Tras las Líneas de las Palabras




 

¡Pessimus praedicator est ille qui vult tibi dicere quid facias!

Discrepantes, disonantes, monocordes.

Palabras vacías, llenas de la nada misma.

Palabras de sangre, teñidas del vacío del alma.

Palabras turbulentas, manchadas de la sangre de mentes inconexas.

Y quienes de su boca las pronuncian, son los mismos que predican a viva voz los actos que antitéticos con su proceder, arremolinan el turbulento presente que los estigmatiza. Los que con clara obsecuencia refieren actos de bondad, que son reemplazados por vergonzosas manifestaciones de una pobreza en el alma, las que dejan mella en la más nefasta indigencia de su propio ser. Y en ese devenir estrepitoso de su imaginación corrompida por las marcas de un pasado oscuro y poco certero, intentan -sin poder lograrlo-, hundir con su misma anomalía humana a aquellos que, cercanos quieren cortar con tan malogrado discurso.

Claudican una y otra vez ante los actos fallidos de su mente perversa, indómita e irrefrenable.

Conciernen su decrépito mundo, encerrado entre cuatro paredes, a las melodías de aquellos pensamientos frustrados, los que los manejan como el titiritero a su hombrecillo en el escenario.

Entonces, recurrentes…

Palabras vacías, llenas de la nada misma.

Palabras de sangre, manchadas de su propia sangre, de su muerte interior.


                                                                                         Martín Ramos

La casa


 

                   La casa, de una arquitectura gótica magnífica e impresionante, estaba rodeada de acacias que habían teñido el verde césped de un intenso amarillo, similar a los colores de uno de los escudos del salón principal de la planta baja, de una heráldica a simple vista dudosa. Las ventanas de la planta alta -siempre cerradas-, ahondaban aún más el misterio que rodeaba la imponente construcción. Cuando había vivido el matrimonio con sus dos hijos, la casa fue demasiado para ellos, decidieron irse no sin antes haber sufrido demasiadas complicaciones, demasiadas atrocidades, demasiadas injurias. Había pertenecido a la bisabuela de la esposa y madre de Johanna y su hermano mayor.

            Incontables fueron las veces en las que Johanna se despertó por la noche, de madrugada, acudiendo a los brazos de su madre. Aquellas escaleras, aquellos pisos crujían silenciosamente y ella en busca del amparo materno, aún a sus 20 años, recurría desconsoladamente a sus brazos entre sollozos interminables, bajo un estado de agitación y perplejidad propios de la desesperación que sus oídos le hacían retumbar los ecos sombríos de su mente. La habitación que la separaba de su hermano mayor, aun estando vacía, replicaba aquellas disonantes y monocordes voces, le recordaba una y otra vez aquellos dedos conocidos, las manos que la atrapaban en el terror nocturno. Cuando su madre, por la mañana, la llevaba de la mano para que pudiese al menos conciliar un sueño discrepado por la angustia y el miedo nuevamente a su cama, a su habitación, a sus espaldas sentía un lívido aire mortecino, frío como el propio invierno exterior. Una voz conocida, una caricia funesta.

            Cuando por las noches los cuatro se sentaban en la mesa y la criada servía la cena, el hijo mayor acudía con premura al cuarto de huéspedes, se sentaba en la cama y tomándose la cabeza con las manos corrompía el silencio sepulcral de aquella habitación balanceándose hacia adelante y hacia atrás sobre el colchón y los cubrecamas impecables de la única cama que allí se encontraba. Si bien no las escuchaba, no podía soportar aquellas voces, aquellos gemidos que en su mente lo atormentaban despiadadamente. Ni el padre ni la madre salían tras su búsqueda, sabían que él volvería, tarde o temprano a sentarse a la mesa, y en caso contrario, por la madrugada volvería para comer su plato que en la cocina lo esperaba, tardíamente, ensimismado en sus oscuros pensamientos obsecuentes.

            Las noches se repetían cíclicamente. Pero en cambio la habitación intermedia, aunque vacía, exhalaba los acordes de una melodía de muerte. Johanna entendía que no podía comprender aquello que la atormentaba, o tal vez no quería hacerlo por la propia inercia de la vergüenza y el pavor que le infundían los recuerdos. El solo hecho de acudir a la habitación de su hermano para recibir algo de consuelo, la arrastraba irremediablemente a los brazos de su madre, una y otra vez. Parecía haber un pacto implícito entre la madre, la hija y la habitación, un hecho silencioso que albergaba la esperanza de que aquello acabase pronto, que alguna solución, por pequeña que fuese, terminase con el tormento de ambas. Ella sabía lo que allí sucedía, o por el contrario, sucedería prontamente. Y en su corazón acogía la esperanza de que todo el sufrimiento que ambas habían soportado y soportaban, no solo por la habitación, por la casa y por los designios del mal, de quien debería velar por su seguridad y bienestar, llegaría a su fin como un ladrón en la noche, sigiloso, pero al mismo tiempo contundente, foráneo y malicioso. Era el eco de sus pensamientos los que no les permitía dormir, era la carga de sus propias conciencias la que les infundía un extraño, pero al mismo tiempo promisorio acontecimiento postrero. Era en sí el producto de una maldad exacerbada, era una ira contenida hacia quien estaba a su lado, al lado de ambas, la que debía desencadenar los hechos que significarían que el éxodo posterior se configurase en sus pensamientos futuros como el éxito del bien sobre el mal.

            Aquella malicia superlativa que las había inundado en un pesar extremadamente tormentoso, en la propia calamidad, la que cualquier ser humano despreciaría por el solo hecho de ser abominable, una mañana cálida de ese mismo invierno llegó a su tan ansiado fin.

            La criada estalló en sollozos desgarradores que parecían rasguñar, como las propias garras de Cerbero, cada una de las paredes de la cocina y del comedor de la casa. Todas las habitaciones, que contaban seis, se tiñeron de un negro abismal, propio de las oscuridades corrompidas por el mismo infierno, el que ambas habían padecido, vivido desde hacía más de diez años bajo el mismo techo, en aquella maldita casa. Porque en su intimo ser fue maldecida, fue insultada y al mismo tiempo desdeñada desde el primer momento en que sus pies cruzaron la puerta de entrada. ¿Quién hubiera predecido una década atrás que hubiesen entrado cuatro y salido tres de allí? ¿Quién podría haber conocido los pensamientos que atormentaban al hijo mayor, los mismos que lo impulsaron a justificar lo ocurrido en aquel cuarto, el que de antemano se había prefijado para llevar adelante aquella temible empresa?

            El sol brilló resplandeciente sobre el rostro de los tres. Aquella misma mañana abandonaron la casa, dejaron atrás un pasado oscuro, tendrían tiempo, si es que se puede olvidar, para comenzar una nueva vida, juntos, en otro lugar muy lejano. Dejaron atrás una década de inusitada maldad, la que ellas mismas, en carne propia habían vivido, habían sufrido cada semana, cada mes, cada año…Ambas se miraron a los ojos, con un brillo apagado, con satisfacción, pero al mismo tiempo con pesar, en el cuerpo, en sus corazones. El hijo mayor fue el único que se dio vuelta, observó unos segundos la habitación que los había separado a él y a su hermana, aquella habitación contigua donde se había perpetrado un hecho atroz, pero de igual magnitud justificable.

            Subieron al auto que se alejó sin prisa. Sólo la criada aterrada, al menos hasta que llegase la policía, se quedó para hacer la llamada telefónica.

            Deberían llegar pronto, deberían abrir la puerta de la habitación contigua, deberían de encontrar en el suelo, junto a la cama, la que en ellas producía los recuerdos más nefastos que ambas querían borrar de su memoria, aquel detestable cuerpo que yacía junto a ella, ya sin vida, con el cráneo destrozado a martillazos.


                                                                                                   Martín Ramos

 

Mariposa Aterciopelada


 


                       Una mariposa abrió sus alas en mi hombro, se posó suavemente y desplegó un arcoíris de colores que destellaron palabras de amor en mis oídos, que iluminaron mis ojos hasta llevarlos al límite de su perfecta belleza. Ella como salida de su insuperable armonía movía suavemente sus alas, y su aleteo -suave movimiento de una perfección que nunca antes había contemplado-, complacieron mi rostro con cálidas brisas. Y cuando mirándola expectante una de sus alas rozó mi cuello, cayó a mis pies como dormida.

                La tomé entre mis manos acariciándola con las yemas de mis dedos que destilaban las impaciencias de mi corazón expectante, queriendo que despierte de su dulce sueño. Me recosté a su lado, y ella entre mis manos podía sentir el calor de todo mi cuerpo sobre el suyo, tal vez escaso de perfección a comparación de su belleza inclaudicable.

                Cuando hube despertado, tal vez minutos u horas después, mis pupilas se dilataron a un tiempo, y sin palabras, mas con la boca abierta pude contemplar que aquellas alas ahora eran largos rizos, enredados entre mis dedos, que su pequeño y frágil cuerpo había evolucionado a perfectas formas que como aterciopeladas piernas se enredaban entre las mías. Sus párpados aun cerrados parecían esconder ojos pardos, completos en sí de una mirada dulce y penetrante. Acaricié suavemente su rostro, su boca y sus sedosos labios que invitaban a ser besados. Repasé lentamente cada una de sus nocturnas curvas, perdiéndome en aquella infinita belleza y en mis pensamientos agitados, mi respiración acelerada me gritaba acordes de canciones que nunca antes había escuchado, pero que pronunciaban aquellas palabras que me empujaban a besarla sin dudarlo, sin pudor.

                Apoyé mis labios contra los suyos, un solo beso solícito e impaciente mojó su boca como un rocío primaveral. Parpadeó una, dos veces, y cuando contemplé la frescura de su mirada pude ver que sus ojos se clavaron en los míos. Aquellos preciosos labios dibujaron una sonrisa, y mi boca susurró un dulce ¨al fin te hallé¨. Y como si todo lo que nos rodeaba hubiese desaparecido en ese mismo instante, su brazo rodeó mi cuello, su mano acarició mi nuca y una electricidad recorrió cada centímetro de mi atónito cuerpo, que unido al suyo despojado de toda vergüenza, pero cubierto de las finas hojas de flores azules como el océano mas cálido, se fundió en el mismo momento que pronunció las palabras mas perfectas, esas que reconfortan hasta el corazón más quebrantado: ¨era yo la que siempre te hube buscado¨.

                Los rayos del sol mojaron nuestro pecho, los árboles que nos rodeaban, fieles testigos del nacimiento de aquel amor que se gestaba con cada mirada, con cada caricia entregada entre ambos, para ambos, con sus verdes hojas como arpas terrenales nos hacían entender que nos habíamos encontrado para ser inseparables. Que al fin toda búsqueda pasada había llegado a su preciso fin. Mas cuando nos hubimos erguido ella me llevó a recorrer praderas plagadas de perpetuas margaritas, que simbolizaban aquella inocencia, y la misma belleza que ella hacía resplandecer para regalármela en el mismo vuelo que emprendíamos juntos.

                Sin pensarlo, lejos de toda premeditación configurada en nuestros pensamientos colmados de la pasión de nuestro propio amor, nos posamos bajo la sombra del techo que nos dio cobijo, y allí besándonos con la fuerza de la misma pasión irrefrenablemente única le prometí amor eterno, fui el confidente de mi búsqueda interminable, la que sin entenderlo no terminó hasta haberla encontrado. Ahora cuando ella me mira, cuando me acaricia, cuando me besa, y cuando sus piernas rozan mis muslos, o cuando sus labios susurran a mi oído las palabras que solo un corazón dichoso de que el suyo se acompase con el mío, recién puedo comprender que en otro tiempo no la había encontrado no porque no existiese, sino porque no debí haber estado preparado para hallarla.

                ¨Volemos juntos. ¨ -Dijo-. Con sus brazos rodeó mi cuerpo. Ahora me lleva a conocer lugares perfectos, ahora le pertenezco en cuerpo y alma. Y cada mañana, cada noche, cada madrugada vuelvo a acariciar sus alas, para que nuevamente, indefinidamente y a mi lado, me lleve como cada día a su lado y colmado de su compañía, a recorrer nuevos campos, nuevos rincones de este amor…interminable.


                                                                                                 Martín Ramos


Veritas Vltima Vitae


 

                  Hacía días enteros y noches oscuras que obligaba a su cuerpo soportar el sacrificio cruel de la devastadora soledad del alma, la misma que lo conducía a transitar un día más. Teseo se emparentó con Ariadna para cometer su ¨noble homicidio¨, él no estaba solo, pero no tenía a nadie ahora.

                Una de las tantas noches en que meditaba sobre su tormentoso pasado pensó una y otra vez, no en vano, en llevarse el cañón a la boca. Los días -enteros-, las noches absurdamente pegajosas, transformaron sus pensamientos negativos en incluyentes sucesiones de hechos que lo habían llevado hasta aquel pesado estado agónico.

                Levantaba su cuerpo del asiento con una pesadez mortecina y, nuevamente volvía a comenzar la patética rutina que día a día le pesaba vivir. El Laberinto de Creta parecía reproducirse fotograma a fotograma en sus pardos ojos cansados de impertinentes promesas que en vano se esfumaron entre sus manos.

                Conoció los mas bajos instintos, los que sacuden el cuerpo tan fuertemente que desprenden las hojas de la vida. Sufrió vejaciones tales que debió redimirse a la pura obsecuencia de esperar impacientemente que el fin se acerque veloz, como un viento huracanado. Soportó que las necesidades de cualquier hombre fuesen secundarias, para aplacar cualquier pensamiento estúpido que lo llevase a la locura. Tejió redes con fotos de sus seres queridos, armó rompecabezas con recuerdos erosionados por el tiempo.

                Aquellas personas que en el pasado habían prometido con la boca cosas que el corazón negó, se interesaron en cualquier cosa menos en su turbulento presente. Otras trataron de apaciguar las angustias que le cerraban la garganta hasta no dejarlo respirar. Con éxito, éstas lograron mantenerlo con un hálito suficiente de vida que reservaba para los momentos de catástrofe interior. Pero su batalla continuó, una y otra vez desenvainó la espada para cortar lazos que siempre fueron endebles e invisibles, pero que allí estaban.

                Un miércoles o jueves, no lo recuerdo bien, decidió treparse al árbol frondoso de la esperanza. Escaló cada una de sus frágiles ramas para poder llegar a la cima que parecía negársele. Cuando pisaba en falso, la caída era estrepitosa, el suelo era tan duro como los mismos golpes que recibía con cada cachetazo subrepticio y maligno en su cuerpo, mellado por cada uno de aquellos infortunios. Con su grave mirada volvía a descubrir nuevos caminos para llegar a la cima. Aquel árbol lo desafiaba para que trepase, y en ocasiones creyó que una lívida sonrisa irónica, despreciable, lo incitaba a volver a intentarlo. Una vez más.

                Pensó en encontrar algún tipo de instrumento mecánico para arremeter con aquel obstáculo que frente a él se erigía, virtuoso e implacable. Las personas que por la calle transitaban con miradas indiferentes, se reían de su malogrado esfuerzo y con carcajadas románticas aturdían sus oídos llenos de la angustia del estrepitoso ruido producido por los llantos de niños que trataban de consolar su impertinente voluntad.

                Una vez más escaló aquellas ramas endebles que lo conducirían a aquella cima, triunfante. Con gran esfuerzo logró ascender, pero su tenacidad era tan grande como su ego, por lo que luego de días de manos destrozadas y pies mellados por aquel sacrificio logró llegar hasta la tan mentada cúspide.

                Allí, en aquel lugar, al igual que Virgilio con Dante, leve paralelismo de la realidad en asincrónicas circunstancias, alguien se presentó acometiendo un brazo hacia donde él se hallaba estático y apesadumbrado. El que lo recibió le dijo con gran ímpetu: ¨Aquí en la cima del árbol de la esperanza la vida te juega una pasada, esta inevitable jugada estimado amigo te ofrece dos únicas opciones, las que se me está permitido señalarte. Aquí a mi izquierda, como podrás apreciar, se encuentran tus errores cometidos por la negligencia, que todo hombre carnal dejándose llevar por por efímeras apariencias cree que aquello que enceguece a los ojos conviene al cuerpo y al corazón, tal que abandona toda razón para obtenerlo y pensar en ilusiones que jamás reconfortarán el espíritu, y que nunca lo harán. Míralos atentamente y recuerda las buenas y malas cosas que el reflejo de la apariencia te hizo feliz e infeliz a un tiempo. Examina lo que un hombre puede hacer por el solo hecho de observar con los ojos y no escudriñar con el corazón. Intensifica ahora tus sentidos y escucha lo que tus errores tienen para decirte. ¨ En aquel momento, un avasallante ruido seco ensordeció a aquel que había caído en una perversa trampa pergeñada por abominables seres que lo habían hundido en sus apestosas heces.

                Podía ver risas de satisfacción, como si aquellos se jactasen de su propio sufrimiento. Escuchaba carcajadas urdidas por las mismas bocas que en otros tiempos ofrecieron falsas sonrisas, dulces palabras que hoy se transformaban en amargos recuerdos. Vio las inescrupulosas actitudes que lo habían llevado a un abismo tan profundo como el vacío de esas personas en su corazón, tallado por cinceles crueles y no por las manos divinas. En fin, allí estaban los que hoy disfrutaban enceguecidamente de su sufrimiento.

El asco que esto le produjo debilitó sus pies al punto de quebrantarlo y hacerlo caer nuevamente al abismo. Vomitó blasfemias contra aquellos para expulsar su propia culpa, la de haberse equivocado tan atrozmente. Luego de ello el otro volvió a hablar: ¨Como podrás ver aquí de este lado, las apariencias del cuerpo engañan cuando no son acompañadas por un noble corazón, sincero. Amigo mío -dijo-, si te dejas llevar por este pecaminoso camino volverás a caer en lo mas profundo de las tinieblas que hoy se posan sobre ti. Es tu decisión, la cual otros ya tomaron, pero de igual forma, eres libre de elegir de ahora en adelante.

                Volvió su vista con un asco que se reflejó en un estremecimiento repentino. Y nuevamente habló el otro diciendo: ¨Aquí a mi derecha está la prudencia, la cual pocos hombres ven, porque a diferencia de tus errores, ésta no se presenta como león vestido de cordero, por el contrario, tú y solo tú debes saber que en ella se encuentran los deleites mas exquisitos, que  a veces no son vistos por los ojos, mas si recibidos con alegría por el alma y el corazón. Debes saber bien que aquí el regocijo de tu alma es lo mas importante que tiene este otro lugar, que no importa lo que tus ojos digan, sino lo que tu corazón sienta. Entonces mira y escucha muy atentamente, pues no has venido hasta aquí sino para elegir lo que quieres de ahora en adelante mi calamitoso amigo.¨ Entonces aquel pobre diablo alzó los ojos hacia la prudencia, y con regocijo en el alma pudo ver que allí estaban los que siempre estuvieron, los que endulzaron sus oídos con suaves y tercias palabras que de la boca emanaban pero que con el corazón producían. Vio claramente el amor, vio con sorpresa que allí estaba la felicidad que había perdido hacía tanto tiempo, confundida ésta con buenos pero insignificantes momentos.

                Logró comprender que a diferencia de las apariencias, aquí había corazones nobles que estaban decididos a recibirlo nuevamente, sin remordimientos ni reproches a éste que dejado llevar por las narices se hundió en pesados sueños en días y noches oscuras.

                Allí se encontraba lo que siempre tuvo pero que nunca pudo ver, lo que le fue negado al corazón por la ceguera de ojos inertes. Todo lo que necesitaba estaba allí, en la prudencia. Allí lo esperaban los que siempre lo habían cuidado, los que lo habían rescatado del mas profundo abismo. ¨Entonces amigo mío -dijo el otro-, ahora es momento que tu decisión sea tomada por tu sabia pero antes corrompida mente y por tu corazón, que en este momento pueden decidir lo que te hará feliz de ahora en adelante, aquí está la paz del espíritu, el perdón y luego de ello la esperanza volverá a renacer dentro tuyo. Elige lo que de una vez por todas y para siempre perdure en tu alma y en tu corazón. Elige pues. ¨

                Un leve rocío comenzó a caer sobre ambos mojando un lado y haciéndolo reverdecer, mientras que el otro apagaba las carcajadas que cada vez se escuchaban mas lejanas. Por fin y en un solo instante, aquel pudo cruzar una endeble rama que frágilmente se hallaba bajo su pie, la diestra fue elegida para alcanzar lo que tanto anhelaba durante todo el tiempo que había perdido, ahora el reloj comenzaba a avanzar velozmente, ahora y solo ahora estaba convencido que en el pasado quien se había acercado prometiendo verdades falaces, se hundía bajo la misma miseria en la que hasta en ese momento él se hallaba.


                                                                                          Martín Ramos (2019, oct.)

Antíope


 

         

            No supieron que aquel día ocultaba tras su profusa tiniebla los rasgos macabros de un apocalipsis inminente.

                  El sol ya no era el mismo, sus cuerpos, inertes, yacían sobre el suelo, a esa altura resignados, casi muertos.

             Sumergidos en su agonía tal vez recordaban épocas pasadas, ahora todo aquello solo era un feliz y al mismo tiempo lejano sueño escurridizo, imborrable, al mismo tiempo efímero. El fin se acercó irremediable, obsecuente. Ellos, Interhumanos, solo podían esperar el desenlace fatal e inexorable.

             Sobre sí el cielo cerró su inflexiva palidez y seguramente Antíope, esa ciudad olvidada, en el instante final dejaría de existir llevándose consigo aquellas almas que comenzaron a claudicar.

         El compromiso que detentaron con el mal los destruyó, no mostraron arrepentimiento, al contrario, sentían orgullo.

               Subsecuente al cataclismo devastador, una tenue lluvia mojó los campos, ahora aquella tierra estaría limpia, libre de una potestad que nunca les perteneció, para siempre.

 

                                                                                                              Martín Ramos


Hans Gunter




 

            Hans Gunter estaba sentado detrás del sillón de su despacho, fumando un puro a la espera de ¨la orden¨. ¡Dime que ellos no lo saben y entenderé que las cosas son la pura sumatoria de hechos que se desencadenaron trágicamente, ellos lo saben, lo saben…!

            El V regimiento mecanizado en Austria había colapsado, el Heer no era para este entonces lo que había sido hacía ya casi un lustro atrás. ¡Cuando todo el peso de la muerte recae en uno, es imposible despegarse de la propia culpa! Endilgar a su subalterno inmediato aquella derrota inexorable era poco honorable. Lo sabía, ellos lo sabían, y ahora sentado, fumando y esperando a que suene el teléfono, acariciando la Walther que en otro lugar y otro momento fue símbolo de su jerárquico mando al frente de los suyos, hoy se convertiría en su propio verdugo.

            Aquel 12 de marzo todo había sido diferente, el Anschluss fue categórico y por supuesto no tuvo resistencia. ¡No tuvieron el valor de enfrentarnos, no pudieron o por el contrario, fuimos tan aplastantes como toda nuestra maquinaria bélica. Estábamos tan equivocados que hoy aquello es lejano y doloroso al mismo tiempo! ¿Te dijeron acaso que los soldados llegarían al extremo de comerse los perros que acompañaban fielmente a aquellos niños? ¿Te explicaron que el horror que después se desencadenaría, sería la sombra de la muerte que hoy están esperando? ¡NO!

            Gunter miraba el amplio despacho con una mueca de fastidio, observaba banderas, repasaba los cuadros colgados, exhalaba el humo del puro que colgaba de los dedos de su mano derecha, mano derecha. La izquierda, que de poco servía había sido mutilada por una trazadora en Amiens. Ya no importaba.

            Mirando fijamente aquel teléfono, repasó pocos minutos después, una y otra vez la carta que había escrito de puño y letra para su mujer e hija.

La secretaria de Gunter abrió la puerta intempestivamente con un radioteletipo que había llegado hacía unos minutos. Palabras que parecían inconexas estallaron ante sus ojos, ¿Cómo una simple hoja de papel puede cambiar el rumbo del destino? ¡No creo que haya habido un giro drástico en el comando central de Berlín que no sea, al menos una noticia funesta que se me niega a mis propios ojos! Cuando su propia secretaria le entregó aquel teletipo, el saludo con la mano derecha se pareció mas a un ademán que a la propia estructura verticalista, cuasi siniestra de lo que simbolizaba. No para él, no para ella. Para los demás. Era la cadena de mando, la propia inercia de la jerarquía.

            El mensaje afirmaba que el V regimiento mecanizado había sido diezmado. Y que al menos cincuenta de sus hombres habían sido capturados como rehenes de guerra y que serían trasladados al norte. De una vez, y con un solo movimiento capturó la Walther de su lado derecho y la posó sobre su escritorio desértico. A sus espaldas una botella de Whisky y un vaso tallado, de cristal de Polonia, también se posaron sobre el escritorio. El teléfono seguía tan mudo como sus pensamientos que ahora lo inundaban, a diferencia del tiempo y del momento, cuando ennegrecido en una trinchera por el sopor y la explosión de los morteros se retorcía en el infundado fango, ahora todo estaba perfectamente limpio, aséptico. Esperaba con ansias el sonido de la campanilla, anhelaba con todas sus fuerzas que el profundo silencio siguiese inundando por completo aquel despacho, esperaba todo y a la vez nada. Porque todo era una ejecución en vano, y la nada era el simple hecho de escapar de la miseria en la que se hallaba, de la que quería con todas sus fuerzas huir, pero claro, no podía, no debía, no era posible, no era lo correcto.

            Sorbió con desmedida premura de aquel vaso al menos dos, tres veces. ¡Si hubiesen sabido en realidad lo que yo he entregado en nombre de Alemania, si tuviesen al menos la valentía de corromper el presente para apagar un futuro predecido por aquella fatídica decisión de Normandía, hoy no estaría a merced de un mísero pedazo de plomo! ¡Despotrico ante todos aquellos que nefastamente sucumbieron ante sus propias debilidades, imbéciles, burócratas con rango y custodia de la Schutzstaffel!

            ¡Um einen Krieg zu gewinnen, muss man Mut haben! 39…40…41…42…43…44. Aun quedaba mucho tiempo. No lo sabía a ciencia cierta, las certezas estaban fuera de su alcance, era el teléfono el que estaba allí al alcance de su mano, la Walther también estaba allí. Había sido su compañera, y lo seguiría siendo durante un largo tiempo más.

            Cuando hubo salido del despacho, del edificio central del comando en Berlín el teléfono sonó, cinco timbrazos. Por antonomasia con su turbulento presente, o tal vez por mero y complejo protocolo. Retumbó en cada uno de los rincones de aquel despacho, ahora solitario, corrompió el mortal silencio. Quien del otro lado llamaba tenía la certeza de hallarlo, cinco minutos antes tal vez. Colgó el auricular. El ¨mensaje¨, la ¨orden¨ que quería impartirle a Gunter, no era sino una cadena de palabras que nada tenían que ver con un pedazo de plomo, ni con la Walther, por el contrario, satisfecho y regocijado en la vanagloria de su propio poder, que era el de todos, musitó para sí lo que era para el otro: ¨Genosse, wir haben noch lange Zeit, bis wir unser Ziel erreichen, Heil.¨ Un papel arrugado con membrete rugoso sobre el margen izquierdo se dejaba ver en la cesta de los papeles desechados, se podían leer solo dos palabras, con las que comenzó y terminó la esquela: ¨an meine liebe Frau und Tochter¨. Ya no la necesitaría, había tiempo, tiempo…


                                                                                                                      Martín Ramos

Despedida

Cuando pensó que llegaría a destino, faltando pocos metros para cruzar el obscuro camino que la llevaría de nuevo a su casa, una mujer se in...