Quién dijo
que la irreversible realidad del tiempo es nefastamente funesta para quienes no
pueden aceptar un destino ocásico, y hasta en cierto punto grotesco.
Nuestro personaje, éste que daré
a conocer, llevaba una marca consigo, debía –por cierto- cargar en sus
trabajadas y curtidas espaldas el peso de esa realidad inconcebible, la que día
a día estaba llevándolo hacia recónditos e inexplorados caminos, claro está,
que en ello le ayudaba su trabajo de oficinista, un simple empleado que
desapercibidamente quedaba bien con Dios y con el Diablo. No tenía mayores
escrúpulos que arremeter con exagerado ímpetu sobre el espíritu pobre de
aquellos con los que vanagloriaba sus dotes de funcionario mediocre.
Su nombre cuando entro al país
era Claus von Kriegger, que en manos de una empleada de la oficina de
migraciones tomó la forma absurda de ¨Claudio Negro¨, luego cuando supo el
significado de su apellido, quiso tomar la Luger y descerrajarse un tiro en la
sien.
Claudio Negro era el arquetipo
del alemán prototípico, había participado de la batalla en el norte e Austria,
al mando del pelotón mecanizado número IV del Reich, lo demás redunda en
explicaciones. Entró al país escondido en un barco pesquero y se instaló en los
suburbios de lo que en aquel entonces eran estos conventos para parias que se
sumergían en las inundadas calles de La Boca. Pobre, sin un peso y con hambre
pudo solventar su sustento diario con algunas changas en el puerto de Buenos
Aires; al cabo de un tiempo sin trabajo tuvo que desprenderse de su reglamentaria
Luger, la que portaba con orgullo desde que había llegado desde aquel lejano
país, su país.
Pero este destino que lo sumergía
en la más profunda pobreza y del cual no podía escapar, un día cambio
totalmente. Un amigo que compartía la pusilánime habitación donde noche a noche
rememoraba estampidos y colegas abatidos, llegó con una carta de recomendación
para que se presentase en la embajada alemana: necesitaban un traductor que
pudiese enviar cartas a aquellos que se encontraban en el exilio. Con gusto
tomó la recomendación de su amigo, escrita en manos del embajador alemán en
Buenos Aires, -por supuesto escrita en su idioma-, y al cabo de leerla una leve
mueca fue esbozada por su cara criminal.
A las ocho y treinta, según lo
pactado en aquella esquela, se presentó en el edificio. Con lo mejor que tenía
había salido del chaperío. Se dejó llevar por el tren hasta que por fin arribó
a la plazoleta que llena de árboles sombreaban su mente y el cielo casi diáfano
de aquella mañana de marzo. No le temblaron las piernas al entrar, no sintió
ningún remordimiento que le rememorase las atrocidades cometidas años atrás, al
contrario, un orgullo invadía su cuerpo y su mente y hasta tropezó el último
escalón de la entrada principal producto del precipitado ánimo que lo movía. Un
autómata, según años después lo recordaron sus compañeros entró a paso firme en
aquel edificio. Es sabido por muchos que el autómata puede llegar a ser
peligrosamente falso, inescrupuloso y hasta traicionero. Estas cualidades
parecían estar innatas en Claudio Negro, como si se hubiesen arraigado de
manera inconsciente en su personalidad dura e impasible.
Estrechó la mano que lo recibió
con cordial afecto, -un alemán en la embajada-, no era extraño, aquí lo extraño
era Von Kriegger. Ambos entraron a un pequeño despacho, y al cabo de una hora
de una conversación que se mantuvo en secreto por años, hasta que las
grabaciones salieron a la luz, Kriegger fue empleado de inmediato, nunca se
supo por qué. Le fue asignada una oficinita que contaba con una máquina de
escribir, un teléfono de disco y un armario metálico repleto de cartas que
provenían de familiares de quien sabe dónde, cuándo y cómo. Von Kriegger se
sumergió en aquel mar de hojas polvorientas para comenzar con su trabajo: debía
traducir del alemán al español cientos, miles de cartas que llegaban de parte
de familiares hasta aquí. En ocasiones lo encontraron cerca de la medianoche
pasando en limpio hojas y hojas manuscritas a tinta en papeles con el membrete
de la embajada Argentina-Alemana. Sudoroso y con tipeo firme, desglosaba líneas
completas, una tras otra hasta el hartazgo.
Cuando creía finalizada la labor
diaria, tomaba su saco se lo montaba sobre sus hombros y caminaba despacio,
torpemente, como un autómata hasta que por fin llegaba al bar donde calmaba su
angustia con vasos de caña. Un año, dos, tres…fueron muchos los que dedicó a
aquella tarea, solitario, ermitaño, con un ademán ordenaba que cerrasen la
puerta luego de interrumpirlo en sus labores. La suerte estuvo a su favor cuando
sobre su escritorio recibió una recomendación de la embajada alemana para que
por intermedio de su sede en Argentina volviese a su país, allí la guerra había
terminado. Como la realidad se divide en diferentes caminos inexplorados, el
destino parecía haberse puesto de su parte:
¨Es
de nuestro agrado ponernos en contacto con usted, luego de tantos años en el
exilio hemos tratado de contactarnos con nuestros compatriotas para que vuelvan
sin ningún remordimiento ni culpa a su tierra madre, la que lo espera con los
brazos abiertos para que comience una nueva y acomodada vida. Aquí será el que
supo ser, sus hermanos y familiares lo necesitan, y la distancia corroe toda
relación con el pasado, que aunque a veces nefasto, no deja de estar presente.
Queremos que una nueva vida lo haga olvidar lo que vivió y para quien sirvió,
aquí las cosas han cambiado radicalmente, nuestra patria se levanta sobre un
manto de unidad y soberanía, sobre los pilares de una sociedad dispuesta a
aceptar el cambio que tanto usted como muchos de sus amigos y familiares han
esperado durante tanto tiempo. Es menester y urgente que tome el primer vuelo
que lo devuelva a su querida tierra. Aquí las heridas comienzan a cerrar poco a
poco, y en tanto y en cuanto ¨todos¨ pongamos una voluntad férrea para que esta
realidad termine de concretizarse, esta posibilidad se hará una realidad
irrefutable. Queremos que aquellos que fueron desterrados en esos momentos
oscuros del pasado vuelvan a casa con la esperanza de que aquí un futuro
prominente les espera. Desde mi más profundo respeto y agradecimiento, espero
tome en cuenta esta carta y estas humildes palabras para convencerlo de que así
lo haga. Lo saluda con cordial afecto¨:
Heinrich
Klauss
Von Kriegger pegó un salto de su
silla y comunicó a su superior de aquella carta que había sido depositada en su
despacho. El otro sabía que el mandato estaba dispuesto, dado que él mismo
había recibido la carta de su par alemán. Aunque sus pensamientos lo
atormentaban, y en su cabeza un abismo confundía sus emociones, al cabo de dos
días estrechó la mano de su superior y se dirigió hacia el aeropuerto. Al cabo
de doce horas de vuelo, arribó a Berlín, tomó un taxi que lo llevó directamente
a la embajada alemana. Las calles vacías, la gente que no reconocía parecía
darle a aquel lugar un aspecto extraño, como si nunca hubiese estado allí,
aquel no era su país, aquella no era la gente que corría desesperada tras los
bombardeos en busca de refugio y comida, no había cadáveres mutilados, no se
escuchaban los estrepitosos estruendos de bombas aliadas. Todo ahora era
monumentalmente disímil. Al cabo de una hora de viaje arribó a aquel indicado
lugar. Tomó su maletín y su equipaje de mano y con un absurdo apuro en sus pies
logró entrar en el edificio.
La recepcionista no hablaba un
alemán comprensible, por el contrario, parecía balbucear algunas palabras
inconexas mezcladas con rasgos de otro idioma particular. Se sorprendió
visiblemente, pero no se asustó en absoluto. Aquella mujer le dio la orden de
que esperase a Klauss sentado en la antesala de su despacho. Al cabo de una
hora nadie se había presentado para atenderlo. Vio pasar a varios hombres con
uniforme, vio pasar el pasado en una fracción de segundo, ese mismo que dejó
atrás hacía muchos años. Por casualidad o por certeza entraron al despacho
donde sería recibido minutos más tarde, lo saludaron cordialmente al pasar,
hasta una reverencia marcial fue esgrimida por alguno de los que pasaron frente
a él. Diez minutos más tarde, mientras estaba sumergido en pensamientos confusos,
su nombre retumbó a lo lejos, el autómata se irguió, acomodó su traje y con la
misma sonrisa con la que había recibido la carta en la pocilga entró a aquel
despacho donde había sido citado.
Un hombre pequeño pero regordete
se hallaba sentado en un sillón casi en penumbras, sólo podía vislumbrarse
alguna facción de su rostro gracias a una lámpara sobre el escritorio. Le pidió
amablemente que tome asiento, un Heil se escuchó desde algún rincón de la
habitación, Kriegger volteó sin poder hallar quién había pronunciado aquel
saludo. La oscuridad era total. El autómata comenzó a sentir un leve dejo de
temor que jamás había sentido. Se le acercó a su mano un vaso de whisky, que
rechazó con uno de sus tantos ademanes de manera categórica. El del otro lado no
emitía palabra, sólo Kriegger hizo una o dos preguntas que parecieron hacer eco
en las oscuras paredes del recinto. De pronto sintió dos mordazas en cada
brazo, de las sombras habían salido los que había visto pasar y a los que
saludo con honores. Quiso forcejear pero fue en vano, al cabo de unos segundos
estaba quieto, inamovible. Sintió un frio en la sien derecha, sintió que el
Diablo con el que había coqueteado durante décadas estaba junto a él, allí en
aquel oscuro sótano; en aquella cloaca donde lo habían mandado llamar. El frío
en la sien se hizo más intenso, presionaba, hostigaba, dolía. Recordó su Luger,
la que empeñó para poder comer, simétrica al hielo que sentía de su lado
derecho. En un instante una luz iluminó la cara del regordete, pudo verla, se
vio a sí mismo, era él, era quien había cometido los atroces crímenes del
pasado, el mismo que jamás había salido de aquel recinto, sentado allí,
pensativo y con una mano en la sien derecha, el fogonazo hizo explotar la
lámpara del despacho. Luego, al cabo de una fracción de segundo que nunca fue
real, la habitación se tornó completamente oscura. La mujer del despacho
suspiró, y una lágrima se deslizó pesadamente por su mejilla.
Martín Ramos
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