La
casa, de una arquitectura gótica magnífica e impresionante, estaba rodeada de
acacias que habían teñido el verde césped de un intenso amarillo, similar a los
colores de uno de los escudos del salón principal de la planta baja, de una heráldica
a simple vista dudosa. Las ventanas de la planta alta -siempre cerradas-,
ahondaban aún más el misterio que rodeaba la imponente construcción. Cuando había
vivido el matrimonio con sus dos hijos, la casa fue demasiado para ellos,
decidieron irse no sin antes haber sufrido demasiadas complicaciones,
demasiadas atrocidades, demasiadas injurias. Había pertenecido a la bisabuela de
la esposa y madre de Johanna y su hermano mayor.
Incontables fueron las veces en las
que Johanna se despertó por la noche, de madrugada, acudiendo a los brazos de
su madre. Aquellas escaleras, aquellos pisos crujían silenciosamente y ella en
busca del amparo materno, aún a sus 20 años, recurría desconsoladamente a sus
brazos entre sollozos interminables, bajo un estado de agitación y perplejidad
propios de la desesperación que sus oídos le hacían retumbar los ecos sombríos de
su mente. La habitación que la separaba de su hermano mayor, aun estando vacía,
replicaba aquellas disonantes y monocordes voces, le recordaba una y otra vez aquellos
dedos conocidos, las manos que la atrapaban en el terror nocturno. Cuando su
madre, por la mañana, la llevaba de la mano para que pudiese al menos conciliar
un sueño discrepado por la angustia y el miedo nuevamente a su cama, a su habitación,
a sus espaldas sentía un lívido aire mortecino, frío como el propio invierno
exterior. Una voz conocida, una caricia funesta.
Cuando por las noches los cuatro se
sentaban en la mesa y la criada servía la cena, el hijo mayor acudía con
premura al cuarto de huéspedes, se sentaba en la cama y tomándose la cabeza con
las manos corrompía el silencio sepulcral de aquella habitación balanceándose hacia
adelante y hacia atrás sobre el colchón y los cubrecamas impecables de la única
cama que allí se encontraba. Si bien no las escuchaba, no podía soportar
aquellas voces, aquellos gemidos que en su mente lo atormentaban despiadadamente.
Ni el padre ni la madre salían tras su búsqueda, sabían que él volvería, tarde
o temprano a sentarse a la mesa, y en caso contrario, por la madrugada volvería
para comer su plato que en la cocina lo esperaba, tardíamente, ensimismado en
sus oscuros pensamientos obsecuentes.
Las noches se repetían cíclicamente.
Pero en cambio la habitación intermedia, aunque vacía, exhalaba los acordes de
una melodía de muerte. Johanna entendía que no podía comprender aquello que la
atormentaba, o tal vez no quería hacerlo por la propia inercia de la vergüenza y
el pavor que le infundían los recuerdos. El solo hecho de acudir a la habitación
de su hermano para recibir algo de consuelo, la arrastraba irremediablemente a
los brazos de su madre, una y otra vez. Parecía haber un pacto implícito entre
la madre, la hija y la habitación, un hecho silencioso que albergaba la
esperanza de que aquello acabase pronto, que alguna solución, por pequeña que
fuese, terminase con el tormento de ambas. Ella sabía lo que allí sucedía, o
por el contrario, sucedería prontamente. Y en su corazón acogía la esperanza de
que todo el sufrimiento que ambas habían soportado y soportaban, no solo por la
habitación, por la casa y por los designios del mal, de quien debería velar por
su seguridad y bienestar, llegaría a su fin como un ladrón en la noche, sigiloso,
pero al mismo tiempo contundente, foráneo y malicioso. Era el eco de sus
pensamientos los que no les permitía dormir, era la carga de sus propias
conciencias la que les infundía un extraño, pero al mismo tiempo promisorio acontecimiento
postrero. Era en sí el producto de una maldad exacerbada, era una ira contenida
hacia quien estaba a su lado, al lado de ambas, la que debía desencadenar los
hechos que significarían que el éxodo posterior se configurase en sus
pensamientos futuros como el éxito del bien sobre el mal.
Aquella malicia superlativa que las había
inundado en un pesar extremadamente tormentoso, en la propia calamidad, la que
cualquier ser humano despreciaría por el solo hecho de ser abominable, una mañana
cálida de ese mismo invierno llegó a su tan ansiado fin.
La criada estalló en sollozos
desgarradores que parecían rasguñar, como las propias garras de Cerbero, cada
una de las paredes de la cocina y del comedor de la casa. Todas las
habitaciones, que contaban seis, se tiñeron de un negro abismal, propio de las
oscuridades corrompidas por el mismo infierno, el que ambas habían padecido,
vivido desde hacía más de diez años bajo el mismo techo, en aquella maldita
casa. Porque en su intimo ser fue maldecida, fue insultada y al mismo tiempo desdeñada
desde el primer momento en que sus pies cruzaron la puerta de entrada. ¿Quién hubiera
predecido una década atrás que hubiesen entrado cuatro y salido tres de allí? ¿Quién
podría haber conocido los pensamientos que atormentaban al hijo mayor, los
mismos que lo impulsaron a justificar lo ocurrido en aquel cuarto, el que de
antemano se había prefijado para llevar adelante aquella temible empresa?
El sol brilló resplandeciente sobre el
rostro de los tres. Aquella misma mañana abandonaron la casa, dejaron atrás un
pasado oscuro, tendrían tiempo, si es que se puede olvidar, para comenzar una
nueva vida, juntos, en otro lugar muy lejano. Dejaron atrás una década de inusitada
maldad, la que ellas mismas, en carne propia habían vivido, habían sufrido cada
semana, cada mes, cada año…Ambas se miraron a los ojos, con un brillo apagado,
con satisfacción, pero al mismo tiempo con pesar, en el cuerpo, en sus
corazones. El hijo mayor fue el único que se dio vuelta, observó unos segundos
la habitación que los había separado a él y a su hermana, aquella habitación contigua
donde se había perpetrado un hecho atroz, pero de igual magnitud justificable.
Subieron al auto que se alejó sin
prisa. Sólo la criada aterrada, al menos hasta que llegase la policía, se quedó
para hacer la llamada telefónica.
Deberían llegar pronto, deberían abrir
la puerta de la habitación contigua, deberían de encontrar en el suelo, junto a
la cama, la que en ellas producía los recuerdos más nefastos que ambas querían borrar
de su memoria, aquel detestable cuerpo que yacía junto a ella, ya sin vida, con
el cráneo destrozado a martillazos.
Martín Ramos
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