Lo
separaba tan solo una palma de mano de aquella mesa de luz que estaba dispuesta
del lado derecho de su cama. Aun así, era un abismo palpable por su propia
conciencia que, sublevada a aquellos manifiestos hechos de un pasado ya lejano,
y en tanto y en cuanto percibía los ecos allí tallados, en sus turbulentos
pensamientos, de aquel corazón muerto que aún seguía latiendo incansablemente,
no podía separar el oxímoron que esta tan malograda imagen, inconscientemente,
se empeñaba en no querer desaparecer.
Y como casi siempre sucede en el
mecanismo de los recuerdos funestos y despreciables, trataba de alcanzar el
vaso con la misma mano derecha, esa que frotaba sobre su frente sudorosa, y que
a los principios fundamentales de la sinergia, obedecía decididamente a la supresión
de las incansables imágenes que frente a sus ojos se proyectaban como una película
de terror.
Era de la misma manera sabido, por
quienes lo conocían, que de una u otra forma su destino estaba prefijado, es
decir, sus amigos le habían anticipado que su propia muerte, la que él tanto
ansiaba, llegaría tarde o temprano, de noche o madrugada a aquella cama, pronta
e inexorable, tal vez en una o dos semanas. Apoyados en la profecía de un médico
que sabía el diagnóstico, que lo había convalidado con sendos y certeros exámenes
desde hacía meses. Pero él se empeñó en buscar una solución tangencial, una
salida próxima al abismo en el cual se hallaba sumergido. Entonces esa
madrugada, a las tres de la mañana, por fin la mano alcanzó el vaso, sin mas
preludios ni pesadas cargas de la moral que ya había perdido desde aquel
instante en que el otro corazón, el que le había dado la vida, también había dejado
de latir.
Cruzó la delgada línea, se transpoló
hasta el lugar donde las almas por fin descansan en paz. Y a pesar de cualquier
creencia que hubiese tenido y de la cual pudiese haber echado mano, se sorprendió
al darse cuenta que mientras en aquella caída desde el noveno piso de su
departamento, hubo visto el rostro materno. El despertar a la mañana, luego del
fallido acto suicida, lo llevó a la conclusión de que nadie lo esperaba del
otro lado, que tal como a este mundo había venido, de la misma manera se iría,
solo, él, su propia conciencia, y tal vez los propios ecos de su propio corazón
muerto, pero esta vez tallados sobre las paredes de aquella habitación fría y vacía.
Martín Ramos
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