¡Pessimus praedicator est
ille qui vult tibi dicere quid facias!
Discrepantes, disonantes, monocordes.
Palabras vacías, llenas de la nada misma.
Palabras de sangre, teñidas del vacío del alma.
Palabras turbulentas, manchadas de la sangre de mentes inconexas.
Y quienes de su boca las pronuncian, son los
mismos que predican a viva voz los actos que antitéticos con su proceder,
arremolinan el turbulento presente que los estigmatiza. Los que con clara obsecuencia
refieren actos de bondad, que son reemplazados por vergonzosas manifestaciones
de una pobreza en el alma, las que dejan mella en la más nefasta indigencia de
su propio ser. Y en ese devenir estrepitoso de su imaginación corrompida por
las marcas de un pasado oscuro y poco certero, intentan -sin poder lograrlo-,
hundir con su misma anomalía humana a aquellos que, cercanos quieren cortar con
tan malogrado discurso.
Claudican una y otra vez ante los actos fallidos
de su mente perversa, indómita e irrefrenable.
Conciernen su decrépito mundo, encerrado entre
cuatro paredes, a las melodías de aquellos pensamientos frustrados, los que los
manejan como el titiritero a su hombrecillo en el escenario.
Entonces, recurrentes…
Palabras vacías, llenas de la nada misma.
Palabras de sangre, manchadas de su propia sangre,
de su muerte interior.
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