A las tres y treinta de la madrugada se despertó súbitamente con un ardor en la boca que le quemaba el paladar, a esa altura de la noche seco por el estertor que le producía una garganta atormentada. Puso un pie al costado de la cama, tal vez el derecho, y con suma pesadez se dirigió hacia la cocina buscando un vaso de agua helada.
Tal vez fue grande su sorpresa al
verla a ella sentada en la cabecera de la mesa, con la mirada fija puesta sobre
una de las estanterías de la cocina. ¿Miraba el vaso de trago largo o el reloj
por encima de la alacena? No fue capaz de percibir sus ojos, no pudo seguir su
mirada, lo cierto es que allí estaba tan blanca como cuando en el frío invierno
se acurrucaba a su lado para abrazarla y ofrecerle un poco de calor una tras otra
noche helada como el mismo hielo de Sioux.
Abrió la heladera y tomó una de las
dos botellas que había llenado con un agua pastosa antes de irse a dormir,
llena de espejismos que reflejaban la palidez del rostro de ella. No hubo una
sola palabra de por medio, ella mantenía fijamente su mirada en aquel reloj. Pasó
primero el frío envase por la cien derecha, luego por la frente hasta que lo
abrió y bebió un largo trago que apaciguó la interminable sed que lo abrazaba. Se
dio vuelta para mirarla fijamente a los ojos, vana empresa trató de llevar a
cabo cuando quiso preguntarle por qué estaba despierta y no obtuvo ninguna respuesta.
Era como si el tiempo se hubiese detenido en aquel preciso instante en el que
ingresó a la cocina, todo su mundo se paralizó en ese momento.
Ella de pronto se levantó de la
silla como si él nunca hubiese estado allí, se sintió molesto y hasta con un
impetuoso sentido de inexistencia. Imaginó que el día había sido largo y
extenuante. Imaginó que su larga cabellera negra había enamorado a otros hombres
y que tal vez la hubiesen deseado en secreto. Sacudió su cabeza para quitarse
esas necias ideas de su mente. Irrevocablemente el tiempo se paralizó cuando
hubo de beber el último sorbo y devolver la botella dentro de la heladera. En ese
preciso instante todo se volvió más claro, sus ideas y su memoria lo sumieron
en el profundo abismo de la noche anterior.
Mientras la abrazaba en la cama
posando su brazo derecho por sobre el hombro de ella la sintió más fría que de
costumbre. Trataba con el más impetuoso anhelo entibiar su cuerpo helado. Nadie
jamás reparó en que aquella mujer había cometido el mayor de los pecados con él,
pero en contra de todos los argumentos que se rumoreaban, ella era su mujer, ante
sus ojos y por sobre el de los demás, era la que había venido desde lejos para
quedarse a su lado y acompañarlo el poco tiempo que le quedaba allí, junto a él.
En ese efímero instante de lucidez recordó, invocó a su débil juicio para
comprender que la cocina jamás existió y que el reloj de la alacena fue una
treta de su inconsciente para borrar las atrocidades.
Cuando despertó sus ojos estaban
abiertos y al encender el velador de la mesita de luz, pudo contemplar no sin
asombro, que eran tan blancos como la nieve que se extendía sobre la pálida
llanura. Entró a ducharse como era habitual luego de haberlo hecho, secó su
pelo con un toallón gélido y se dirigió al desván, allí donde se encontraba el
único teléfono de línea de la casa, todavía era de madrugada. Marcó tres números.
A los pocos instantes su mirada se posó sobre la alacena, o tal vez sobre el
reloj, simétricamente abrió la heladera para beber un sorbo de agua como unas
horas antes, la única diferencia era un pronombre. Esperó tal vez veinte
minutos, quizás menos para volver a la cama. Cuando se dirigió hacia el
dormitorio y se recostó a su lado, la daga para desollar los venados que había llevado
consigo hizo rápido y bien su trabajo.
Por la mañana, en el momento en que
los encontraron, el frio de la habitación se mezcló con el clima exterior y con
la brutal escena que horas antes se había perpetrado.
Martín Ramos
Excelente
ReplyDeleteMuchas gracias, espero sigas leyendo el blog!
Delete