Había
llegado a las 8:45 de la mañana para fichar en la oficina, esas tarjetas que se
colocan por encima de la ranura de un reloj analógico, por lo general cajas de
un color verde militar, y luego la introdujo en el tablero contiguo en el orden
correspondiente.
Llegó a través del pasillo central a
los ascensores, cruzó a algunos que lo saludaron con un buenos días apagado,
periférico intempestivo propio de los colegas con los que a diario
trabajaba. Su oficina se hallaba emplazada en el subsuelo, no por simple
castigo, sino por el hecho que allí, en ese sótano, en aquella cueva se encontraba
libre, fuera de cualquier pensamiento que distrajese a su brillante y perspicaz
mente urdidora de las mas maravillosas y extravagantes investigaciones y
conclusiones al respecto de su trabajo.
El jefe le telefoneaba al
menos dos o tres veces por la mañana, y luego del descanso para el almuerzo,
hasta su horario de salida, al menos otras cuatro o cinco más. Eran simples llamadas
de rutina para ver cómo avanzaban los expedientes, a lo que Dietrich aseguraba
que todo estaba en orden, musitaba frases cortas pero contundentemente
persuasivas, con el mero objetivo de dejar satisfecho a su superior inmediato.
Aquella mañana había recibido uno
particularmente extraño, con el sofisticado membrete de una compañía que poco o
nada conocía. Al abrirlo lo primero que vio fue unas fotografías tomadas en
blanco y negro por el perito que había estado de turno, la noche anterior,
cuando se habían desencadenado aquellos fatídicos acontecimientos. Su firma y
nombre aparecían en la primera página del informe, es decir, el nombre del que
las había tomado, un tal Marco Sotovich. Le pareció conocido el nombre
por un breve instante, se le vinieron a la mente otros archivos e imágenes que podía
recordar con aquel nombre particularmente familiar.
Las fotografías, al menos unas diez,
mostraban que el incidente había sido atroz, que generalmente este tipo de
hechos son casi arbitrarios y poco frecuentes, pero particularmente este le confirió
una repulsión tan severa que debió pasar casi de inmediato a la segunda página,
allí donde el informe policial dejaba entrever los detalles mas escabrosos y al
mismo tiempo necesarios para la posterior investigación. Con su dedo índice posado
sobre el horario en que se había tenido la certeza de aquello, imaginó que los
peores homicidios, nefastos, ocurren en las horas más impensadas por el ser
humano común y corriente, por cualquier persona que se endilgase la factible
etiqueta de normal. El perito forense había asentado las 03:25 de la
madrugada del jueves. La causa de muerte había sido por múltiples heridas
punzo cortantes en la zona del tórax y abdomen, mas tres asestadas con patrón idéntico
a las anteriores en ambos costados del cuello.
Según el informe, el hombre
asesinado, había tenido las suficientes fuerzas al menos para arrastrarse desde
el comedor hasta la cocina, unos cinco metros habían calculado los forenses. Allí
culminó su calvario, debido a la gran cantidad de sangre perdida. Dietrich se
pasó la mano por el mentón, hacia mucho tiempo que no había visto algo similar.
La última vez que ocurrió algo así había sido al menos unos seis años atrás cuando
una nieta sobrepasada de alcohol e ira había ultimado de dos tiros en la cabeza
a su abuela, de unos 80 años para luego cobrar el seguro de vida.
El
mismo informe concluía que la cerradura no había sido forzada, y que el
asesino conocía a la víctima, ya sea amigo o familiar de la misma.
No había dudas de que aquello era
completamente un caso de homicidio agravado por el vínculo, en el caso que
fuese un familiar el perpetrador, o tal vez un asesinato por algún ajuste de
cuentas. Pero el caso es que aquella persona poseía seguro de vida en la compañía
y por tal motivo, tampoco descartó algún tipo de asesinato por encargo para obtener
el beneficio. El hombre asesinado, según el informe también, tenia 85 años de
edad. Por las fotografías, a las que volvió nuevamente, pudo arribar a la conclusión
que vivía solo en una casa de las afueras de la ciudad. Otro mas en mi
maldito haber, pensó luego de levantarse de la silla e ir hacia el fichero metálico
en busca de su expediente. Mijaíl Brockovich efectivamente tenía 85
años, había sido empleado de una automotriz y jubilado luego de 30 años de
servicio.
La mente es fascinantemente
inestable en situaciones de riesgo inminente. Y la de Dietrich estaba al borde
del colapso cuando leyendo el vita fama de aquel que había sido ultimado
de una manera brutal, posó sus ojos desorbitados sobre la suma de indemnización
por el seguro que dos años atrás un familiar había contratado en la empresa,
dos millones. Con aquella carpeta se dejó caer en su sillón, pensativo y al
mismo tiempo frenético. Examinó una y otra vez en su mente las causas que habrían
llevado a asesinar a alguien de aquella manera por esa cantidad de dinero. La campañilla
del teléfono lo sacó de aquellos pensamientos, y su jefe le encargó
encarecidamente que se dirigiese al lugar donde había tenido lugar aquel suceso
macabro, él también tenía una copia del expediente sobre su escritorio. No era
una simple recomendación, era una orden en un tono completamente imperativo lo
que hizo levantar a Dietrich de su asiento, colocarse el saco y salir casi de
inmediato para las afueras de la ciudad, al 101 de Maine.
Ofuscado por sus pensamientos entró
en su vehículo con aquel expediente que dejó en el asiento contiguo y puso en
marcha el automóvil para dirigirse raudamente hacia la dirección prefijada. Llevaba
consigo una máquina fotográfica, un block de notas y algunas hojas dentro de un
maletín de cuero crudo. Mientras conducía, una voz interior le dictaba algunas
palabras que conscientemente quería poner en práctica, no vallas allí, no te
acerques al lugar, pero sus músculos se tensaron de solo pensar que su jefe
le recriminaría el no hacerlo con algún tipo de sanción perentoria. Motivado entonces,
no por el hecho de querer indagar sobre el homicidio, sino por el posterior castigo
administrativo, que le sería impuesto posterior al simple hecho de no acatar
aquella orden manifestada con un tono consecuente con el carácter soberbio de
su jefe, siguió aferrado al volante, rumbo a aquel distrito a las afueras de la
ciudad.
Dietrich hubo de conducir una hora
hasta la dirección, hasta aquella casa humilde y suburbana, donde en la
madrugada de ese día se había perpetrado el crimen. Al llegar se puso en
contexto de situación: debería llamar al encargado de la investigación, debería
de sacar algunas fotos de la escena del crimen, y hablar con algunos vecinos para
recabar algún tipo de información que echase un atisbo de luz sobre aquellos
aberrantes hechos, y que le sirviese para armar un expediente sobre aquel
particular caso. Antes de bajar del automóvil, hojeó nuevamente la carpeta y
buscó el nombre del beneficiario del seguro. Solo había una firma y unas
iniciales, nada más. No quiso recordarlas, por el contrario, quiso evacuarlas,
extirparlas de su memoria, pues no tendría que repetirlas para sí o para otros,
no era pertinente y al mismo tiempo fiable, que algún vecino pudiese dar con el
nombre que al pie del contrato del seguro se hallaba bajo la forma de dos
letras casi inconexas. Maine, 101. La puerta de entrada estaba bloqueada con
cintas rojas y blancas que la policía habría terminado de colocar a primeras
horas de la mañana.
Llamó desde una cabina cercana al número
de teléfono que se hallaba en el informe policial, del otro lado del auricular
una voz gruesa se oyó:
-
¡Homicidios, teniente Rudd al habla!
-Buenos
días teniente, soy Natán Dietrich, de seguros de vida, Continental. Necesito
tomar algunas fotografías de rigor para la investigación de lo sucedido en el
101 de Maine.
-
¡Maine 101, por supuesto! ¿Usted se encuentra allí?
-A
media cuadra, en una caseta telefónica.
-
¡En 15 minutos llegaré y hablaremos sobre lo sucedido! -colgó el teléfono-
Dietrich se dirigió hacia su automóvil
a esperar que llegase el teniente, se sentó en el asiento del conductor y encendió
un cigarrillo mientras nuevamente hojeaba las fotografías que el perito había tomado
la madrugada del viernes. Puede haber indicios, puede que no los haya, el móvil…el
dinero, ¡por supuesto! Había tenido al menos tres horas, al menos tres. Quien
había hecho el llamado a la central, debería haber escuchado los ruidos y el
asesinato no debería haber tardado mas tiempo en cometerse que en el lapso de
unos 20 minutos. Al anciano le deberían haber tocado el timbre y luego de
levantarse de la cama abrió la puerta al que seguramente conocía, o por el
contrario aquello lo tomó por sorpresa, y como es habitual en la gente de
cualquiera de estos lugares, abrió la puerta sin pensar que se la estaba
abriendo a su propia muerte, inminente, solitaria y feroz. Quien cruzó el
umbral debió de llevar al hombre hasta el comedor, tal vez a punta de pistola,
o tal vez arguyendo palabras conocidas por el otro, con el pretexto de alguna
excusa convincente.
Miró su reloj de pulsera y notó que habían
pasado ya unos 20 minutos desde que había telefoneado al teniente. No se estaba
impacientando, pero la impuntualidad era algo que le molestaba. Dejó a un lado
el expediente y tomó el bolso donde había llevado sus cosas. Bajó decidido del
auto a ingresar a la vivienda sin esperar la llegada de Rudd. Rudd, con R, con
inicial de nombre o apellido bajo la firma. Era pura coincidencia, o por el
contrario, era una mala pasada de su propio pensamiento.
Sacó las fajas de: no pasar,
escena del crimen de la puerta, giró la perilla y notó, para su suerte, que
se encontraba sin seguro. El lugar estaba en penumbras, apenas era perceptible
la mesa del comedor con la ayuda de un poco de luz que entraba por la ventana
lateral de la pequeña casa. A un costado, el derecho, la cocina, y debajo de
sus pies las huellas de algunas pisadas furtivas, las que seguramente entraron
para perpetrar el asesinato. Sacó del bolso su cámara de fotos y comenzó a
disparar. El flash rebotaba en las paredes, en el mobiliario y en el piso. No quería
tocar absolutamente nada, no quería alterar ni un milímetro la nefasta y
mortecina escena que ante sus ojos se desplegaba como salida de sus propios
miedos, los mas lúgubres. Lo que en la película captaba, en su mente pasaba
como fotogramas inertes, uno tras otro, recreando aquella terrible y sangrienta
madrugada, a aquel anciano y al que siniestramente lo había ultimado a
puñaladas.
Trataba de conferirle a su mente la
tranquilidad que no hallaba. No había antes estado en una escena del crimen,
menos aun en una de estas magnitudes. Había pasado mas de media hora desde la comunicación
telefónica, nadie había llegado, no se había presentado el teniente Rudd,
ninguna patrulla se había estacionado frente a la casa. Estaba solo, con su cámara
fotográfica y sus pensamientos. El aire parecía gélido, el ambiente que olía a
sangre derramada, a muerte, se erigía como el templo de aquel terror nocturno
que el anciano debió haber sufrido cuando su asesino traspasó la puerta de
entrada. Tomó fotos de la cocina, el piso con grandes manchas de sangre, las
que no quiso pisar, lo traspolaban a aquella noche, a aquella madrugada teñida
del horror propio de quien está por morir bajo las garras de un conocido. La mesa
se había convertido en un revoltijo de enseres, allí seguramente se habría perpetrado
el homicidio, en aquel lugar. Al pie de una silla, una gran mancha rojiza, seca
por las nefastas horas posteriores, estiraba sus endemoniadas garras hasta el
bajo mesada de la cocina, donde Brockovich seguramente había exhalado su último
aliento.
De pronto el teléfono que estaba en
una mesita apartada al lado del sofá sonó estridente. Se acercó para levantar
el auricular, aunque dudaba de hacerlo. Una voz, de una joven mujer se oyó del
otro lado de la línea.
-
¡Buen día abuelo!
-
¿Cinthya?
-
¿Papá, fuiste a visitar al abuelo?
-
¡No, solo estoy tratando de comprender…! -Colgó el tubo-
Cuando Rudd entró y lo vio parado,
desorientado junto a la mesa del comedor, en ese mismo instante le colocó las
esposas. Le leyeron sus derechos, no los escuchó.
Enajenado, disociado con una
realidad aparentemente discorde con lo que había sucedido, fue llevado hacia la
patrulla que se hallaba en la calle. Los vecinos lo reconocieron, reconocieron también
el auto en el que había llegado. En la madrugada las circunstancias habían sido
diferentes, el hecho no había sido el mismo, tal vez él no era el que había tocado
el timbre, probablemente tampoco había sido el que empuñando aquel sangriento
cuchillo de caza le había asestado las estocadas fatales a su suegro,
seguramente tampoco debería haber sido él, el que había conducido su vehículo.
El teniente, días después, pudo corroborar
que las marcas del calzado que habían quedado impresas en la entrada de la
casa, eran idénticas a las zapatillas que hallaron en el baúl de su automóvil. Era
la única pista que lo incriminaba. Dietrich negó una y mil veces haberlas
puesto allí, no le pertenecían, ni siquiera usaba zapatillas. Eso no era excusa.
Tres meses después fue condenado a cadena perpetua, sin posibilidad de libertad
condicional. Se hallaba devastado, el mundo que había conocido, ahora le era
ajeno, lejano, propio de una realidad que no tenía el menor de los sentidos.
Fue trasladado a la penitenciaria
estatal, allí cumpliría su condena, allí terminaría sus días, en aquel lugar estaría
la sombra del que había sido en un pasado cercano, tres meses atrás. Nadie fue
en los meses subsiguientes a visitarlo. Una vez había recibido una llamada de
su jefe, confiriéndole que jamás hubiese imaginado que él podría haberse
convertido en un asesino. Dietrich, desesperado por una culpa ajena, escribió una
carta a su hija, la que jamás llegó para la hora de visitas, la que en todo
aquel tiempo nunca puso un pie en aquella penitenciaria para visitarlo, como su
propia hija, como su único pariente que le quedaba.
A los 8 meses de sucedido el hecho,
una mujer se presentó en la Continental para retirar el cheque por el seguro de
vida del anciano. Rudd luego del caso se había tomado unas merecidas vacaciones.
Poco fue el trabajo que tuvo que hacer, muchos, por el contrario, fueron los daños
colaterales.
En el banco, el cheque fue cobrado
en efectivo. Bajo firma e iniciales que rubricaban C. D. Luego de 15 días el
teniente no se presentó a la oficina de homicidios, aun cuando debía hacerlo el
día anterior. Las boletas de los impuestos se apilaron en el porche de la casa
de Dietrich, aun cuando su hija diligentemente todos los días juntaba
meticulosamente la correspondencia. En una última llamada que Dietrich hizo a
su casa para tratar de establecer una breve comunicación con su hija, el teléfono
fue atendido por su hermana que estaba devastada. No ubicaban el paradero de la
chica desde hacía al menos un mes. Ella no vivía en la casa, pero se había mudado
allí para montar guardia a la espera de algún dato, de alguna llamada que le diese
la certeza de dónde podría hallarse Cinthya.
El 15 de marzo fue como un
cataclismo devastador. Habían hallado a Dieterich colgado en la celda con la
sábana de su propia cama, la carta que el día anterior había escrito para su
hija, aun estaba sobre una mesita de metal, junto a la pared. Su ex esposa recibió
el llamado que nadie quiere esperar, el mensaje que ningún ser humano quiere
recibir. Su hija de 25 años había sido hallada ahorcada en la orilla del lago,
a unos 15 km de la casa, en una zona boscosa. La madrugada anterior, según lo
que los investigadores habían podido determinar. Cerca de las 3:00.
Rudd tardíamente, había vuelto de
sus vacaciones argumentando que los vuelos habían colapsado. Su capitán le
asignó un nuevo caso, esta vez el de una chica hallada muerta en circunstancias
terriblemente atroces. Todo se había vuelto monótono y cíclico al mismo tiempo.
La única y relevante diferencia era que ahora no había de por medio un tan ansiado
seguro de vida. Y los daños colaterales que habían formado parte de aquellos trágicos
acontecimientos.
Martín Ramos