Su cuerpo se encontraba
exhausto, como en aquellos tiempos donde las batallas eran interminables,
recostado ahora sobre su patética cama miraba un techo blanco; miraba por la
ventana un cielo plomizo con pequeñas manchas blancas, como estrellas.
Se aventuró a mover un brazo, no sin al mismo tiempo
sentir un profundo dolor en su columna parecido al que le había proporcionado
una esquirla de artillería en el ´44. Con la respiración acelerada buscó el
vaso sobre la mesita casi hecha polvo por polillas inescrupulosas. Alcanzó a
acariciarlo con la yema de los dedos; su compañero en el frente le había
aplicado una dosis de morfina en el estómago, era todo lo que podía hacer.
Su muñeca izquierda estaba conectada con una aguja que
hacía sangrar aquel pinchazo que no sintió en absoluto, estaba casi en coma. A un
costado, cuando observó atentamente, se encontraba otro del mecanizado número
IV, en vano quiso producir una pregunta que se ahogó en sus labios. Lo miró de
reojo, desde los pies hasta la cabeza, pero no pudo reconocerlo, una venda
cubría el rostro del agónico cuerpo y unas manchas rojas se dejaban ver sobre
la cien derecha del moribundo.
Entabló una conversación consigo, repasando cada uno de
los momentos en la playa, el mar teñido de rojo, la arena con pedazos de quién
sabe sucumbían ante sus fatigados ojos, del mismo modo que sucumbía su pulso
para tomar el vaso de aquella mesa. Se sentía a salvo pensando que el horror
había quedado atrás, que las ráfagas de las Thompson no habían podido dañarle,
sin embargo no podía levantar su cabeza, un agudo dolor recorría su espina como
él mismo había recorrido el sinuoso camino cuando desembarcó en aquella maldita
playa.
A lo lejos se escuchaban sirenas, esas mismas que alertan
de un bombardeo inminente. Su pulso se aceleró rápidamente, no sabía si era una
pesadilla o si realmente estaba a salvo de los proyectiles del enemigo. La frente
le quemaba la piel, la fiebre era tan alta que el delirio se mezclaba con la
realidad, la que lo mantenía aferrado a su fusil de una manera casi autómata. Se
dijo que debía avanzar en zigzag para esquivar la artillería y los encamisados
proyectiles que estaban haciendo pedazos a sus compañeros. En un atroz instante
producto de su instinto de supervivencia recordó que se había parapetado detrás
de un compañero cuyas piernas habían sido mutiladas, el infeliz seguía gritando
y en vano un médico se acercó hacia ellos para aliviar el sufrimiento. Rechinando
los dientes y con el pulso tembloroso alcanzó por fin el vaso. Bebió un trago
corto, todo lo que pudo hacer en aquel momento fue saborear un agua rojiza que
le produjo un vómito involuntario, pero al mismo tiempo asqueroso.
Su mente le decía firmemente que se incorpore de
inmediato, pero sus piernas parecían no querer responderle. Como si le perteneciesen
al infeliz mutilado por un obús de mortero. Trató con todas sus fuerzas de
incorporarse, trato de mirar sus piernas que yacían rígidas, tal vez por el
miedo, tal vez porque ya no estaban allí.
Por milagro o porque el destino a veces favorece a los
más débiles, un médico acudió en su ayuda, se acercó sigilosamente por su
flanco izquierdo, le preguntó si se encontraba bien, si sentía dolor. Quiso decirle
que la fiebre lo consumía, al mismo tiempo que lo agarraba firmemente del brazo,
el casco con aquella cruz le profería cierta seguridad, aunque las sirenas
sonasen a lo lejos, aunque pedazos de su compañía estuviesen esparcidos por toda
la playa, aquella figura de la cual no quería separarse le infundía un atisbo de
esperanza que parecía desvanecerse segundo tras segundo. Pero la realidad es
cruel, es una daga que se clava en la garganta y hace que quien confía en que
todo es un sueño termine abandonando esa quimera con el gusto amargo de la furiosa
realidad.
Cuando por fin pudo reunir las fuerzas suficientes para
levantar su cabeza, vio con un profundo asombro que sus piernas estaban a un
par de metros de su cuerpo. La cama en la que penosamente se encontraba era un
profundo sentimiento de su imaginación que le estaba jugando una horrible pesadilla
mental. Aquella muñeca, la que ahora no podía mover según su propia voluntad
había sido alcanzada por un proyectil. Estaba cercenada, al igual que su mano, que
ahora no permitía agarrar con fuerza aquel fusil que había llevado consigo
cuando desembarcó. Atónito ante la realidad que lo sucumbía miró hacia todos
lados, recordó como aquellos proyectiles desmembraban a sus compañeros, como
poco a poco la cama se iba tornando de un color rojizo al igual que el agua que
bañaba la costa. Justo en ese preciso instante en el que todo se confunde por
el propio dolor y por el ajeno y mismo sufrimiento, estiró nuevamente la mano
para alcanzar una granada que se encontraba sobre la mesa. La llevó a su boca
al igual que el vaso, y como si bebiese un largo trago de agua hizo saltar la
espoleta. ¿Quién puede afirmar si estuvo realmente en aquella cama del hospital
donde se sintió por un instante a salvo?
Martín Ramos
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ReplyDeletegood
ReplyDeleteThanks you
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