dudas de que aquello era
completamente un caso de homicidio agravado por el vínculo, en el caso que
fuese un familiar el perpetrador, o tal vez un asesinato por algún ajuste de
cuentas. Pero el caso es que aquella persona poseía seguro de vida en la compañía
y por tal motivo, tampoco descartó algún tipo de asesinato por encargo para obtener
el beneficio. El hombre asesinado, según el informe también, tenia 85 años de
edad. Por las fotografías, a las que volvió nuevamente, pudo arribar a la conclusión
que vivía solo en una casa de las afueras de la ciudad. Otro mas en mi
maldito haber, pensó luego de levantarse de la silla e ir hacia el fichero metálico
en busca de su expediente. Mijaíl Brockovich efectivamente tenía 85
años, había sido empleado de una automotriz y jubilado luego de 30 años de
servicio.
La mente es fascinantemente
inestable en situaciones de riesgo inminente. Y la de Dietrich estaba al borde
del colapso cuando leyendo el vita fama de aquel que había sido ultimado
de una manera brutal, posó sus ojos desorbitados sobre la suma de indemnización
por el seguro que dos años atrás un familiar había contratado en la empresa,
dos millones. Con aquella carpeta se dejó caer en su sillón, pensativo y al
mismo tiempo frenético. Examinó una y otra vez en su mente las causas que habrían
llevado a asesinar a alguien de aquella manera por esa cantidad de dinero. La campañilla
del teléfono lo sacó de aquellos pensamientos, y su jefe le encargó
encarecidamente que se dirigiese al lugar donde había tenido lugar aquel suceso
macabro, él también tenía una copia del expediente sobre su escritorio. No era
una simple recomendación, era una orden en un tono completamente imperativo lo
que hizo levantar a Dietrich de su asiento, colocarse el saco y salir casi de
inmediato para las afueras de la ciudad, al 101 de Maine.
Ofuscado por sus pensamientos entró
en su vehículo con aquel expediente que dejó en el asiento contiguo y puso en
marcha el automóvil para dirigirse raudamente hacia la dirección prefijada. Llevaba
consigo una máquina fotográfica, un block de notas y algunas hojas dentro de un
maletín de cuero crudo. Mientras conducía, una voz interior le dictaba algunas
palabras que conscientemente quería poner en práctica, no vallas allí, no te
acerques al lugar, pero sus músculos se tensaron de solo pensar que su jefe
le recriminaría el no hacerlo con algún tipo de sanción perentoria. Motivado entonces,
no por el hecho de querer indagar sobre el homicidio, sino por el posterior castigo
administrativo, que le sería impuesto posterior al simple hecho de no acatar
aquella orden manifestada con un tono consecuente con el carácter soberbio de
su jefe, siguió aferrado al volante, rumbo a aquel distrito a las afueras de la
ciudad.
Dietrich hubo de conducir una hora
hasta la dirección, hasta aquella casa humilde y suburbana, donde en la
madrugada de ese día se había perpetrado el crimen. Al llegar se puso en
contexto de situación: debería llamar al encargado de la investigación, debería
de sacar algunas fotos de la escena del crimen, y hablar con algunos vecinos para
recabar algún tipo de información que echase un atisbo de luz sobre aquellos
aberrantes hechos, y que le sirviese para armar un expediente sobre aquel
particular caso. Antes de bajar del automóvil, hojeó nuevamente la carpeta y
buscó el nombre del beneficiario del seguro. Solo había una firma y unas
iniciales, nada más. No quiso recordarlas, por el contrario, quiso evacuarlas,
extirparlas de su memoria, pues no tendría que repetirlas para sí o para otros,
no era pertinente y al mismo tiempo fiable, que algún vecino pudiese dar con el
nombre que al pie del contrato del seguro se hallaba bajo la forma de dos
letras casi inconexas. Maine, 101. La puerta de entrada estaba bloqueada con
cintas rojas y blancas que la policía habría terminado de colocar a primeras
horas de la mañana.
Llamó desde una cabina cercana al número
de teléfono que se hallaba en el informe policial, del otro lado del auricular
una voz gruesa se oyó:
-
¡Homicidios, teniente Rudd al habla!
-Buenos
días teniente, soy Natán Dietrich, de seguros de vida, Continental. Necesito
tomar algunas fotografías de rigor para la investigación de lo sucedido en el
101 de Maine.
-
¡Maine 101, por supuesto! ¿Usted se encuentra allí?
-A
media cuadra, en una caseta telefónica.
-
¡En 15 minutos llegaré y hablaremos sobre lo sucedido! -colgó el teléfono-
Dietrich se dirigió hacia su automóvil
a esperar que llegase el teniente, se sentó en el asiento del conductor y encendió
un cigarrillo mientras nuevamente hojeaba las fotografías que el perito había tomado
la madrugada del viernes. Puede haber indicios, puede que no los haya, el móvil…el
dinero, ¡por supuesto! Había tenido al menos tres horas, al menos tres. Quien
había hecho el llamado a la central, debería haber escuchado los ruidos y el
asesinato no debería haber tardado mas tiempo en cometerse que en el lapso de
unos 20 minutos. Al anciano le deberían haber tocado el timbre y luego de
levantarse de la cama abrió la puerta al que seguramente conocía, o por el
contrario aquello lo tomó por sorpresa, y como es habitual en la gente de
cualquiera de estos lugares, abrió la puerta sin pensar que se la estaba
abriendo a su propia muerte, inminente, solitaria y feroz. Quien cruzó el
umbral debió de llevar al hombre hasta el comedor, tal vez a punta de pistola,
o tal vez arguyendo palabras conocidas por el otro, con el pretexto de alguna
excusa convincente.
Miró su reloj de pulsera y notó que habían
pasado ya unos 20 minutos desde que había telefoneado al teniente. No se estaba
impacientando, pero la impuntualidad era algo que le molestaba. Dejó a un lado
el expediente y tomó el bolso donde había llevado sus cosas. Bajó decidido del
auto a ingresar a la vivienda sin esperar la llegada de Rudd. Rudd, con R, con
inicial de nombre o apellido bajo la firma. Era pura coincidencia, o por el
contrario, era una mala pasada de su propio pensamiento.
Sacó las fajas de: no pasar,
escena del crimen de la puerta, giró la perilla y notó, para su suerte, que
se encontraba sin seguro. El lugar estaba en penumbras, apenas era perceptible
la mesa del comedor con la ayuda de un poco de luz que entraba por la ventana
lateral de la pequeña casa. A un costado, el derecho, la cocina, y debajo de
sus pies las huellas de algunas pisadas furtivas, las que seguramente entraron
para perpetrar el asesinato. Sacó del bolso su cámara de fotos y comenzó a
disparar. El flash rebotaba en las paredes, en el mobiliario y en el piso. No quería
tocar absolutamente nada, no quería alterar ni un milímetro la nefasta y
mortecina escena que ante sus ojos se desplegaba como salida de sus propios
miedos, los mas lúgubres. Lo que en la película captaba, en su mente pasaba
como fotogramas inertes, uno tras otro, recreando aquella terrible y sangrienta
madrugada, a aquel anciano y al que siniestramente lo había ultimado a
puñaladas.
Trataba de conferirle a su mente la
tranquilidad que no hallaba. No había antes estado en una escena del crimen,
menos aun en una de estas magnitudes. Había pasado mas de media hora desde la comunicación
telefónica, nadie había llegado, no se había presentado el teniente Rudd,
ninguna patrulla se había estacionado frente a la casa. Estaba solo, con su cámara
fotográfica y sus pensamientos. El aire parecía gélido, el ambiente que olía a
sangre derramada, a muerte, se erigía como el templo de aquel terror nocturno
que el anciano debió haber sufrido cuando su asesino traspasó la puerta de
entrada. Tomó fotos de la cocina, el piso con grandes manchas de sangre, las
que no quiso pisar, lo traspolaban a aquella noche, a aquella madrugada teñida
del horror propio de quien está por morir bajo las garras de un conocido. La mesa
se había convertido en un revoltijo de enseres, allí seguramente se habría perpetrado
el homicidio, en aquel lugar. Al pie de una silla, una gran mancha rojiza, seca
por las nefastas horas posteriores, estiraba sus endemoniadas garras hasta el
bajo mesada de la cocina, donde Brockovich seguramente había exhalado su último
aliento.
De pronto el teléfono que estaba en
una mesita apartada al lado del sofá sonó estridente. Se acercó para levantar
el auricular, aunque dudaba de hacerlo. Una voz, de una joven mujer se oyó del
otro lado de la línea.
-
¡Buen día abuelo!
-
¿Cinthya?
-
¿Papá, fuiste a visitar al abuelo?
-
¡No, solo estoy tratando de comprender…! -Colgó el tubo-
Cuando Rudd entró y lo vio parado,
desorientado junto a la mesa del comedor, en ese mismo instante le colocó las
esposas. Le leyeron sus derechos, no los escuchó.
Enajenado, disociado con una
realidad aparentemente discorde con lo que había sucedido, fue llevado hacia la
patrulla que se hallaba en la calle. Los vecinos lo reconocieron, reconocieron también
el auto en el que había llegado. En la madrugada las circunstancias habían sido
diferentes, el hecho no había sido el mismo, tal vez él no era el que había tocado
el timbre, probablemente tampoco había sido el que empuñando aquel sangriento
cuchillo de caza le había asestado las estocadas fatales a su suegro,
seguramente tampoco debería haber sido él, el que había conducido su vehículo.
El teniente, días después, pudo corroborar
que las marcas del calzado que habían quedado impresas en la entrada de la
casa, eran idénticas a las zapatillas que hallaron en el baúl de su automóvil. Era
la única pista que lo incriminaba. Dietrich negó una y mil veces haberlas
puesto allí, no le pertenecían, ni siquiera usaba zapatillas. Eso no era excusa.
Tres meses después fue condenado a cadena perpetua, sin posibilidad de libertad
condicional. Se hallaba devastado, el mundo que había conocido, ahora le era
ajeno, lejano, propio de una realidad que no tenía el menor de los sentidos.
Fue trasladado a la penitenciaria
estatal, allí cumpliría su condena, allí terminaría sus días, en aquel lugar estaría
la sombra del que había sido en un pasado cercano, tres meses atrás. Nadie fue
en los meses subsiguientes a visitarlo. Una vez había recibido una llamada de
su jefe, confiriéndole que jamás hubiese imaginado que él podría haberse
convertido en un asesino. Dietrich, desesperado por una culpa ajena, escribió una
carta a su hija, la que jamás llegó para la hora de visitas, la que en todo
aquel tiempo nunca puso un pie en aquella penitenciaria para visitarlo, como su
propia hija, como su único pariente que le quedaba.
A los 8 meses de sucedido el hecho,
una mujer se presentó en la Continental para retirar el cheque por el seguro de
vida del anciano. Rudd luego del caso se había tomado unas merecidas vacaciones.
Poco fue el trabajo que tuvo que hacer, muchos, por el contrario, fueron los daños
colaterales.
En el banco, el cheque fue cobrado
en efectivo. Bajo firma e iniciales que rubricaban C. D. Luego de 15 días el
teniente no se presentó a la oficina de homicidios, aun cuando debía hacerlo el
día anterior. Las boletas de los impuestos se apilaron en el porche de la casa
de Dietrich, aun cuando su hija diligentemente todos los días juntaba
meticulosamente la correspondencia. En una última llamada que Dietrich hizo a
su casa para tratar de establecer una breve comunicación con su hija, el teléfono
fue atendido por su hermana que estaba devastada. No ubicaban el paradero de la
chica desde hacía al menos un mes. Ella no vivía en la casa, pero se había mudado
allí para montar guardia a la espera de algún dato, de alguna llamada que le diese
la certeza de dónde podría hallarse Cinthya.
El 15 de marzo fue como un
cataclismo devastador. Habían hallado a Dieterich colgado en la celda con la
sábana de su propia cama, la carta que el día anterior había escrito para su
hija, aun estaba sobre una mesita de metal, junto a la pared. Su ex esposa recibió
el llamado que nadie quiere esperar, el mensaje que ningún ser humano quiere
recibir. Su hija de 25 años había sido hallada ahorcada en la orilla del lago,
a unos 15 km de la casa, en una zona boscosa. La madrugada anterior, según lo
que los investigadores habían podido determinar. Cerca de las 3:00.
Rudd tardíamente, había vuelto de
sus vacaciones argumentando que los vuelos habían colapsado. Su capitán le
asignó un nuevo caso, esta vez el de una chica hallada muerta en circunstancias
terriblemente atroces. Todo se había vuelto monótono y cíclico al mismo tiempo.
La única y relevante diferencia era que ahora no había de por medio un tan ansiado
seguro de vida. Y los daños colaterales que habían formado parte de aquellos trágicos
acontecimientos.
Tras las Líneas de las Palabras
¡Pessimus praedicator est
ille qui vult tibi dicere quid facias!
Discrepantes, disonantes, monocordes.
Palabras vacías, llenas de la nada misma.
Palabras de sangre, teñidas del vacío del alma.
Palabras turbulentas, manchadas de la sangre de mentes inconexas.
Y quienes de su boca las pronuncian, son los
mismos que predican a viva voz los actos que antitéticos con su proceder,
arremolinan el turbulento presente que los estigmatiza. Los que con clara obsecuencia
refieren actos de bondad, que son reemplazados por vergonzosas manifestaciones
de una pobreza en el alma, las que dejan mella en la más nefasta indigencia de
su propio ser. Y en ese devenir estrepitoso de su imaginación corrompida por
las marcas de un pasado oscuro y poco certero, intentan -sin poder lograrlo-,
hundir con su misma anomalía humana a aquellos que, cercanos quieren cortar con
tan malogrado discurso.
Claudican una y otra vez ante los actos fallidos
de su mente perversa, indómita e irrefrenable.
Conciernen su decrépito mundo, encerrado entre
cuatro paredes, a las melodías de aquellos pensamientos frustrados, los que los
manejan como el titiritero a su hombrecillo en el escenario.
Entonces, recurrentes…
Palabras vacías, llenas de la nada misma.
Palabras de sangre, manchadas de su propia sangre,
de su muerte interior.
La casa
La
casa, de una arquitectura gótica magnífica e impresionante, estaba rodeada de
acacias que habían teñido el verde césped de un intenso amarillo, similar a los
colores de uno de los escudos del salón principal de la planta baja, de una heráldica
a simple vista dudosa. Las ventanas de la planta alta -siempre cerradas-,
ahondaban aún más el misterio que rodeaba la imponente construcción. Cuando había
vivido el matrimonio con sus dos hijos, la casa fue demasiado para ellos,
decidieron irse no sin antes haber sufrido demasiadas complicaciones,
demasiadas atrocidades, demasiadas injurias. Había pertenecido a la bisabuela de
la esposa y madre de Johanna y su hermano mayor.
Incontables fueron las veces en las
que Johanna se despertó por la noche, de madrugada, acudiendo a los brazos de
su madre. Aquellas escaleras, aquellos pisos crujían silenciosamente y ella en
busca del amparo materno, aún a sus 20 años, recurría desconsoladamente a sus
brazos entre sollozos interminables, bajo un estado de agitación y perplejidad
propios de la desesperación que sus oídos le hacían retumbar los ecos sombríos de
su mente. La habitación que la separaba de su hermano mayor, aun estando vacía,
replicaba aquellas disonantes y monocordes voces, le recordaba una y otra vez aquellos
dedos conocidos, las manos que la atrapaban en el terror nocturno. Cuando su
madre, por la mañana, la llevaba de la mano para que pudiese al menos conciliar
un sueño discrepado por la angustia y el miedo nuevamente a su cama, a su habitación,
a sus espaldas sentía un lívido aire mortecino, frío como el propio invierno
exterior. Una voz conocida, una caricia funesta.
Cuando por las noches los cuatro se
sentaban en la mesa y la criada servía la cena, el hijo mayor acudía con
premura al cuarto de huéspedes, se sentaba en la cama y tomándose la cabeza con
las manos corrompía el silencio sepulcral de aquella habitación balanceándose hacia
adelante y hacia atrás sobre el colchón y los cubrecamas impecables de la única
cama que allí se encontraba. Si bien no las escuchaba, no podía soportar
aquellas voces, aquellos gemidos que en su mente lo atormentaban despiadadamente.
Ni el padre ni la madre salían tras su búsqueda, sabían que él volvería, tarde
o temprano a sentarse a la mesa, y en caso contrario, por la madrugada volvería
para comer su plato que en la cocina lo esperaba, tardíamente, ensimismado en
sus oscuros pensamientos obsecuentes.
Las noches se repetían cíclicamente.
Pero en cambio la habitación intermedia, aunque vacía, exhalaba los acordes de
una melodía de muerte. Johanna entendía que no podía comprender aquello que la
atormentaba, o tal vez no quería hacerlo por la propia inercia de la vergüenza y
el pavor que le infundían los recuerdos. El solo hecho de acudir a la habitación
de su hermano para recibir algo de consuelo, la arrastraba irremediablemente a
los brazos de su madre, una y otra vez. Parecía haber un pacto implícito entre
la madre, la hija y la habitación, un hecho silencioso que albergaba la
esperanza de que aquello acabase pronto, que alguna solución, por pequeña que
fuese, terminase con el tormento de ambas. Ella sabía lo que allí sucedía, o
por el contrario, sucedería prontamente. Y en su corazón acogía la esperanza de
que todo el sufrimiento que ambas habían soportado y soportaban, no solo por la
habitación, por la casa y por los designios del mal, de quien debería velar por
su seguridad y bienestar, llegaría a su fin como un ladrón en la noche, sigiloso,
pero al mismo tiempo contundente, foráneo y malicioso. Era el eco de sus
pensamientos los que no les permitía dormir, era la carga de sus propias
conciencias la que les infundía un extraño, pero al mismo tiempo promisorio acontecimiento
postrero. Era en sí el producto de una maldad exacerbada, era una ira contenida
hacia quien estaba a su lado, al lado de ambas, la que debía desencadenar los
hechos que significarían que el éxodo posterior se configurase en sus
pensamientos futuros como el éxito del bien sobre el mal.
Aquella malicia superlativa que las había
inundado en un pesar extremadamente tormentoso, en la propia calamidad, la que
cualquier ser humano despreciaría por el solo hecho de ser abominable, una mañana
cálida de ese mismo invierno llegó a su tan ansiado fin.
La criada estalló en sollozos
desgarradores que parecían rasguñar, como las propias garras de Cerbero, cada
una de las paredes de la cocina y del comedor de la casa. Todas las
habitaciones, que contaban seis, se tiñeron de un negro abismal, propio de las
oscuridades corrompidas por el mismo infierno, el que ambas habían padecido,
vivido desde hacía más de diez años bajo el mismo techo, en aquella maldita
casa. Porque en su intimo ser fue maldecida, fue insultada y al mismo tiempo desdeñada
desde el primer momento en que sus pies cruzaron la puerta de entrada. ¿Quién hubiera
predecido una década atrás que hubiesen entrado cuatro y salido tres de allí? ¿Quién
podría haber conocido los pensamientos que atormentaban al hijo mayor, los
mismos que lo impulsaron a justificar lo ocurrido en aquel cuarto, el que de
antemano se había prefijado para llevar adelante aquella temible empresa?
El sol brilló resplandeciente sobre el
rostro de los tres. Aquella misma mañana abandonaron la casa, dejaron atrás un
pasado oscuro, tendrían tiempo, si es que se puede olvidar, para comenzar una
nueva vida, juntos, en otro lugar muy lejano. Dejaron atrás una década de inusitada
maldad, la que ellas mismas, en carne propia habían vivido, habían sufrido cada
semana, cada mes, cada año…Ambas se miraron a los ojos, con un brillo apagado,
con satisfacción, pero al mismo tiempo con pesar, en el cuerpo, en sus
corazones. El hijo mayor fue el único que se dio vuelta, observó unos segundos
la habitación que los había separado a él y a su hermana, aquella habitación contigua
donde se había perpetrado un hecho atroz, pero de igual magnitud justificable.
Subieron al auto que se alejó sin
prisa. Sólo la criada aterrada, al menos hasta que llegase la policía, se quedó
para hacer la llamada telefónica.
Deberían llegar pronto, deberían abrir
la puerta de la habitación contigua, deberían de encontrar en el suelo, junto a
la cama, la que en ellas producía los recuerdos más nefastos que ambas querían borrar
de su memoria, aquel detestable cuerpo que yacía junto a ella, ya sin vida, con
el cráneo destrozado a martillazos.
Martín Ramos
Despedida
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