Crónica de uno más


            Se desvió por un camino lateral, atrás ese auto lo estaba persiguiendo desde que había salido de la fábrica, a las seis en punto. Eran cuatro, no entendía por qué o qué era lo que buscaban. Tal vez un robo, tal vez meterlo adentro del coche, tal vez…

            Empapado de sudor en la frente por los frenéticos pasos que lo condujeron hasta aquel lugar, se apoyó contra una pared. Estaba oscureciendo y a esas alturas, nadie o casi ninguna persona merodeaba las calles, era peligroso. Sacó un pañuelo del bolsillo y se secó el espeso sudor que cubría su rostro, era tan pegajoso como la imagen de aquel auto que sentía a la vuelta de la esquina, estaba silencioso al igual que sus ocupantes, hasta que siguiese avanzando.        

            Un profundo temor le había infundido uno de sus compañeros cuando días atrás le había comentado que otro faltó dos días seguidos y no habían sabido más nada de él. ¿Lo habrían robado, y después quién sabe? Se arrodilló unos instantes sobre la vereda húmeda, quería tomar fuerzas para seguir caminando tranquilo, pero su mente lo retrotraía a aquella tarde donde se habían juntado en la casa de M. No podía dejar de pensar en otra cosa que alguno de los allí presentes estaba en el otro equipo.       

            Repasó con la ayuda de su memoria cada una de las caras. Todos eran compañeros, todos eran los que en la fábrica se reunían una vez por semana para acordar los encuentros y a cada uno, en ese momento, se le asignaba la tarea del día siguiente. Era normal, era lo que cada jueves hacían metódicamente. M era de confianza, y todo era igual desde hacía cuatro meses, desde que había entrado al grupo.

            Esa mañana cuando fichó no notó el punto rojo sobre el margen derecho de la tarjeta, no fue sino hasta dos horas después que hubo encontrado sentido a aquella marca casi imperceptible. Se levantó lentamente, incorporándose como si tratase de que sus huesos no emitiesen el mínimo sonido, imperceptible para los de adentro del auto. Muy distinto y asimétrico de lo que les había sucedido a los del descampado de León Suarez. Allí el ruido fue atroz según lo que le habían contado.       

            Cuando reunió todo el valor suficiente se echó a andar despacio, mirando cada tanto sobre su hombro para ver si aquel auto seguía detrás de él. Avanzó una cuadra y no volvió a ver ni notar nada extraño, al parecer había sido algún auto que daba vueltas por los alrededores de la fábrica y ahora se había perdido por las oscuras calles que rodeaban aquella tranquila manzana. Una ventana se cerró de golpe en un primer piso y eso lo puso en alerta, pero había sido un susto nada más, producto de su pensamiento virulento, atormentado por el recuerdo de su compañero sin paradero.

            Ausente en aquel lugar, con su mente obligada a olvidar lo que había sucedido la semana anterior comenzó a moverse, primero despacio y luego con prisa. El auto ya no estaba sobre sus espaldas siguiéndolo, por el contrario, sintió un dramático alivio al pensar que no se trataba de él o que por fin los había perdido. En la intersección de la avenida, desolada por cierto, un hombre le pidió fuego. Sacó del bolsillo interno de la campera el encendedor y se lo ofreció amablemente pero preocupado.

_es peligroso caminar de noche a estas horas, (dijo el otro).

            Con un ademán confirmó las palabras del extraño y se obligó a seguir su camino. Faltaban al menos diez cuadras para llegar a su casa. Entre los nervios crispados y la apresurada caminata estaba exhausto. Debía llegar cuanto antes al pequeño departamento. A unos pocos pasos del que le había pedido fuego, sintió un silbido leve, como un susurro que retumbó en sus oídos. Otros días en su cartera de mano había llevado un .38 que utilizó en más de una ocasión para hacer su trabajo dentro del grupo, ahora estaba en el cajón de la mesita de luz de su casa. Se maldijo por no tenerlo en la cintura ahora. Tímidamente se volvió sobre sí y cuando se percató que ese que había encendido un cigarro con su encendedor estaba a un metro de distancia se paralizó.  

            Sin verlo venir, el auto que pensó que había desaparecido frenó a un costado. La tenue luz de la avenida reflejó sobre una .45 que empuñaba ese desgraciado, le apuntaba directo al pecho. En vano quiso abalanzarse sobre el otro. Recibió un fuerte culatazo en la frente que lo dejó inconsciente durante unos minutos. Cuando por fin despertó sintió la fuerte opresión de cuatro pies, dos sobre sus piernas y las otras sobre sus espaldas. Lo único que podía ver era el piso de aquel auto. Unos murmullos dentro del coche que parecían a kilómetros de distancia los oía desconcertado, desconectados entre sí.

            Recordó en un instante aquel cuento donde en el ´44 un pobre infeliz que había desembarcado en Normandía se parapetaba del fuego enemigo detrás de un compañero mutilado. ¿Lo mutilarían a él también, le cercenarían algún miembro de su cuerpo? No lo sabía, pero aquel pensamiento no dejaba de darle vueltas en la cabeza.           

            Había perdido la noción del tiempo, los pies pesados que oprimían sus pulmones le estaban quitando la respiración, sentía un fuerte ardor que se asemejaba al balazo que le habían pegado en un hombro en la plaza, aquel día cuando el General los subestimó, se habían puesto de espaldas y de repente los tiros empezaron a aparecer en todas las direcciones, desde ellos y por parte de los otros. El que le alcanzó el hombro le partió la clavícula, no sintió dolor en ese momento, pero era un ardor indescriptible, igual al que sentía ahora boca abajo casi sin poder inhalar aire.    

            Se preguntó por qué no le habían solicitado que se identifique, ahora sabía que los cuatro que lo acompañaban eran del equipo contrario. Lo conocían, sabían lo de la plaza, sabían lo del atentado en la sede gremial y conocían su participación en la operación ¨sangre derramada¨ que tuvo lugar en el departamento del jefe de policía. Ya estaba todo dicho, el tiempo se detuvo cuando se convenció de que así era. De que no era un simple robo, de que no lo habían abandonado en aquella frenética huida al salir de la fábrica. Al contrario, todo estaba planificado desde hacía dos semanas por el S.I.E.    

            Perdió la noción del tiempo, la noche era más oscura de lo habitual, y el cielo era tan pálido como sus recuerdos. Su hermano se lo había advertido ya un año antes. ¨No te metas en quilombos¨. Pero se metió. En el auto nadie hablaba una palabra, más allá de algún murmullo que oía a lo lejos. Quién sabe si se resignó o albergó un destello de esperanza de que al fin de cuentas tendría algún tipo de posibilidad. No estaba esposado, pero tampoco armado, y si lo hubiese estado, claro, en este momento no estaría todavía respirando dificultosamente boca abajo.    

            Inesperadamente el auto se detuvo de golpe, casi como si el motor estuviese en concordancia con su corazón. La puerta izquierda la abrió el que tenía los pies sobre sus pulmones. Intempestivamente lo sacó de los pelos del auto, con una violencia que ni siquiera un tiro podría causar. Se estrelló contra el frío asfalto de cara al piso. No supo si cuatro, cinco o seis patadas en las costillas terminaron por ahogar el último aliento que le quedaba. Pensaba en su hermano, pensaba en sus compañeros, pensaba…

            Encendieron las altas del auto que iluminaron más de dos cuadras, oscuras, con un olor a muerte que flotaba en el aire. No tenía las fuerzas suficientes para incorporarse. Pero aun así el que lo arrancó de un tirón lo puso de pie sobre el baúl del coche. Y otra vez pudo ver como el reflejo de las luces traseras se posó sobre la .45. Era absurdo, porque estaba completamente empavonada. Tal vez fue la señal de que allí, en las manos del petiso pero corpulento tipo estaba el control absoluto de su ahora miserable vida. No vio venir el culatazo que le partió la mandíbula produciéndole un dolor inimaginable. No se dio cuenta que vendría. Estaba completamente desarmado moralmente, le dolían las costillas y ahora la mandíbula rota era un contratiempo más, era agregar sufrimiento al que desde hacía dos horas estaba padeciendo.     

_Ahora vas a caminar derechito adelante del auto, despacio no sea cosa que te agites mucho. Le había dicho.

            Con dos palmaditas en el hombro, como quien saluda a un amigo, lo acompañó hasta la trompa y, con una feroz patada en el culo lo hizo caminar. Le transpiraban las manos, le dolía todo el cuerpo, y no pudo producir palabra alguna, el dolor en su boca era demasiado. Comenzó a andar con la cabeza gacha, recordó a su padre que años antes se había jubilado en la misma fábrica. Se acordó de las palabras de su hermano, y según lo que había leído, si tuviese la mínima oportunidad, luego, cuando la pesadilla pasara tal vez pudiese correr la misma suerte que tuvo J.T. para contar lo que un muerto pudo contar.

            A media cuadra sintió que estaba a salvo, apuró frenéticamente el paso para tirarse a un costado de aquella calle donde no había edificios, al costado de la vía. Si reuniese las fuerzas suficientes podría escalar el terraplén y perderse del otro lado, no lo encontrarían y lo que estaba ahora viviendo serviría de escarmiento. Tal vez era eso, le querían dar un escarmiento para que ya deje de hacerse el revolucionario. El propio instinto de supervivencia hizo que empezase a trotar torpemente hacia su derecha. Cuando pensó que lo lograría, el temeroso ruido metálico se escuchó, el de atrás había martillado la pistola.          

            Dos fueron las detonaciones que rompieron la tranquilidad de la noche. Se desplomó como si le hubiesen cortado los hilos a una marioneta. Un hilo grueso de sangre brotaba de su boca. Aun así, seguía respirando. Escuchó el motor del auto que se acercaba lentamente y que justo a su lado se frenó. Su cabeza estaba ladeada hacia las ruedas, podía verlas, como también podía ver un verde panel frente a sus ojos. El que estaba adelante, el acompañante del conductor tiró sobre su espalda un panfleto. En su agonía sintió que le había caído en la espalda con el peso de un adoquín. El mismo tipo extrajo de su cintura la pistola reglamentaria. Sacó su brazo por la ventanilla y por piedad o por el mismo odio que le infundía, descerrajó un balazo que pegó de lleno en su nuca. Todo terminó allí, excepto para los cuatro que al otro día deberían volver a montar guardia en la puerta de la fábrica, él no era el primero, pero tampoco sería el último.

 

                                                                                  Martín Ramos

           

El autómata


 

    Quién dijo que la irreversible realidad del tiempo es nefastamente funesta para quienes no pueden aceptar un destino ocásico, y hasta en cierto punto grotesco.

      Nuestro personaje, éste que daré a conocer, llevaba una marca consigo, debía –por cierto- cargar en sus trabajadas y curtidas espaldas el peso de esa realidad inconcebible, la que día a día estaba llevándolo hacia recónditos e inexplorados caminos, claro está, que en ello le ayudaba su trabajo de oficinista, un simple empleado que desapercibidamente quedaba bien con Dios y con el Diablo. No tenía mayores escrúpulos que arremeter con exagerado ímpetu sobre el espíritu pobre de aquellos con los que vanagloriaba sus dotes de funcionario mediocre.

    Su nombre cuando entro al país era Claus von Kriegger, que en manos de una empleada de la oficina de migraciones tomó la forma absurda de ¨Claudio Negro¨, luego cuando supo el significado de su apellido, quiso tomar la Luger y descerrajarse un tiro en la sien.

    Claudio Negro era el arquetipo del alemán prototípico, había participado de la batalla en el norte e Austria, al mando del pelotón mecanizado número IV del Reich, lo demás redunda en explicaciones. Entró al país escondido en un barco pesquero y se instaló en los suburbios de lo que en aquel entonces eran estos conventos para parias que se sumergían en las inundadas calles de La Boca. Pobre, sin un peso y con hambre pudo solventar su sustento diario con algunas changas en el puerto de Buenos Aires; al cabo de un tiempo sin trabajo tuvo que desprenderse de su reglamentaria Luger, la que portaba con orgullo desde que había llegado desde aquel lejano país, su país.

    Pero este destino que lo sumergía en la más profunda pobreza y del cual no podía escapar, un día cambio totalmente. Un amigo que compartía la pusilánime habitación donde noche a noche rememoraba estampidos y colegas abatidos, llegó con una carta de recomendación para que se presentase en la embajada alemana: necesitaban un traductor que pudiese enviar cartas a aquellos que se encontraban en el exilio. Con gusto tomó la recomendación de su amigo, escrita en manos del embajador alemán en Buenos Aires, -por supuesto escrita en su idioma-, y al cabo de leerla una leve mueca fue esbozada por su cara criminal.

    A las ocho y treinta, según lo pactado en aquella esquela, se presentó en el edificio. Con lo mejor que tenía había salido del chaperío. Se dejó llevar por el tren hasta que por fin arribó a la plazoleta que llena de árboles sombreaban su mente y el cielo casi diáfano de aquella mañana de marzo. No le temblaron las piernas al entrar, no sintió ningún remordimiento que le rememorase las atrocidades cometidas años atrás, al contrario, un orgullo invadía su cuerpo y su mente y hasta tropezó el último escalón de la entrada principal producto del precipitado ánimo que lo movía. Un autómata, según años después lo recordaron sus compañeros entró a paso firme en aquel edificio. Es sabido por muchos que el autómata puede llegar a ser peligrosamente falso, inescrupuloso y hasta traicionero. Estas cualidades parecían estar innatas en Claudio Negro, como si se hubiesen arraigado de manera inconsciente en su personalidad dura e impasible.

    Estrechó la mano que lo recibió con cordial afecto, -un alemán en la embajada-, no era extraño, aquí lo extraño era Von Kriegger. Ambos entraron a un pequeño despacho, y al cabo de una hora de una conversación que se mantuvo en secreto por años, hasta que las grabaciones salieron a la luz, Kriegger fue empleado de inmediato, nunca se supo por qué. Le fue asignada una oficinita que contaba con una máquina de escribir, un teléfono de disco y un armario metálico repleto de cartas que provenían de familiares de quien sabe dónde, cuándo y cómo. Von Kriegger se sumergió en aquel mar de hojas polvorientas para comenzar con su trabajo: debía traducir del alemán al español cientos, miles de cartas que llegaban de parte de familiares hasta aquí. En ocasiones lo encontraron cerca de la medianoche pasando en limpio hojas y hojas manuscritas a tinta en papeles con el membrete de la embajada Argentina-Alemana. Sudoroso y con tipeo firme, desglosaba líneas completas, una tras otra hasta el hartazgo.

    Cuando creía finalizada la labor diaria, tomaba su saco se lo montaba sobre sus hombros y caminaba despacio, torpemente, como un autómata hasta que por fin llegaba al bar donde calmaba su angustia con vasos de caña. Un año, dos, tres…fueron muchos los que dedicó a aquella tarea, solitario, ermitaño, con un ademán ordenaba que cerrasen la puerta luego de interrumpirlo en sus labores. La suerte estuvo a su favor cuando sobre su escritorio recibió una recomendación de la embajada alemana para que por intermedio de su sede en Argentina volviese a su país, allí la guerra había terminado. Como la realidad se divide en diferentes caminos inexplorados, el destino parecía haberse puesto de su parte:

¨Es de nuestro agrado ponernos en contacto con usted, luego de tantos años en el exilio hemos tratado de contactarnos con nuestros compatriotas para que vuelvan sin ningún remordimiento ni culpa a su tierra madre, la que lo espera con los brazos abiertos para que comience una nueva y acomodada vida. Aquí será el que supo ser, sus hermanos y familiares lo necesitan, y la distancia corroe toda relación con el pasado, que aunque a veces nefasto, no deja de estar presente. Queremos que una nueva vida lo haga olvidar lo que vivió y para quien sirvió, aquí las cosas han cambiado radicalmente, nuestra patria se levanta sobre un manto de unidad y soberanía, sobre los pilares de una sociedad dispuesta a aceptar el cambio que tanto usted como muchos de sus amigos y familiares han esperado durante tanto tiempo. Es menester y urgente que tome el primer vuelo que lo devuelva a su querida tierra. Aquí las heridas comienzan a cerrar poco a poco, y en tanto y en cuanto ¨todos¨ pongamos una voluntad férrea para que esta realidad termine de concretizarse, esta posibilidad se hará una realidad irrefutable. Queremos que aquellos que fueron desterrados en esos momentos oscuros del pasado vuelvan a casa con la esperanza de que aquí un futuro prominente les espera. Desde mi más profundo respeto y agradecimiento, espero tome en cuenta esta carta y estas humildes palabras para convencerlo de que así lo haga. Lo saluda con cordial afecto¨:

Heinrich Klauss

    Von Kriegger pegó un salto de su silla y comunicó a su superior de aquella carta que había sido depositada en su despacho. El otro sabía que el mandato estaba dispuesto, dado que él mismo había recibido la carta de su par alemán. Aunque sus pensamientos lo atormentaban, y en su cabeza un abismo confundía sus emociones, al cabo de dos días estrechó la mano de su superior y se dirigió hacia el aeropuerto. Al cabo de doce horas de vuelo, arribó a Berlín, tomó un taxi que lo llevó directamente a la embajada alemana. Las calles vacías, la gente que no reconocía parecía darle a aquel lugar un aspecto extraño, como si nunca hubiese estado allí, aquel no era su país, aquella no era la gente que corría desesperada tras los bombardeos en busca de refugio y comida, no había cadáveres mutilados, no se escuchaban los estrepitosos estruendos de bombas aliadas. Todo ahora era monumentalmente disímil. Al cabo de una hora de viaje arribó a aquel indicado lugar. Tomó su maletín y su equipaje de mano y con un absurdo apuro en sus pies logró entrar en el edificio.

    La recepcionista no hablaba un alemán comprensible, por el contrario, parecía balbucear algunas palabras inconexas mezcladas con rasgos de otro idioma particular. Se sorprendió visiblemente, pero no se asustó en absoluto. Aquella mujer le dio la orden de que esperase a Klauss sentado en la antesala de su despacho. Al cabo de una hora nadie se había presentado para atenderlo. Vio pasar a varios hombres con uniforme, vio pasar el pasado en una fracción de segundo, ese mismo que dejó atrás hacía muchos años. Por casualidad o por certeza entraron al despacho donde sería recibido minutos más tarde, lo saludaron cordialmente al pasar, hasta una reverencia marcial fue esgrimida por alguno de los que pasaron frente a él. Diez minutos más tarde, mientras estaba sumergido en pensamientos confusos, su nombre retumbó a lo lejos, el autómata se irguió, acomodó su traje y con la misma sonrisa con la que había recibido la carta en la pocilga entró a aquel despacho donde había sido citado.

    Un hombre pequeño pero regordete se hallaba sentado en un sillón casi en penumbras, sólo podía vislumbrarse alguna facción de su rostro gracias a una lámpara sobre el escritorio. Le pidió amablemente que tome asiento, un Heil se escuchó desde algún rincón de la habitación, Kriegger volteó sin poder hallar quién había pronunciado aquel saludo. La oscuridad era total. El autómata comenzó a sentir un leve dejo de temor que jamás había sentido. Se le acercó a su mano un vaso de whisky, que rechazó con uno de sus tantos ademanes de manera categórica. El del otro lado no emitía palabra, sólo Kriegger hizo una o dos preguntas que parecieron hacer eco en las oscuras paredes del recinto. De pronto sintió dos mordazas en cada brazo, de las sombras habían salido los que había visto pasar y a los que saludo con honores. Quiso forcejear pero fue en vano, al cabo de unos segundos estaba quieto, inamovible. Sintió un frio en la sien derecha, sintió que el Diablo con el que había coqueteado durante décadas estaba junto a él, allí en aquel oscuro sótano; en aquella cloaca donde lo habían mandado llamar. El frío en la sien se hizo más intenso, presionaba, hostigaba, dolía. Recordó su Luger, la que empeñó para poder comer, simétrica al hielo que sentía de su lado derecho. En un instante una luz iluminó la cara del regordete, pudo verla, se vio a sí mismo, era él, era quien había cometido los atroces crímenes del pasado, el mismo que jamás había salido de aquel recinto, sentado allí, pensativo y con una mano en la sien derecha, el fogonazo hizo explotar la lámpara del despacho. Luego, al cabo de una fracción de segundo que nunca fue real, la habitación se tornó completamente oscura. La mujer del despacho suspiró, y una lágrima se deslizó pesadamente por su mejilla.

 

                                                                                                           Martín Ramos

 

 


Una cercenada realidad


 










        Su cuerpo se encontraba exhausto, como en aquellos tiempos donde las batallas eran interminables, recostado ahora sobre su patética cama miraba un techo blanco; miraba por la ventana un cielo plomizo con pequeñas manchas blancas, como estrellas.

            Se aventuró a mover un brazo, no sin al mismo tiempo sentir un profundo dolor en su columna parecido al que le había proporcionado una esquirla de artillería en el ´44. Con la respiración acelerada buscó el vaso sobre la mesita casi hecha polvo por polillas inescrupulosas. Alcanzó a acariciarlo con la yema de los dedos; su compañero en el frente le había aplicado una dosis de morfina en el estómago, era todo lo que podía hacer.     

            Su muñeca izquierda estaba conectada con una aguja que hacía sangrar aquel pinchazo que no sintió en absoluto, estaba casi en coma. A un costado, cuando observó atentamente, se encontraba otro del mecanizado número IV, en vano quiso producir una pregunta que se ahogó en sus labios. Lo miró de reojo, desde los pies hasta la cabeza, pero no pudo reconocerlo, una venda cubría el rostro del agónico cuerpo y unas manchas rojas se dejaban ver sobre la cien derecha del moribundo.           

            Entabló una conversación consigo, repasando cada uno de los momentos en la playa, el mar teñido de rojo, la arena con pedazos de quién sabe sucumbían ante sus fatigados ojos, del mismo modo que sucumbía su pulso para tomar el vaso de aquella mesa. Se sentía a salvo pensando que el horror había quedado atrás, que las ráfagas de las Thompson no habían podido dañarle, sin embargo no podía levantar su cabeza, un agudo dolor recorría su espina como él mismo había recorrido el sinuoso camino cuando desembarcó en aquella maldita playa.

            A lo lejos se escuchaban sirenas, esas mismas que alertan de un bombardeo inminente. Su pulso se aceleró rápidamente, no sabía si era una pesadilla o si realmente estaba a salvo de los proyectiles del enemigo. La frente le quemaba la piel, la fiebre era tan alta que el delirio se mezclaba con la realidad, la que lo mantenía aferrado a su fusil de una manera casi autómata. Se dijo que debía avanzar en zigzag para esquivar la artillería y los encamisados proyectiles que estaban haciendo pedazos a sus compañeros. En un atroz instante producto de su instinto de supervivencia recordó que se había parapetado detrás de un compañero cuyas piernas habían sido mutiladas, el infeliz seguía gritando y en vano un médico se acercó hacia ellos para aliviar el sufrimiento. Rechinando los dientes y con el pulso tembloroso alcanzó por fin el vaso. Bebió un trago corto, todo lo que pudo hacer en aquel momento fue saborear un agua rojiza que le produjo un vómito involuntario, pero al mismo tiempo asqueroso.

            Su mente le decía firmemente que se incorpore de inmediato, pero sus piernas parecían no querer responderle. Como si le perteneciesen al infeliz mutilado por un obús de mortero. Trató con todas sus fuerzas de incorporarse, trato de mirar sus piernas que yacían rígidas, tal vez por el miedo, tal vez porque ya no estaban allí.     

            Por milagro o porque el destino a veces favorece a los más débiles, un médico acudió en su ayuda, se acercó sigilosamente por su flanco izquierdo, le preguntó si se encontraba bien, si sentía dolor. Quiso decirle que la fiebre lo consumía, al mismo tiempo que lo agarraba firmemente del brazo, el casco con aquella cruz le profería cierta seguridad, aunque las sirenas sonasen a lo lejos, aunque pedazos de su compañía estuviesen esparcidos por toda la playa, aquella figura de la cual no quería separarse le infundía un atisbo de esperanza que parecía desvanecerse segundo tras segundo. Pero la realidad es cruel, es una daga que se clava en la garganta y hace que quien confía en que todo es un sueño termine abandonando esa quimera con el gusto amargo de la furiosa realidad.

            Cuando por fin pudo reunir las fuerzas suficientes para levantar su cabeza, vio con un profundo asombro que sus piernas estaban a un par de metros de su cuerpo. La cama en la que penosamente se encontraba era un profundo sentimiento de su imaginación que le estaba jugando una horrible pesadilla mental. Aquella muñeca, la que ahora no podía mover según su propia voluntad había sido alcanzada por un proyectil. Estaba cercenada, al igual que su mano, que ahora no permitía agarrar con fuerza aquel fusil que había llevado consigo cuando desembarcó. Atónito ante la realidad que lo sucumbía miró hacia todos lados, recordó como aquellos proyectiles desmembraban a sus compañeros, como poco a poco la cama se iba tornando de un color rojizo al igual que el agua que bañaba la costa. Justo en ese preciso instante en el que todo se confunde por el propio dolor y por el ajeno y mismo sufrimiento, estiró nuevamente la mano para alcanzar una granada que se encontraba sobre la mesa. La llevó a su boca al igual que el vaso, y como si bebiese un largo trago de agua hizo saltar la espoleta. ¿Quién puede afirmar si estuvo realmente en aquella cama del hospital donde se sintió por un instante a salvo?


Martín Ramos


La búsqueda









 

    Yacía frenéticamente encrespada de nervios junto a una mesa de luz oscura que soslayaban su frágil estado de ánimo, sobre el decrépito mueble iluminado por una vela melancólica, había un vaso de agua, había un retrato de su madre muerta similar a un cráneo blasfémico. Estiró la mano para acariciarle unos supuestos rulos cenicientos, pasmosamente rígidos como un mármol de una tumba oblicua. Llevó su mano a la boca, unió sus almas en el instante en que sus cansados ojos se cerraron sobre la vigilia de aquel consabido llamado inoportuno.

Escrito una noche

 


              En su mirada había un dolor de pardos ojos secos.

              En su corazón latían los ecos de tiempos que rememoraba ya muertos.     

            Percibía a lo lejos el aroma de una brisa húmeda con vestigios de un sabor amargo que corroía su alma atormentada.

            A pesar del peso que agobiaba sus espaldas se irguió orgulloso.

            Cuando en otros momentos se había enterrado en el subsuelo donde moran los que suspiran lamentos, pudo entonces comprender que su suplicio aún no se hallaba en aquellos suburbios del alma, todo lo contrario, se aferró a la vida y recordó que aquí al igual que en aquel frío fango, el espíritu se regocija de la sutil esperanza de que el fin anhelado pronto lo dejaría partir para encontrarse allí con ella.


                                                                                              Martín Ramos.

Crónica de una atrocidad










           A las tres y treinta de la madrugada se despertó súbitamente con un ardor en la boca que le quemaba el paladar, a esa altura de la noche seco por el estertor que le producía una garganta atormentada. Puso un pie al costado de la cama, tal vez el derecho, y con suma pesadez se dirigió hacia la cocina buscando un vaso de agua helada.

            Tal vez fue grande su sorpresa al verla a ella sentada en la cabecera de la mesa, con la mirada fija puesta sobre una de las estanterías de la cocina. ¿Miraba el vaso de trago largo o el reloj por encima de la alacena? No fue capaz de percibir sus ojos, no pudo seguir su mirada, lo cierto es que allí estaba tan blanca como cuando en el frío invierno se acurrucaba a su lado para abrazarla y ofrecerle un poco de calor una tras otra noche helada como el mismo hielo de Sioux.

            Abrió la heladera y tomó una de las dos botellas que había llenado con un agua pastosa antes de irse a dormir, llena de espejismos que reflejaban la palidez del rostro de ella. No hubo una sola palabra de por medio, ella mantenía fijamente su mirada en aquel reloj. Pasó primero el frío envase por la cien derecha, luego por la frente hasta que lo abrió y bebió un largo trago que apaciguó la interminable sed que lo abrazaba. Se dio vuelta para mirarla fijamente a los ojos, vana empresa trató de llevar a cabo cuando quiso preguntarle por qué estaba despierta y no obtuvo ninguna respuesta. Era como si el tiempo se hubiese detenido en aquel preciso instante en el que ingresó a la cocina, todo su mundo se paralizó en ese momento.

            Ella de pronto se levantó de la silla como si él nunca hubiese estado allí, se sintió molesto y hasta con un impetuoso sentido de inexistencia. Imaginó que el día había sido largo y extenuante. Imaginó que su larga cabellera negra había enamorado a otros hombres y que tal vez la hubiesen deseado en secreto. Sacudió su cabeza para quitarse esas necias ideas de su mente. Irrevocablemente el tiempo se paralizó cuando hubo de beber el último sorbo y devolver la botella dentro de la heladera. En ese preciso instante todo se volvió más claro, sus ideas y su memoria lo sumieron en el profundo abismo de la noche anterior.   

            Mientras la abrazaba en la cama posando su brazo derecho por sobre el hombro de ella la sintió más fría que de costumbre. Trataba con el más impetuoso anhelo entibiar su cuerpo helado. Nadie jamás reparó en que aquella mujer había cometido el mayor de los pecados con él, pero en contra de todos los argumentos que se rumoreaban, ella era su mujer, ante sus ojos y por sobre el de los demás, era la que había venido desde lejos para quedarse a su lado y acompañarlo el poco tiempo que le quedaba allí, junto a él. En ese efímero instante de lucidez recordó, invocó a su débil juicio para comprender que la cocina jamás existió y que el reloj de la alacena fue una treta de su inconsciente para borrar las atrocidades.         

            Cuando despertó sus ojos estaban abiertos y al encender el velador de la mesita de luz, pudo contemplar no sin asombro, que eran tan blancos como la nieve que se extendía sobre la pálida llanura. Entró a ducharse como era habitual luego de haberlo hecho, secó su pelo con un toallón gélido y se dirigió al desván, allí donde se encontraba el único teléfono de línea de la casa, todavía era de madrugada. Marcó tres números. A los pocos instantes su mirada se posó sobre la alacena, o tal vez sobre el reloj, simétricamente abrió la heladera para beber un sorbo de agua como unas horas antes, la única diferencia era un pronombre. Esperó tal vez veinte minutos, quizás menos para volver a la cama. Cuando se dirigió hacia el dormitorio y se recostó a su lado, la daga para desollar los venados que había llevado consigo hizo rápido y bien su trabajo.      

            Por la mañana, en el momento en que los encontraron, el frio de la habitación se mezcló con el clima exterior y con la brutal escena que horas antes se había perpetrado.


                                                                                                             Martín Ramos

Despedida

Cuando pensó que llegaría a destino, faltando pocos metros para cruzar el obscuro camino que la llevaría de nuevo a su casa, una mujer se in...