Ella
Indeciblemente hermosa, ella con su pelo platinado
como pinceles que dibujan trazos perfectamente definidos por el alma, dibujaba
con el color de sus ojos –al igual que el verde oleaje del mar- abstracciones
de una realidad que la rodeaba alcanzándola una y otra vez, expresaba con cada
movimiento de su mano lo que en realidad era: un alma áurea, tal vez solitaria,
que encajaba en un mundo imperfecto pero que plasmaba imágenes reverberadas
desde lo más profundo de su alma. Él la observaba tratando de mitigar su
asombro.
Manus Conscidisti
Me pulvericé los ojos mirando una flor reverdecida por
fuera, pero seca como una mano muerta por dentro. Creo que a millones de años
luz de aquí, alguien recordará este instante como el defecto de quien quiso
acariciar con el alma algo que de por sí había fenecido con cada mirada pasada,
con cada caricia que lastimó sus ahora repugnantes pétalos.
Imágenes
Tenía entre sus manos hojas secas de árboles
reverdecidos por primaveras heladas en inviernos infinitos. Tenía en sus
mejillas lágrimas amargas de ojos secos entristecidos por el sufrimiento de las
desavenencias de quienes no supieron valorarla cuando entregó todo de sí misma.
Había una mueca en su boca que se parecía a una sonrisa paralizada, una
carcajada que en el pasado había soltado ante un perceptible sonido confundido
con una palabra parecida a un ¨te quiero¨.
Ella estaba
gravitando sobre su conciencia que trataba una y otra vez de comprender la
verosimilitud de las cosas que la llevaron a este estado, en el que ahora se
encontraba sin poder escapar. Quiso frenar con la mano la angustia de saber que
ya no ocupaban en su mente (ni en su corazón) aquellos sentimientos que alguna
vez sintió, los que dejaron huellas en su cuerpo; Los que hicieron que ahora
sea perfectamente inestable. Tal vez una o dos veces pensó en acariciar el
viento para estremecerse con un frío espasmódico que la llevase nuevamente a
lugares ocultos bajo su negra y larga cabellera, allí donde una vez manos
delicadas acariciaron aquella nuca perfectamente torneada por noches de
suspiros.
Volvió
repentinamente en sí luego de dejar caer lo que tenía entre sus manos, cuando
al fin sus lágrimas se volvieron polvo sobre su pálido rostro. En ese preciso
momento, fugaz como alguna estrella que vio pasar en un cielo nocturno, su
mente se aclaró y pensó que lo que había hecho no había sido culpa de ella, por
el contrario, había sido empujada sin querer por el remordimiento de una imagen
impregnada sobre sus ojos grises, una imagen que sus retinas no soltaron ni
soltarían jamás.
Cielo azul
Estaba parada al borde de la cornisa, justo en
el filo, donde el viento corta los huesos hasta convertirlos en cenizas, miró,
contempló el cielo azul, ese que cuando chica reflejaba los recuerdos de juegos
en el patio, momentos felices que se esfumaban indeclinablemente bajo sus pies.
Miró el abismo que la separaba de la profunda calle, donde los transeúntes
caminaban con sonrisas y espasmos producidos por el vacío propio del ser humano
contemporáneo; cerró los ojos, en un atisbo de conciencia volvió a su pasado
inconexo con la sincronía del presente. Sintió el viento en su cara, sintió que
era un pájaro suspendido en aquellas cortinas de brisas acariciando su cuerpo,
la distancia se cerró en un instante impensado, allí aquellos que caminaban sin
conocerse, se unieron para observar con la incredulidad de un niño, cómo había
podido creerse ella que el supremo le regaló las alas para poder volar, cuando
nunca creyó en él.
Sin retorno
La negra cabellera posaba grave sobre la blanca bata. Había transitado nocturnos pasillos acompañada de quienes no dejan verse a simple vista.
Uno de ellos la miraba fijamente a los grises ojos, taciturnos, helados por una soledad inconmensurable; La tomó con su mano izquierda, por cierto lívida; pesádamente seca. La acompañó hasta el pasillo lateral, el que jamás quiso cruzar a medianoche. Juntos traspasaron un umbral halógeno; al volver a su recinto, el mismo que monótonamente la resguardaba por las noches de insomnio, alguien más había invadido su doblegada mente.
Al otro día, dos hombres de blanco la encontraron recostada sobre su cama. Yacía rígida, graciosamente en una ridícula posición fetal.
Orbis tertium
"Un hombre puede perderlo todo
excepto su conciencia."
Arthur Boyle.
Una mirada soslayante se hizo eco en la tormenta que inundaba su atormentada conciencia. Una o dos voces -tal vez-, replicaron sonidos incongruentes que desmoronaron su inconsciente frágil y pasmoso.
Estuvo perplejo durante unos minutos tratando de comprender cuáles eran los recuerdos que armaba con increíble rapidez, pero que al mismo tiempo se desvanecían como luces lejanas en caminos abandonados por el tiempo. Trató -sin lograrlo- de exceder en urgencias banales y, en su pasado inmediato logró rememorar las más intelegibles memorias de ese hombre con una mano de férula seca y muerta.
El otro (Jorge Luis Borges)
En ciertas ocasiones me hablo en circunstancias anacrónicas.
El hecho ocurrió el mes de febrero de 1969, al norte de Boston, en Cambridge. No lo escribí inmediatamente porque mi primer propósito fue olvidarlo, para no perder la razón. Ahora, en 1972, pienso que si lo escribo, los otros lo leerán como un cuento y, con los años, lo será tal vez para mí. Sé que fue casi atroz mientras duró y más aún durante las desveladas noches que lo siguieron. Ello no significa que su relato pueda conmover a un tercero.
Serían las diez de la mañana. Yo estaba recostado en un banco, frente al río Charles. A unos quinientos metros a mi derecha había un alto edificio, cuyo nombre no supe nunca. El agua gris acarreaba largos trozos de hielo. Inevitablemente, el río hizo que yo pensara en el tiempo. La milenaria imagen de Heráclito. Yo había dormido bien, mi clase de la tarde anterior había logrado, creo, interesar a los alumnos. No había un alma a la vista.
Sentí de golpe la impresión (que según los psicólogos corresponde a los estados de fatiga) de haber vivido ya aquel momento. En la otra punta de mi banco alguien se había sentado. Yo hubiera preferido estar solo, pero no quise levantarme en seguida, para no mostrarme incivil. El otro se había puesto a silbar. Fue entonces cuando ocurrió la primera de las muchas zozobras de esa mañana. Lo que silbaba, lo que trataba de silbar (nunca he sido muy entonado), era el estilo criollo de La tapera de Elías Regules. El estilo me retrajo a un patio, que ha desaparecido, y la memoria de Alvaro Melián Lafinur, que hace tantos años ha muerto. Luego vinieron las palabras. Eran las de la décima del principio. La voz no era la de Álvaro, pero quería parecerse a la de Alvaro. La reconocí con horror.
Me le acerqué y le dije:
-Señor, ¿usted es oriental o argentino?
-Argentino, pero desde el catorce vivo en Ginebra -fue la contestación.
Hubo un silencio largo. Le pregunté:
-¿En el número diecisiete de Malagnou, frente a la iglesia rusa?
Me contestó que si.
-En tal caso -le dije resueltamente- usted se llama Jorge Luis Borges. Yo también soy Jorge Luis Borges. Estamos en 1969, en la ciudad de Cambridge.
-No -me respondió con mi propia voz un poco lejana.
Al cabo de un tiempo insistió:
-Yo estoy aquí en Ginebra, en un banco, a unos pasos del Ródano. Lo raro es que nos parecemos, pero usted es mucho mayor, con la cabeza gris.
Yo le contesté:
-Puedo probarte que no miento. Voy a decirte cosas que no puede saber un desconocido. En casa hay un mate de plata con un pie de serpientes, que trajo de Perú nuestro bisabuelo. También hay una palangana de plata, que pendía del arzón. En el armario de tu cuarto hay dos filas de libros. Los tres de volúmenes de Las mil y una noches de Lane, con grabados en acero y notas en cuerpo menor entre capítulo, el diccionario latino de Quicherat, la Germania de Tácito en latín y en la versión de Gordon, un Don Quijote de la casa Garnier, las Tablas de Sangre de Rivera Indarte, con la dedicatoria del autor, el Sartor Resartus de Carlyle, una biografía de Amiel y, escondido detrás de los demás, un libro en rústica sobre las costumbres sexuales de los pueblos balkánicos. No he olvidado tampoco un atardecer en un primer piso en la plaza Dubourg.
-Dufour -corrigió.
-Esta bien. Dufour. ¿Te basta con todo eso?
-No -respondió-. Esas pruebas no prueban nada. Si yo lo estoy soñando, es natural que sepa lo que yo sé. Su catálogo prolijo es del todo vano.
La objeción era justa. Le contesté:
-Si esta mañana y este encuentro son sueños, cada uno de los dos tiene que pensar que el soñador es él. Tal vez dejemos de soñar, tal vez no. Nuestra evidente obligación, mientras tanto, es aceptar el sueño, como hemos aceptado el universo y haber sido engendrados y mirar con los ojos y respirar.
-¿Y si el sueño durara? -dijo con ansiedad.
Para tranquilizarlo y tranquilizarme, fingí un aplomo que ciertamente no sentía. Le dije:
-Mi sueño ha durado ya setenta años. Al fin y al cabo, al recordarse, no hay persona que no se encuentre consigo misma. Es lo que nos está pasando ahora, salvo que somos dos. ¿No querés saber algo de mi pasado, que es el porvenir que te espera?
Asintió sin una palabra. Yo proseguí un poco perdido:
-Madre está sana y buena en su casa de Charcas y Maipú, en Buenos Aires, pero padre murió hace unos treinta años. Murió del corazón. Lo acabó una hemiplejía; la mano izquierda puesta sobre la mano derecha era como la mano de un niño sobre la mano de un gigante. Murió con impaciencia de morir, pero sin una queja. Nuestra abuela había muerto en la misma casa. Unos días antes del fin, nos llamo a todos y nos dijo: "Soy una mujer muy vieja, que está muriéndose muy despacio. Que nadie se alborote por una cosa tan común y corriente."Norah, tu hermana, se casó y tiene dos hijos. A propósito, ¿en casa como están?
-Bien. Padre siempre con sus bromas contra la fe. Anoche dijo que Jesús era como los gauchos, que no quieren comprometerse, y que por eso predicaba en parábolas.
Vaciló y me dijo:
-¿Y usted?
No sé la cifra de los libros que escribirás, pero sé que son demasiados. Escribirás poesías que te darán un agrado no compartido y cuentos de índole fantástica. Darás clases como tu padre y como tantos otros de nuestra sangre. Me agradó que nada me preguntara sobre el fracaso o éxito de los libros.
Cambié. Cambié de tono y proseguí:
-En lo que se refiere a la historia... Hubo otra guerra, casi entre los mismos antagonistas. Francia no tardó en capitular; Inglaterra y América libraron contra un dictador alemán, que se llamaba Hitler, la cíclica batalla de Waterllo. Buenos Aires, hacía mil novecientos cuarenta y seis, engendró otro Rosas, bastante parecido a nuestro pariente. El cincuenta y cinco, la provincia de Córdoba nos salvó, como antes Entre Ríos. Ahora, las cosas andan mal. Rusia está apoderándose del planeta; América, trabada por la superstición de la democracia, no se resuelve a ser un imperio. Cada día que pasa nuestro país es más provinciano. Más provinciano y más engreído, como si cerrara los ojos. No me sorprendería que la enseñanza del latín fuera reemplazada por la del guaraní.
Noté que apenas me prestaba atención. El miedo elemental de lo imposible y sin embargo cierto lo amilanaba. Yo, que no he sido padre, sentí por ese pobre muchacho, más íntimo que un hijo de mi carne, una oleada de amor. Vi que apretaba entre las manos un libro. Le pregunté qué era.
-Los poseídos o, según creo, Los demonios de Fyodor Dostoievski -me replicó no sin vanidad.
-Se me ha desdibujado. ¿Que tal es?
No bien lo dije, sentí que la pregunta era una blasfemia.
-El maestro ruso -dictaminó- ha penetrado más que nadie en los laberintos del alma eslava.
Esa tentativa retórica me pareció una prueba de que se había serenado.
Le pregunté qué otros volúmenes del maestro había recorrido.
Enumeró dos o tres, entre ellos El doble.
Le pregunté si al leerlos distinguía bien los personajes, como en el caso de Joseph Conrad, y si pensaba proseguir el examen de la obra completa.
-La verdad es que no -me respondió con cierta sorpresa.
Le pregunté qué estaba escribiendo y me dijo que preparaba un libro de versos que se titularía Los himnos rojos. También había pensado en Los ritmos rojos.
-¿Por qué no? -le dije-. Podés alegar buenos antecedentes. El verso azul de Rubén Darío y la canción gris de Verlaine.
Sin hacerme caso, me aclaró que su libro cantaría la fraternidad de todos lo hombres. El poeta de nuestro tiempo no puede dar la espalda a su época. Me quedé pensando y le pregunté si verdaderamente se sentía hermano de todos. Por ejemplo, de todos los empresarios de pompas fúnebres, de todos los carteros, de todos buzos, de todos los que viven en la acera de los números pares, de todos los afónicos, etcétera. Me dijo que su libro se refería a la gran masa de los oprimidos y parias.
-Tu masa de oprimidos y de parias -le contesté- no es más que una abstracción. Sólo los individuos existen, si es que existe alguien. El hombre de ayer no es el hombre de hoy sentencio algún griego. Nosotros dos, en este banco de Ginebra o de Cambridge, somos tal vez la prueba.
Salvo en las severas páginas de la Historia, los hechos memorables prescinden de frases memorables. Un hombre a punto de morir quiere acordarse de un grabado entrevisto en la infancia; los soldados que están por entrar en la batalla hablan del barro o del sargento. Nuestra situación era única y, francamente, no estábamos preparados. Hablamos, fatalmente, de letras; temo no haber dicho otras cosas que las que suelo decir a los periodistas. Mi alter ego creía en la invención o descubrimiento de metáforas nuevas; yo en las que corresponden a afinidades íntimas y notorias y que nuestra imaginación ya ha aceptado. La vejez de los hombres y el ocaso, los sueños y la vida, el correr del tiempo y del agua. Le expuse esta opinión, que expondría en un libro años después.
Casi no me escuchaba. De pronto dijo:
-Si usted ha sido yo, ¿cómo explicar que haya olvidado su encuentro con un señor de edad que en 1918 le dijo que él también era Borges?
No había pensado en esa dificultad. Le respondí sin convicción:
-Tal vez el hecho fue tan extraño que traté de olvidarlo.
Aventuró una tímida pregunta:
-¿Cómo anda su memoria?
Comprendí que para un muchacho que no había cumplido veinte años; un hombre de más de setenta era casi un muerto. Le contesté:
-Suele parecerse al olvido, pero todavía encuentra lo que le encargan.
Estudio anglosajón y no soy el último de la clase.
Nuestra conversación ya había durado demasiado para ser la de un sueño.
Una brusca idea se me ocurrió.
-Yo te puedo probar inmediatamente -le dije- que no estás soñando conmigo.
Oí bien este verso, que no has leído nunca, que yo recuerde.
Lentamente entoné la famosa línea:
L'hydre - univers tordant son corps écaillé d'astres. Sentí su casi temeroso estupor. Lo repitió en voz baja, saboreando cada resplandeciente palabra.
-Es verdad -balbuceó-. Yo no podré nunca escribir una línea como ésa.
Hugo nos había unido.
Antes, él había repetido con fervor, ahora lo recuerdo, aquella breve pieza en que Walt Whitman rememora una compartida noche ante el mar, en que fue realmente feliz.
-Si Whitman la ha cantado -observé- es porque la deseaba y no sucedió. El poema gana si adivinamos que es la manifestación de un anhelo, no la historia de un hecho.
Se quedó mirándome.
-Usted no lo conoce -exclamó-. Whitman es capaz de mentir.
Medio siglo no pasa en vano. Bajo nuestra conversación de personas de miscelánea lectura y gustos diversos, comprendí que no podíamos entendernos.
Eramos demasiado distintos y demasiado parecidos. No podíamos engañarnos, lo cual hace difícil el dialogo. Cada uno de los dos era el remendo cricaturesco del otro. La situación era harto anormal para durar mucho más tiempo. Aconsejar o discutir era inútil, porque su inevitable destino era ser el que soy.
De pronto recordé una fantasía de Coleridge. Alguien sueña que cruza el paraíso y le dan como prueba una flor. Al despertarse, ahí está la flor. Se me ocurrió un artificio análogo.
-Oí -le dije-, ¿tenés algún dinero?
-Sí - me replicó-. Tengo unos veinte francos. Esta noche lo convidé a Simón Jichlinski en el Crocodile.
-Dile a Simón que ejercerá la medicina en Carouge, y que hará mucho bien... ahora, me das una de tus monedas.
Sacó tres escudos de plata y unas piezas menores. Sin comprender me ofreció uno de los primeros.
Yo le tendí uno de esos imprudentes billetes americanos que tienen muy diverso valor y el mismo tamaño. Lo examinó con avidez.
-No puede ser -gritó-. Lleva la fecha de mil novecientos sesenta y cuatro. (Meses después alguien me dijo que los billetes de banco no llevan fecha.)
-Todo esto es un milagro -alcanzó a decir- y lo milagroso da miedo. Quienes fueron testigos de la resurrección de Lázaro habrán quedado horrorizados. No hemos cambiado nada, pensé. Siempre las referencias librescas.
Hizo pedazos el billete y guardó la moneda.
Yo resolví tirarla al río. El arco del escudo de plata perdiéndose en el río de plata hubiera conferido a mi historia una imagen vívida, pero la suerte no lo quiso.
Respondí que lo sobrenatural, si ocurre dos veces, deja de ser aterrador. Le propuse que nos viéramos al día siguiente, en ese mismo banco que está en dos tiempos y en dos sitios.
Asintió en el acto y me dijo, sin mirar el reloj, que se le había hecho tarde. Los dos mentíamos y cada cual sabía que su interlocutor estaba mintiendo. Le dije que iban a venir a buscarme.
-¿A buscarlo? -me interrogó.
-Sí. Cuando alcances mi edad habrás perdido casi por completo la vista.
Verás el color amarillo y sombras y luces. No te preocupes. La ceguera gradual no es una cosa trágica. Es como un lento atardecer de verano. Nos despedimos sin habernos tocado. Al día siguiente no fui. EL otro tampoco habrá ido.
He cavilado mucho sobre este encuentro, que no he contado a nadie. Creo haber descubierto la clave. El encuentro fue real, pero el otro conversó conmigo en un sueño y fue así que pudo olvidarme; yo conversé con él en la vigilia y todavía me atormenta el encuentro.
El otro me soñó, pero no me soñó rigurosamente. Soñó, ahora lo entiendo, la imposible fecha en el dólar.
Vivir para contarlo
Sugiero que todo aquello que quede sin nombre, sin un signo que pueda representar aquello que es palpable visualmente, en cierta forma sea erradicado, con la misma misantropía con la que Asterión se ocultó de la plebe.
Aquellos sentimientos que generamos en lo más profundo de nuestro ser, en ciertas ocasiones son transmitidos por una imagen sonora que no alcanza a significar sinó el más completo y horrible vacío que el ser humano pueda experimentar.
Martín Ramos
Un descenso al maelstrôm
Los
caminos de Dios en la naturaleza y en la providencia no son como nuestros caminos; y nuestras obras no
pueden compararse en modo alguno con la vastedad, la profundidad y la
inescrutabilidad de Sus obras, que
contienen en sí mismas una profundidad mayor que la del pozo de Demócrito.
(Joseph Glanvill)
Habíamos alcanzado la cumbre del despeñadero más elevado. Durante
algunos minutos, el anciano pareció demasiado fatigado para hablar.
—Hasta no hace mucho tiempo —dijo, por fin— podría haberlo guiado en
este ascenso tan bien como el más joven de mis hijos. Pero, hace unos tres
años, me ocurrió algo que jamás le ha ocurrido a otro mortal... o, por lo
menos, a alguien que haya alcanzado a sobrevivir para contarlo; y las seis
horas de terror mortal que soporté me han destrozado el cuerpo y el alma. Usted
ha de creerme muy viejo, pero no lo soy. Bastó algo menos de un día para que
estos cabellos, negros como el azabache, se volvieran blancos; debilitáronse
mis miembros, y tan frágiles quedaron mis nervios, que tiemblo al menor
esfuerzo y me asusto de una sombra. ¿Creerá usted que apenas puedo mirar desde
este pequeño acantilado sin sentir vértigo?
El «pequeño acantilado», a cuyo borde se había tendido a descansar con
tanta negligencia que la parte más pesada de su cuerpo sobresalía del mismo,
mientras se cuidaba de una caída apoyando el codo en la resbalosa arista del
borde; el «pequeño acantilado», digo, alzábase formando un precipicio de negra
roca reluciente, de mil quinientos o mil seiscientos pies, sobre la multitud de
despeñaderos situados más abajo. Nada hubiera podido inducirme a tomar posición
a menos de seis yardas de aquel borde. A decir verdad, tanto me impresionó la
peligrosa postura de mi compañero que caí en tierra cuan largo era, me aferré a
los arbustos que me rodeaban y no me atreví siquiera a mirar hacia el cielo,
mientras luchaba por rechazar la idea de que la furia de los vientos amenazaba
sacudir los cimientos de aquella montaña. Pasó largo rato antes de que pudiera
reunir coraje suficiente para sentarme y mirar a la distancia.
—Debe usted curarse de esas fantasías —dijo el guía—, ya que lo he
traído para que tenga desde aquí la mejor vista del lugar donde ocurrió el
episodio que mencioné antes... y para contarle toda la historia con su
escenario presente.
«Nos hallamos —agregó, con la manera minuciosa que lo distinguía—, nos
hallamos muy cerca de la costa de Noruega, a los sesenta y ocho grados de
latitud, en la gran provincia de Nordland, y en el distrito de Lodofen. La
montaña cuya cima acabamos de escalar es Helseggen, la Nebulosa. Enderécese usted
un poco... sujetándose a las matas si se siente mareado... ¡Así! Mire ahora,
más allá de la cintura de vapor que hay debajo de nosotros, hacia el mar.»
Miré, lleno de vértigo, y descubrí una vasta extensión oceánica, cuyas
aguas tenían un color tan parecido a la tinta que me recordaron la descripción
que hace el geógrafo nubio del Mare Tenebrarum. Ninguna imaginación
humana podría concebir panorama más lamentablemente desolado. A derecha e
izquierda, y hasta donde podía alcanzar la mirada, se tendían, como murallas
del mundo cadenas de acantilados horriblemente negros y colgantes, cuyo lúgubre
aspecto veíase reforzado por la resaca, que rompía contra ellos su blanca y
lívida cresta, aullando y rugiendo eternamente. Opuesta al promontorio sobre
cuya cima nos hallábamos, y a unas cinco o seis millas dentro del mar,
advertíase una pequeña isla de aspecto desértico; quizá sea más adecuado decir
que su posición se adivinaba gracias a las salvajes rompientes que la
envolvían. Unas dos millas más cerca alzábase otra isla más pequeña,
horriblemente escarpada y estéril, rodeada en varias partes por amontonamientos
de oscuras rocas.
En el espacio comprendido entre la mayor de las islas y la costa, el
océano presentaba un aspecto completamente fuera de lo común. En aquel momento
soplaba un viento tan fuerte en dirección a tierra, que un bergantín que
navegaba mar afuera se mantenía a la capa con dos rizos en la vela mayor,
mientras la quilla se hundía a cada momento hasta perderse de vista; no
obstante, el espacio a que he aludido no mostraba nada que semejara un oleaje
embravecido, sino tan sólo un breve, rápido y furioso embate del agua en todas
direcciones, tanto frente al viento como hacia otros lados. Tampoco se advertía
espuma, salvo en la proximidad inmediata de las rocas.
—La isla más alejada —continuó el anciano— es la que los noruegos
llaman Vurrgh. La que se halla a mitad de camino es Moskoe. A una milla al
norte verá la de Ambaaren. Más allá se encuentran Islesen, Hotholm, Keildhelm,
Suarven y Buckholm. Aún más allá —entre Moskoe y Vurrgh— están Otterholm,
Flimen, Sandflesen y Stockholm. Tales son los verdaderos nombres de estos
sitios; pero... ¿qué necesidad había de darles nombres? No lo sé, y supongo que
usted tampoco... ¿Oye alguna cosa? ¿Nota algún cambio en el agua?
Llevábamos ya unos diez minutos en lo alto del Helseggen, al cual
habíamos ascendido viniendo desde el interior de Lofoden, de modo que no
habíamos visto ni una sola vez el mar hasta que se presentó de golpe al arribar
a la cima. Mientras el anciano me hablaba, percibí un sonido potente y que
crecía por momentos, algo como el mugir de un enorme rebaño de búfalos en una
pradera americana; y en el mismo momento reparé en que el estado del océano a
nuestros pies, que correspondía a lo que los marinos llaman picado, se
estaba transformando rápidamente en una corriente orientada hacia el este.
Mientras la seguía mirando, aquella corriente adquirió una velocidad
monstruosa. A cada instante su rapidez y su desatada impetuosidad iban en
aumento. Cinco minutos después, todo el mar hasta Vurrgh hervía de cólera
incontrolable, pero donde esa rabia alcanzaba su ápice era entre Moskoe y la
costa. Allí, la vasta superficie del agua se abría y trazaba en mil canales
antagónicos, reventaba bruscamente en una convulsión frenética —encrespándose,
hirviendo, silbando— y giraba en gigantescos e innumerables vórtices, y todo
aquello se atorbellinaba y corría hacia el este con una rapidez que el agua no
adquiere en ninguna otra parte, como no sea el caer en un precipicio.
En pocos minutos más, una nueva y radical alteración apareció en
escena. La superficie del agua se fue nivelando un tanto y los remolinos
desaparecieron uno tras otro, mientras prodigiosas fajas de espuma surgían allí
donde antes no había nada. A la larga, y luego de dispersarse a una gran
distancia, aquellas fajas se combinaron unas con otras y adquirieron el
movimiento giratorio de los desaparecidos remolinos, como si constituyeran el
germen de otro más vasto. De pronto, instantáneamente, todo asumió una realidad
clara y definida, formando un círculo cuyo diámetro pasaba de una milla. El
borde del remolino estaba representado por una ancha faja de resplandeciente
espuma; pero ni la menor partícula de ésta resbalaba al interior del espantoso
embudo, cuyo tubo, hasta donde la mirada alcanzaba a medirlo, era una pulida,
brillante y tenebrosa pared de agua, inclinada en un ángulo de cuarenta y cinco
grados con relación al horizonte, y que giraba y giraba vertiginosamente, con
un movimiento oscilante y tumultuoso, produciendo un fragor horrible, entre
rugido y clamoreo, que ni siquiera la enorme catarata del Niágara lanza al
espacio en su tremenda caída.
La montaña temblaba desde sus cimientos y oscilaban las rocas. Me dejé
caer boca abajo, aferrándome a los ralos matorrales en el paroxismo de mi
agitación nerviosa. Por fin, pude decir a mi compañero:
—¡Esto no puede ser más que el enorme remolino del Maelström!
—Así suelen llamarlo —repuso el viejo—. Nosotros los noruegos le
llamamos el Moskoe-ström, a causa de la isla Moskoe.
Las descripciones ordinarias de aquel vórtice no me habían
preparado en absoluto para lo que acababa de ver. La de Jonas Ramus, quizá la
más detallada, no puede dar la menor noción de la magnificencia o el horror de
aquella escena, ni tampoco la perturbadora sensación de novedad que
confunde al espectador. No sé bien en qué punto de vista estuvo situado el
escritor aludido, ni en qué momento; pero no pudo ser en la cima del Helseggen,
ni durante una tormenta. He aquí algunos pasajes de su descripción que merecen,
sin embargo, citarse por los detalles que contienen, aunque resulten sumamente
débiles para comunicar una impresión de aquel espectáculo:
«Entre Lofoden y Moskoe —dice—, la profundidad del agua varía entre
treinta y seis y cuarenta brazas; pero del otro lado, en dirección a Ver
(Vurrgh), la profundidad disminuye al punto de no permitir el paso de un navío
sin el riesgo de que encalle en las rocas, cosa posible aun en plena bonanza.
Durante la pleamar, las corrientes se mueven entre Lofoden y Moskoe con
turbulenta rapidez, al punto de que el rugido de su impetuoso reflujo hacia el
mar apenas podría ser igualado por el de las más sonoras y espantosas
cataratas. El sonido se escucha a muchas leguas, y los vórtices o abismos son
de tal tamaño y profundidad que si un navío es atraído por ellos se ve tragado
irremisiblemente y arrastrado a la profundidad donde se hace pedazos contra las
rocas; cuando el agua se sosiega, los pedazos del buque asoman a la superficie.
Pero los intervalos de tranquilidad se producen solamente en los momentos del
cambio de la marea y con buen tiempo; apenas duran un cuarto de hora antes de
que recomience gradualmente su violencia. Cuando la corriente es más turbulenta
y una tempestad acrecienta su furia resulta peligroso acercarse a menos de una
milla noruega. Botes, yates y navíos han sido tragados por no tomar esa
precaución contra su fuerza atractiva. Ocurre asimismo con frecuencia que las
ballenas se aproximan demasiado a la corriente y son dominadas por su violencia;
imposible resulta entonces describir sus clamores y mugidos mientras luchan
inútilmente por escapar. Cierta vez, un oso que trataba de nadar de Lofoden a
Moskoe fue atrapado por la corriente y arrastrado a la profundidad, mientras
rugía tan terriblemente que se le escuchaba desde la costa. Grandes cantidades
de troncos de abetos y pinos, absorbidos por la corriente, vuelven a la
superficie rotos y retorcidos a un punto tal que no pasan de ser un montón de
astillas. Esto muestra claramente que el fondo consiste en rocas aguzadas
contra las cuales son arrastrados y frotados los troncos. Dicha corriente se
regula por el flujo y reflujo marino, que se suceden constantemente cada seis
horas. En el año 1645, en la mañana del domingo de sexagésima, la furia de la
corriente fue tan espantosa que las piedras de las casas de la costa se
desplomaban.»
Por lo que se refiere a la profundidad del agua, no me explico cómo
pudo ser verificada en la vecindad inmediata del vórtice. Las «cuarenta brazas»
tienen que referirse indudablemente, a las porciones del canal linderas con la
costa, sea de Moskoe o de Lofoden. La profundidad en el centro del Moskoe-ström
debe ser inconmensurablemente grande, y la mejor prueba de ello la da la más
ligera mirada que se proyecte al abismo del remolino desde la cima del
Helseggen. Mientras encaramado en esta cumbre contemplaba el rugiente Flegetón
allá abajo, no pude impedirme sonreír de la simplicidad con que el honrado
Jonas Ramus consigna —como algo difícil de creer— las anécdotas sobre ballenas
y osos, cuando resulta evidente que los más grandes buques actuales, sometidos
a la influencia de aquella mortal atracción, serían el equivalente de una pluma
frente al huracán y desaparecerían instantáneamente.
Las tentativas de explicar el fenómeno —que, en parte, según recuerdo,
me habían parecido suficientemente plausibles a la lectura— presentaban ahora
un carácter muy distinto e insatisfactorio. La idea predominante consistía en
que el vórtice, al igual que otros tres más pequeños situados entre las islas
Feroe, «no tiene otra causa que la colisión de las olas, que se alzan y rompen,
en el flujo y reflujo, contra un arrecife de rocas y bancos de arena, el cual
encierra las aguas al punto que éstas se precipitan como una catarata; así, cuanto
más alta sea la marea, más profunda será la caída, y el resultado es un
remolino o vórtice, cuyo prodigioso poder de succión es suficientemente
conocido por experimentos hechos en menor escala». Tales son los términos con
que se expresa la Encyclopaedia Britannica. Kircher y otros imaginan que
en el centro del canal del Maelström hay un abismo que penetra en el globo
terrestre y que vuelve a salir en alguna región remota (una de las hipótesis
nombra concretamente el golfo de Botnia). Esta opinión, bastante gratuita en sí
misma, fue la que mi imaginación aceptó con mayor prontitud una vez que hube
contemplado la escena. Pero al mencionarla a mi guía me sorprendió oírle decir
que, si bien casi todos los noruegos compartían ese punto de vista, él no lo
aceptaba. En cuanto a la hipótesis precedente, confesó su incapacidad para
comprenderla, y yo le di la razón, pues, aunque sobre el papel pareciera
concluyente, resultaba por completo ininteligible e incluso absurda frente al
tronar de aquel abismo.
—Ya ha podido ver muy bien el remolino —dijo el anciano—, y si nos
colocamos ahora detrás de esa roca al socaire, para que no nos moleste el ruido
del agua, le contaré un relato que lo convencerá de que conozco alguna cosa
sobre el Moskoe-ström.
Me ubiqué como lo deseaba y comenzó:
«—Mis dos hermanos y yo éramos dueños de un queche aparejado como una
goleta, de unas setenta toneladas, con el cual pescábamos entre las islas
situadas más allá de Moskoe y casi hasta Vurrgh. Aprovechando las
oportunidades, siempre hay buena pesca en el mar durante las mareas bravas, si
se tiene el coraje de enfrentarlas; de todos los habitantes de la costa de
Lofoden, nosotros tres éramos los únicos que navegábamos regularmente en la
región de las islas. Las zonas usuales de pesca se hallan mucho más al sur.
Allí se puede pescar a cualquier hora, sin demasiado riesgo, y por eso son
lugares preferidos. Pero los sitios escogidos que pueden encontrarse aquí,
entre las rocas, no sólo ofrecen la variedad más grande, sino una abundancia
mucho mayor, de modo que con frecuencia pescábamos en un solo día lo que otros
más tímidos conseguían apenas en una semana. La verdad es que hacíamos de esto
un lance temerario, cambiando el exceso de trabajo por el riesgo de la vida, y
sustituyendo capital por coraje.
»Fondeábamos el queche en una caleta, a unas cinco millas al norte de
esta costa, y cuando el tiempo estaba bueno, acostumbrábamos aprovechar los
quince minutos de tranquilidad de las aguas para atravesar el canal principal
de Moskoe-ström mucho más arriba del remolino y anclar luego en cualquier parte
cerca de Otterham o Sandflesen, donde las mareas no son tan violentas. Nos
quedábamos allí hasta que faltaba poco para un nuevo intervalo de calma, en que
poníamos proa en dirección a nuestro puerto. Jamás iniciábamos una expedición
de este género sin tener un buen viento de lado tanto para la ida como para el
retorno —un viento del que estuviéramos seguros que no nos abandonaría a la
vuelta—, y era raro que nuestros cálculos erraran. Dos veces, en seis años, nos
vimos precisados a pasar la noche al ancla a causa de una calma chicha, lo cual
es cosa muy rara en estos parajes; y una vez tuvimos que quedarnos cerca de una
semana donde estábamos, muriéndonos de inanición, por culpa de una borrasca que
se desató poco después de nuestro arribo, y que embraveció el canal en tal
forma que era imposible pensar en cruzarlo. En esta ocasión hubiéramos podido
ser llevados mar afuera a pesar de nuestros esfuerzos (pues los remolinos nos
hacían girar tan violentamente que, al final, largamos el ancla y la dejamos
que arrastrara), si no hubiera sido que terminamos entrando en una de esas
innumerables corrientes antagónicas que hoy están allí y mañana desaparecen, la
cual nos arrastró hasta el refugio de Flimen, donde, por suerte, pudimos
detenernos.
»No podría contarle ni la vigésima parte de las dificultades que
encontrábamos en nuestro campo de pesca —que es mal sitio para navegar aun con
buen tiempo—, pero siempre nos arreglamos para burlar el desafío del
Moskoe-ström sin accidentes, aunque muchas veces tuve el corazón en la boca
cuando nos atrasábamos o nos adelantábamos en un minuto al momento de calma. En
ocasiones, el viento no era tan fuerte como habíamos pensado al zarpar y el
queche recorría una distancia menor de lo que deseábamos, sin que pudiéramos
gobernarlo a causa de la correntada. Mi hermano mayor tenía un hijo de
dieciocho años y yo dos robustos mozalbetes. Todos ellos nos hubieran sido de
gran ayuda en esas ocasiones, ya fuera apoyando la marcha con los remos, o
pescando; pero, aunque estábamos personalmente dispuestos a correr el riesgo,
no nos sentíamos con ánimo de exponer a los jóvenes, pues verdaderamente había
un peligro horrible, ésa es la pura verdad.
»Pronto se cumplirán tres años desde que ocurrió lo que voy a
contarle. Era el 10 de julio de 18..., día que las gentes de esta región no
olvidarán jamás, porque en él se levantó uno de los huracanes más terribles que
hayan caído jamás del cielo. Y, sin embargo, durante toda la mañana, y hasta
bien entrada la tarde, había soplado una suave brisa del sudoeste, mientras
brillaba el sol, y los más avezados marinos no hubieran podido prever lo que
iba a pasar.
»Los tres —mis dos hermanos y yo— cruzamos hacia las islas a las dos
de la tarde y no tardamos en llenar el queche con una excelente pesca que, como
pudimos observar, era más abundante ese día que en ninguna ocasión anterior. A
las siete —por mi reloj— levamos anclas y zarpamos, a fin de
atravesar lo peor del Ström en el momento de la calma, que según sabíamos iba a
producirse a las ocho.
»Partimos con una buena brisa de estribor y al principio navegamos
velozmente y sin pensar en el peligro, pues no teníamos el menor motivo para
sospechar que existiera. Pero, de pronto, sentimos que se nos oponía un viento
procedente de Helseggen. Esto era muy insólito; jamás nos había ocurrido antes,
y yo empecé a sentirme intranquilo, sin saber exactamente por qué. Enfilamos la
barca contra el viento, pero los remansos no nos dejaban avanzar, e iba a
proponer que volviéramos al punto donde habíamos estado anclados cuando, al
mirar hacia popa vimos que todo el horizonte estaba cubierto por una extraña
nube del color del cobre que se levantaba con la más asombrosa rapidez.
»Entretanto, la brisa que nos había impulsado acababa de amainar por
completo y estábamos en una calma total, derivando hacia todos los rumbos. Pero
esto no duró bastante como para darnos tiempo a reflexionar. En menos de un
minuto nos cayó encima la tormenta, y en menos de dos el cielo quedó cubierto por
completo; con esto, y con la espuma de las olas que nos envolvía, todo se puso
tan oscuro que no podíamos vernos unos a otros en la cubierta.
»Sería una locura tratar de describir el huracán que siguió. Los más
viejos marinos de Noruega jamás conocieron nada parecido. Habíamos soltado todo
el trapo antes de que el viento nos alcanzara; pero, a su primer embate, los
dos mástiles volaron por la borda como si los hubiesen aserrado..., y uno de
los palos se llevó consigo a mi hermano mayor, que se había atado para mayor
seguridad.
»Nuestra embarcación se convirtió en la más liviana pluma que jamás
flotó en el agua. El queche tenía un puente totalmente cerrado, con sólo una
pequeña escotilla cerca de proa, que acostumbrábamos cerrar y asegurar cuando
íbamos a cruzar el Ström, por precaución contra el mar picado. De no haber sido
por esta circunstancia, hubiéramos zozobrado instantáneamente, pues durante un
momento quedamos sumergidos por completo. Cómo escapó a la muerte mi hermano
mayor no puedo decirlo, pues jamás se me presentó la oportunidad de
averiguarlo. Por mi parte, tan pronto hube soltado el trinquete, me tiré boca
abajo en el puente, con los pies contra la estrecha borda de proa y las manos
aferrando una armella próxima al pie del palo mayor. El instinto me indujo a
obrar así, y fue, indudablemente, lo mejor que podía haber hecho; la verdad es
que estaba demasiado aturdido para pensar.
«Durante algunos momentos, como he dicho, quedamos completamente
inundados, mientras yo contenía la respiración y me aferraba a la armella.
Cuando no pude resistir más, me enderecé sobre las rodillas, sosteniéndome
siempre con las manos, y pude así asomar la cabeza. Pronto nuestra pequeña
embarcación dio una sacudida, como hace un perro al salir del agua, y con eso
se libró en cierta medida de las olas que la tapaban. Por entonces estaba
tratando yo de sobreponerme al aturdimiento que me dominaba, recobrar los
sentidos para decidir lo que tenía que hacer, cuando sentí que alguien me
aferraba del brazo. Era mi hermano mayor, y mi corazón saltó de júbilo, pues
estaba seguro de que el mar lo había arrebatado. Mas esa alegría no tardó en
transformarse en horror, pues mi hermano acercó la boca a mi oreja, mientras
gritaba: ¡Moskoe-ström!
»Nadie puede imaginar mis sentimientos en aquel instante. Me estremecí
de la cabeza a los pies, como si sufriera un violento ataque de calentura.
Demasiado bien sabía lo que mi hermano me estaba diciendo con esa simple
palabra y lo que quería darme a entender: Con el viento que nos arrastraba, nuestra
proa apuntaba hacia el remolino del Ström... ¡y nada podía salvarnos!
»Se imaginará usted que, al cruzar el canal del Ström, lo hacíamos
siempre mucho más arriba del remolino, incluso con tiempo bonancible, y
debíamos esperar y observar cuidadosamente el momento de calma. Pero ahora
estábamos navegando directamente hacia el vórtice, envueltos en el más terrible
huracán. “Probablemente —pensé— llegaremos allí en un momento de la calma... y
eso nos da una esperanza.” Pero, un segundo después, me maldije por ser tan
loco como para pensar en esperanza alguna. Sabía muy bien que estábamos
condenados y que lo estaríamos igual aunque nos halláramos en un navío cien
veces más grande.
»A esta altura la primera furia de la tempestad se había agotado, o
quizá no la sentíamos tanto por estar corriendo delante de ella. Pero el mar,
que el viento había mantenido aplacado y espumoso al comienzo, se alzaba ahora
en gigantescas montañas. Un extraño cambio se había producido en el cielo.
Alrededor de nosotros, y en todas direcciones, seguía tan negro como la pez,
pero en lo alto, casi encima de donde estábamos, se abrió repentinamente un
círculo de cielo despejado —tan despejado como jamás he vuelto a ver—,
brillantemente azul, y a través del cual resplandecía la luna llena con un
brillo que no le había conocido antes. Iluminaba con sus rayos todo lo que nos
rodeaba, con la más grande claridad; pero... ¡Dios mío, qué escena nos
mostraba!
»Hice una o dos tentativas para hacerme oír de mi hermano, pero, por
razones que no pude comprender, el estruendo había aumentado de manera tal que
no alcancé a hacerle entender una sola palabra, pese a que gritaba con todas
mis fuerzas en su oreja. Pronto sacudió la cabeza, mortalmente pálido, y
levantó un dedo como para decirme: “¡Escucha!”
»Al principio no me di cuenta de lo que quería significar, pero un
horrible pensamiento cruzó por mi mente. Extraje mi reloj de la faltriquera.
Estaba detenido. Contemplé el cuadrante a la luz de la luna y me eché a llorar,
mientras lanzaba el reloj al océano. ¡Se había detenido a las siete! ¡Ya
había pasado el momento de calma y el remolino del ström estaba en plena furia!
»Cuando un barco es de buena construcción, está bien equipado y no
lleva mucha carga, al correr con el viento durante una borrasca las olas dan la
impresión de resbalar por debajo del casco, lo cual siempre resulta extraño
para un hombre de tierra firme; a eso se le llama cabalgar en lenguaje
marino.
»Hasta ese momento habíamos cabalgado sin dificultad sobre las olas;
pero de pronto una gigantesca masa de agua nos alcanzó por la bovedilla y nos
alzó con ella... arriba... más arriba... como si ascendiéramos al cielo. Jamás
hubiera creído que una ola podía alcanzar semejante altura. Y entonces
empezamos a caer, con una carrera, un deslizamiento y una zambullida que me
produjeron náuseas y mareo, como si estuviera desplomándome en sueños desde lo
alto de una montaña. Pero en el momento en que alcanzamos la cresta, pude
lanzar una ojeada alrededor... y lo que vi fue más que suficiente. En un instante
comprobé nuestra exacta posición. El vórtice de Moskoe-ström se hallaba a un
cuarto de milla adelante; pero ese vórtice se parecía tanto al de todos los
días como el que está viendo usted a un remolino en una charca. Si no hubiera
sabido dónde estábamos y lo que teníamos que esperar, no hubiese reconocido en
absoluto aquel sitio. Tal como lo vi, me obligó a cerrar involuntariamente los
ojos de espanto. Mis párpados se apretaron como en un espasmo.
»Apenas habrían pasado otros dos minutos, cuando sentimos que las olas
decrecían y nos vimos envueltos por la espuma. La embarcación dio una brusca
media vuelta a babor y se precipitó en su nueva dirección como una centella. Al
mismo tiempo, el rugido del agua quedó completamente apagado por algo así como un
estridente alarido... un sonido que podría usted imaginar formado por miles de
barcos de vapor que dejaran escapar al mismo tiempo la presión de sus calderas.
Nos hallábamos ahora en el cinturón de la resaca que rodea siempre el remolino,
y pensé que un segundo más tarde nos precipitaríamos al abismo, cuyo interior
veíamos borrosamente a causa de la asombrosa velocidad con la cual nos
movíamos. El queche no daba la impresión de flotar en el agua, sino de flotar
como una burbuja sobre la superficie de la resaca. Su banda de estribor daba al
remolino, y por babor surgía la inmensidad oceánica de la que acabábamos de
salir, y que se alzaba como una enorme pared oscilando entre nosotros y el
horizonte.
»Puede parecer extraño, pero ahora, cuando estábamos sumidos en las
fauces del abismo, me sentí más tranquilo que cuando veníamos acercándonos a
él. Decidido a no abrigar ya ninguna esperanza, me libré de una buena parte del
terror que al principio me había privado de mis fuerzas. Creo que fue la
desesperación lo que templó mis nervios.
»Tal vez piense usted que me jacto, pero lo que le digo es la verdad:
Empecé a reflexionar sobre lo magnífico que era morir de esa manera y lo
insensato de preocuparme por algo tan insignificante como mi propia vida frente
a una manifestación tan maravillosa del poder de Dios. Creo que enrojecí de
vergüenza cuando la idea cruzó por mi mente. Y al cabo de un momento se apoderó
de mí la más viva curiosidad acerca del remolino. Sentí el deseo de
explorar sus profundidades, aun al precio del sacrificio que iba a costarme, y
la pena más grande que sentí fue que nunca podría contar a mis viejos camaradas
de la costa todos los misterios que vería. No hay duda que eran éstas extrañas
fantasías en un hombre colocado en semejante situación, y con frecuencia he
pensado que la rotación del barco alrededor del vórtice pudo trastornarme un
tanto la cabeza.
»Otra circunstancia contribuyó a devolverme la calma, y fue la
cesación del viento, que ya no podía llegar hasta nosotros en el lugar donde
estábamos, puesto que, como usted mismo ha visto, el cinturón de resaca está
sensiblemente más bajo que el nivel general del océano, al que veíamos
descollar sobre nosotros como un alto borde montañoso y negro. Si nunca le ha
tocado pasar una borrasca en plena mar, no puede hacerse una idea de la
confusión mental que produce la combinación del viento y la espuma de las olas.
Ambos ciegan, ensordecen y ahogan, suprimiendo toda posibilidad de acción o de
reflexión. Pero ahora nos veíamos en gran medida libres de aquellas
molestias... así como los criminales condenados a muerte se ven favorecidos con
ciertas liberalidades que se les negaban antes de que se pronunciara la
sentencia.
»Imposible es decir cuántas veces dimos la vuelta al circuito.
Corrimos y corrimos, una hora quizá, volando más que flotando, y entrando cada
vez más hacia el centro de la resaca, lo que nos acercaba progresivamente a su
horrible borde interior. Durante todo este tiempo no había soltado la armella
que me sostenía. Mi hermano estaba en la popa, sujetándose a un pequeño barril
vacío, sólidamente atado bajo el compartimiento de la bovedilla, y que era la
única cosa a bordo que la borrasca no había precipitado al mar. Cuando ya nos
acercábamos al borde del pozo, soltó su asidero y se precipitó hacia la armella
de la cual, en la agonía de su terror, trató de desprender mis manos, ya que no
era bastante grande para proporcionar a ambos un sostén seguro. Jamás he
sentido pena más grande que cuando lo vi hacer eso, aunque comprendí que su
proceder era el de un insano, a quien el terror ha vuelto loco furioso. De
todos modos, no hice ningún esfuerzo para oponerme. Sabía que ya no importaba
quién de los dos se aferrara de la armella, de modo que se la cedí y pasé a
popa, donde estaba el barril. No me costó mucho hacerlo, porque el queche
corría en círculo con bastante estabilidad, sólo balanceándose bajo las
inmensas oscilaciones y conmociones del remolino. Apenas me había afirmado en
mi nueva posición, cuando dimos un brusco bandazo a estribor y nos precipitamos
de proa en el abismo. Murmuré presurosamente una plegaria a Dios y pensé que
todo había terminado.
»Mientras sentía la náusea del vertiginoso descenso, instintivamente
me aferré con más fuerza al barril y cerré los ojos. Durante algunos segundos
no me atreví a abrirlos, esperando mi aniquilación inmediata y me maravillé de
no estar sufriendo ya las agonías de la lucha final con el agua. Pero el tiempo
seguía pasando. Y yo estaba vivo. La sensación de caída había cesado y el
movimiento de la embarcación se parecía al de antes, cuando estábamos en el
cinturón de espuma, salvo que ahora se hallaba más inclinada. Junté coraje y
otra vez miré lo que me rodeaba.
»Nunca olvidaré la sensación de pavor, espanto y admiración que sentí
al contemplar aquella escena. El queche parecía estar colgando, como por arte
de magia, a mitad de camino en el interior de un embudo de vasta circunferencia
y prodigiosa profundidad, cuyas paredes, perfectamente lisas, hubieran podido
creerse de ébano, a no ser por la asombrosa velocidad con que giraban, y el
lívido resplandor que despedían bajo los rayos de la luna, que, en el centro de
aquella abertura circular entre las nubes a que he aludido antes, se derramaban
en un diluvio gloriosamente áureo a lo largo de las negras paredes y se perdían
en las remotas profundidades del abismo.
»Al principio me sentí demasiado confundido para poder observar nada
con precisión. Todo lo que alcanzaba era ese estallido general de espantosa
grandeza. Pero, al recobrarme un tanto, mis ojos miraron instintivamente hacia
abajo. Tenía una vista completa en esa dirección dada la forma en que el queche
colgaba de la superficie inclinada del vórtice. Su quilla estaba perfectamente
nivelada, vale decir que el puente se hallaba en un plano paralelo al del agua,
pero esta última se tendía formando un ángulo de más de cuarenta y cinco
grados, de modo que parecía como si estuviésemos ladeados. No pude dejar de
observar, sin embargo, que, a pesar de esta situación, no me era mucho más
difícil mantenerme aferrado a mi puesto que si el barco hubiese estado a nivel;
presumo que se debía a la velocidad con que girábamos.
»Los rayos de la luna parecían querer alcanzar el fondo mismo del
profundo abismo, pero aun así no pude ver nada con suficiente claridad a causa
de la espesa niebla que lo envolvía todo y sobre la cual se cernía un magnífico
arco iris semejante al angosto y bamboleante puente que, según los musulmanes,
es el solo paso entre el Tiempo y la Eternidad. Aquella niebla, o rocío, se
producía sin duda por el choque de las enormes paredes del embudo cuando se
encontraba en el fondo; pero no trataré de describir el aullido que brotaba del
abismo para subir hasta el cielo.
»Nuestro primer deslizamiento en el pozo, a partir del cinturón de
espumas de la parte superior, nos había hecho descender a gran distancia por la
pendiente; sin embargo, la continuación del descenso no guardaba relación con
el anterior. Una y otra vez dimos la vuelta, no con un movimiento uniforme sino
entre vertiginosos balanceos y sacudidas, que nos lanzaban a veces a unos
cuantos centenares de yardas, mientras otras nos hacían completar casi el
circuito del remolino. A cada vuelta, y aunque lento, nuestro descenso
resultaba perceptible.
»Mirando en torno la inmensa extensión de ébano líquido sobre la cual
éramos así llevados, advertí que nuestra embarcación no era el único objeto
comprendido en el abrazo del remolino. Tanto por encima como por debajo de
nosotros se veían fragmentos de embarcaciones, grandes pedazos de maderamen de
construcción y troncos de árboles, así como otras cosas más pequeñas, tales
como muebles, cajones rotos, barriles y duelas. He aludido ya a la curiosidad
anormal que había reemplazado en mí el terror del comienzo. A medida que me iba
acercando a mi horrible destino parecía como si esa curiosidad fuera en
aumento. Comencé a observar con extraño interés los numerosos objetos que
flotaban cerca de nosotros. Debo de haber estado bajo los efectos del
delirio, porque hasta busqué diversión en el hecho de calcular sus
respectivas velocidades en el descenso hacia la espuma del fondo. “Ese abeto
—me oí decir en un momento dado— será el que ahora se precipite hacia abajo y
desaparezca”; y un momento después me quedé decepcionado al ver que los restos
de un navío mercante holandés se le adelantaban y caían antes. Al final,
después de haber hecho numerosas conjeturas de esta naturaleza, y haber errado
todas, ocurrió que el hecho mismo de equivocarme invariablemente me indujo a
una nueva reflexión, y entonces me eché a temblar como antes, y una vez más
latió pesadamente mi corazón.
»No era el espanto el que así me afectaba, sino el nacimiento de una
nueva y emocionante esperanza. Surgía en parte de la memoria y, en
parte, de las observaciones que acababa de hacer. Recordé la gran cantidad de
restos flotantes que aparecían en la costa de Lofoden y que habían sido
tragados y devueltos luego por el Moskoe-ström. La gran mayoría de estos restos
aparecía destrozada de la manera más extraordinaria; estaban como frotados,
desgarrados, al punto que daban la impresión de un montón de astillas y
esquirlas. Pero al mismo tiempo recordé que algunos de esos objetos no
estaban desfigurados en absoluto. Me era imposible explicar la razón de esa
diferencia, salvo que supusiera que los objetos destrozados eran los que habían
sido completamente absorbidos, mientras que los otros habían penetrado
en el remolino en un período más adelantado de la marea, o bien, por alguna
razón, habían descendido tan lentamente luego de ser absorbidos, que no habían
alcanzado a tocar el fondo del vórtice antes del cambio del flujo o del
reflujo, según fuera el momento. Me pareció posible, en ambos casos, que dichos
restos hubieran sido devueltos otra vez al nivel del océano, sin correr el
destino de los que habían penetrado antes en el remolino o habían sido tragados
más rápidamente.
»Al mismo tiempo hice tres observaciones importantes. La primera fue
que, por regla general, los objetos de mayor tamaño descendían más rápidamente.
La segunda, que entre dos masas de igual tamaño, una esférica y otra de
cualquier forma, la mayor velocidad de descenso correspondía a la esfera.
La tercera, que entre dos masas de igual tamaño, una de ellas cilíndrica y la
otra de cualquier forma, la primera era absorbida con mayor lentitud. Desde que
escapé de mi destino he podido hablar muchas veces sobre estos temas con un
viejo preceptor del distrito, y gracias a él conozco el uso de las palabras “cilindro”
y “esfera”. Me explicó —aunque me he olvidado de la explicación— que lo que yo
había observado entonces era la consecuencia natural de las formas de los
objetos flotantes, y me mostró cómo un cilindro, flotando en un remolino,
ofrecía mayor resistencia a su succión y era arrastrado con mucha mayor
dificultad que cualquier otro objeto del mismo tamaño, cualquiera fuese su
forma[1].
»Había además un detalle sorprendente, que contribuía en gran medida a
reformar estas observaciones y me llenaba de deseos de verificarlas: a cada
revolución de nuestra barca sobrepasábamos algún objeto, como ser un barril,
una verga o un mástil. Ahora bien, muchos de aquellos restos, que al abrir yo
por primera vez los ojos para contemplar la maravilla del remolino, se
encontraban a nuestro nivel, estaban ahora mucho más arriba y daban la
impresión de haberse movido muy poco de su posición inicial.
»No
vacilé entonces en lo que debía hacer: resolví asegurarme fuertemente al barril
del cual me tenía, soltarlo de la bovedilla y precipitarme con él al agua.
Llamé la atención de mi hermano mediante signos, mostrándole los barriles
flotantes que pasaban cerca de nosotros, e hice todo lo que estaba en mi poder
para que comprendiera lo que me disponía a hacer. Me pareció que al fin
entendía mis intenciones, pero fuera así o no, sacudió la cabeza con
desesperación, negándose a abandonar su asidero en la armella. Me era imposible
llegar hasta él y la situación no admitía pérdida de tiempo. Así fue como,
lleno de amargura, lo abandoné a su destino, me até al barril mediante las
cuerdas que lo habían sujetado a la bovedilla y me lancé con él al mar sin un
segundo de vacilación.
»El resultado fue exactamente el que esperaba. Puesto que yo mismo le
estoy haciendo este relato, por lo cual ya sabe usted que escapé sano y salvo,
y además está enterado de cómo me las arreglé para escapar, abreviaré el fin de
la historia. Habría transcurrido una hora o cosa así desde que hiciera abandono
del queche, cuando lo vi, a gran profundidad, girar terriblemente tres o cuatro
veces en rápida sucesión y precipitarse en línea recta en el caos de espuma del
abismo, llevándose consigo a mi querido hermano. El barril al cual me había
atado descendió apenas algo más de la mitad de la distancia entre el fondo del
remolino y el lugar desde donde me había tirado al agua, y entonces empezó a
producirse un gran cambio en el aspecto del vórtice. La pendiente de los lados
del enorme embudo se fue haciendo menos y menos escarpada. Las revoluciones del
vórtice disminuyeron gradualmente su violencia. Poco a poco fue desapareciendo
la espuma y el arco iris, y pareció como si el fondo del abismo empezara a
levantarse suavemente. El cielo estaba despejado, no había viento y la luna
llena resplandecía en el oeste, cuando me encontré en la superficie del océano,
a plena vista de las costas de Lofoden y en el lugar donde había estado el
remolino de Moskoe-ström. Era la hora de la calma, pero el mar se encrespaba
todavía en gigantescas olas por efectos del huracán. Fui impulsado
violentamente al canal del Ström, y pocos minutos más tarde llegaba a la costa,
en la zona de los pescadores. Un bote me recogió, exhausto de fatiga, y, ahora
que el peligro había pasado, incapaz de hablar a causa del recuerdo de aquellos
horrores. Quienes me subieron a bordo eran mis viejos camaradas y compañeros
cotidianos, pero no me reconocieron, como si yo fuese un viajero que retornaba
del mundo de los espíritus. Mi cabello, negro como ala de cuervo la víspera,
estaba tan blanco como lo ve usted ahora. También se dice que la expresión de
mi rostro ha cambiado. Les conté mi historia... y no me creyeron. Se la cuento
ahora a usted, sin mayor esperanza de que le dé más crédito del que le
concedieron los alegres pescadores de Lofoden.»
E.A.Poe.
Siniestra
De reojo miró su costado derecho.
Simétricamente al izquierdo gravitaba relajado.
Levantó su mano siniestra y obligó a su amiga a apoyarse sobre la mesa.
Tamborileó los dedos a la espera de la señal.
Nunca llegó.
Tal vez luego de mucho tiempo, aún guardaba la esperanza que algún día las cosas fuesen diferentes.
Despreciables
Lo más favorable para aquellos que necesitan meterse sin permiso en la vida de los demás porque la propia se define como calamitosa, es "hacer leña del árbol caido". Si se comprasen una vida propia, con el combo de cotillón que ésta conlleva, seguramente tendrían menos tiempo para husmear en el barro ajeno y preocuparse por el lodo con olor a mierda que, aunque quieran cubrir con perfume, los inunda y los hace despreciables.
Veritas vitae
Hacía días enteros y noches oscuras que Dante obligaba su cuerpo a soportar el sacrificio cruel de la devastadora soledad del alma, la misma que lo conducía a traspasar un día más, (Teseo se emparentó con Ariadna para cometer su noble homicidio), él no estaba solo, pero no tenía a nadie ahora. Una de las tantas noches en que meditaba sobre su tormentoso pasado pensó una y otra vez ,no en vano, en llevarse el cañón a la boca. Los días -eternos-, las noches absurdamente pegajosas, transformaron sus pensamientos negativos en incluyentes sucesiones de hechos que lo habían llevado hasta aquel pesado estado afónico.
Levantaba su cuerpo del asiento con una pesadez mortecina, y nuevamente volvía a comenzar la poética rutina que día a día le tocaba vivir.
El Laaberinto de Creta parecía reproducirse fotograma a fotograma en sus pardos ojos cansados por impertinentes promesas que en vano se esfumaron entre sus manos.
Dante conoció los más bajos instintos, los que sacuden el cuerpo tan fuerte que desprenden las hojas de la vida. Sufrió vejaciones tales que debió redimirse a la pura obsecuencia de esperar que el fin se acerque rápidamente. Soportó que las necesidades de cualquier hombre fuesen secundarias para aplacar cualquier pensamiento estúpido que lo lleve a la locura. Tejió redes con fotos de sus seres queridos, armó rompecabezas con recuerdos erosionados por el tiempo.
Aquellas personas que en el pasado habían prometido con la boca cosas que el corazón negó, se interesaron en cualquier cosa menos en su turbulento presente. Otras trataron de apaciguar las angustias que le cerraban la garganta hasta no dejarlo respirar, con éxito éstas lograron mantenerlo con un hálito de vida suficiente que reservaba para los momentos de catástrofe interior. Pero su batalla continuó; una y otra vez desenvainó la espada para cortar lazos que siempre fueron endebles e invisibles.
Un miércoles o jueves, no lo recuerdo bien, decidió treparse al árbol frondoso de la esperanza. Escaló cada una de sus frágiles ramas para poder llegar a la cima que parecía negársele.
Cuando pisaba en falso, la caída era estrepitosa, el suelo que lo recibía era tan duro como los golpes que recibía con cada cachetazo subrepticio y maligno en su cuerpo mellado por los infortunios. Con su mirada grave volvía a descubrir nuevos caminos para llegar a la cima. Aquel árbol lo desafiaba a que lo treparse, y en ocasiones creyó que una lívida sonrisa irónica, despreciable, lo incitaba a volver a intentarlo, una vez más.
Pensó en encontrar algún instrumento mecánico para acometer con aquel obstáculo que frente a él se erijia virtuoso e impacible. Las personas que por la calle transitaban con miradas indiferentes se reían de su malogrado esfuerzo, y con carcajadas románticas aturdían sus oídos llenos de la angustia del ruido producido por el llanto de niños que trataban de consolar su impertinente voluntad.
Una vez más escaló aquellas ramas que lo conducirían a la cima triunfante. Con gran esfuerzo logró ascender, pero su tenacidad era tan grande como su ego, por lo que luego de días de manos destrozadas y pies mellados por el sacrificio logró llegar hasta la tan mentada cúspide.
Allí, en aquel lugar, al igual que Virgilio con Dante, -leve paralelismo de la realidad en anacrónicas circunstancias-, alguien se presentó acometiendo un brazo hacia donde él se hallaba estático y apesadumbrado. El que lo recibió le dijo con gran ímpetu: " Aquí en la cima del árbol de la esperanza, la vida te juega una pesada pero inevitable jugada estimado amigo. Son sólo dos las opciones que se me está permitido ofrecerte. Aquí a mi izquierda como podrás apreciar, se encuentran los errores cometidos por tu negligencia, que todo hombre terrenal, el cual dejándose llevar por efímeras apariencias cree que aquello que enceguese los ojos conviene al cuerpo y al corazón, tal que abandona toda razón para obtenerlo y pensar en ilusiones que jamás se concretaron y que nunca lo harán. Míralos atentamente y recuerda las buenas y malas cosas que el reflejo de la apariencia te hicieron feliz e infeliz a un mismo tiempo. Examina lo que un hombre puede hacer por el sólo hecho de observar con los ojos y no con el corazón, intensifica ahora tus sentidos y escucha lo que tus errores tienen para decirte". En aquel momento un avasalla te ruido seco ensordeció a aquel que había caído en una perversa trampa pergeniada por abominables seres que lo habían hundido en sus apestosas heces.
Había podido ver risas de satisfacción, cómo si aquellos se jactasen de su propio sufrimiento. Escuchaba carcajadas urdidas por las mismas bocas que en otros tiempos ofrecieron falsas sonrisas, dulces palabras que hoy se transforman en amargos recuerdos. Vió las inescrupulosas actitudes que hoy lo habían llevado a un abismo tan profundo como el vacío de las mismas personas con un corazón tallado por cinceles y no por las manos divinas. En fin, allí estaban los que hoy disfrutaban enceguecidamente de su sufrimiento. El asco que esto le produjo debilitó sus pies a punto de llegar a quebrantarse y nuevamente hacerlo caer al abismo del cual venía. Vomitó blasfemias contra aquellos para expresar su propia culpa de haberse equivocado tan atrozmente. Luego de ello el otro habló: "Cómo podrás ver, aquí de este lado, las apariencias del cuerpo engañan cuando no son acompañadas por un corazón noble y sincero. Amigo mío -dijo-, si te dejas llevar por este pecaminoso camino, volverás a caer en lo más profundo de las tinieblas que hoy se posan sobre ti, es tu desición la cual estos ya tomaron, pero de igual forma eres libre de elegir de ahora en adelante. Volvió su vista con un asco que se reflejó en un estremecimiento repentino.
Nuevamente habló el otro diciendo así: "Aquí a mi derecha está la prudencia, la cual pocos hombres ven, porque aunque a diferencia de tus errores, ésta no se presenta como león vestido de cordero, por el contrario, tu y sólo tu tu debes saber que en ella se encuentran los deleites más exquisitos, que en ocasiones no son vistos por los ojos, pero si recibidos con alegría por el alma y el corazón. Debes saber bien que aquí el regocijo de tu ser es lo más importante que tiene este otro lugar, que no importa lo que tus ojos vean sonó lo que tú corazón sienta. Entonces mira y escucha muy atentamente, pues no has venido en vano hasta aquí sinó para elegir lo que quieres de ahora en adelante mi calamitoso amigo".
Entonces el pobre diablo alzó sus ojos hacia la prudencia y, con un gran regocijo en el alma pudo ver que allí estaban aquellos que siempre estuvieron, los que endulzaban sus oídos con suaves y tercias palabras que en el corazón se producían. Vió claramente el amor, vió con sorpresa la felicidad que había perdido hace tanto tiempo, confundida ésta con buenos pero insignificantes momentos. Logró comprender que a diferencia de las apariencias, aquí había corazones nobles que estaban decididos a recibirlo nuevamente, sin remordimientos ni reproches a éste que dejado llevar por las narices se hundió en pesados sueños en días y noches oscuras.
Allí se encontraba lo que siempre tuvo pero que nunca pudo apreciar, lo que le fue negado al corazón por la ceguera de ojos estúpidos. Todo lo que necesitaba estaba allí en la prudencia. Allí lo esperaban los que siempre lo quisieron cuidar y lo amaron realmente. "Entonces amigo mio -dijo el otro-, ahora es momento de que tu desición sea tomada por tu corazón, que en este momento puede decidir qué es lo que te hará feliz de ahora en adelante, lo mismo que (Job) debió soportar está a mi siniestra, en cambio aquí está la paz de corazón, el perdón y luego de ello la esperanza volverá a renacer en ti. Elige pues lo que de una vez por todas y para siempre perdure en tu alma y en tu corazón, elige pues".
Un leve rocío comenzó a caer sobre ambos mojando un lado y haciéndolo reverdecer, mientras que el otro apagaba las carcajadas que cada vez se escuchaban mas lejanas. Por fin y en un solo instante aquel pudo cruzar una endeble rama bajo su pie, y la diestra fue elegida para alcanzar lo que tanto anhelaba durante todo el tiempo que había perdido.
Martín Ramos.
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