Se desvió por un camino lateral, atrás ese auto lo estaba
persiguiendo desde que había salido de la fábrica, a las seis en punto. Eran
cuatro, no entendía por qué o qué era lo que buscaban. Tal vez un robo, tal vez
meterlo adentro del coche, tal vez…
Empapado de sudor en la frente por los frenéticos pasos
que lo condujeron hasta aquel lugar, se apoyó contra una pared. Estaba
oscureciendo y a esas alturas, nadie o casi ninguna persona merodeaba las
calles, era peligroso. Sacó un pañuelo del bolsillo y se secó el espeso sudor
que cubría su rostro, era tan pegajoso como la imagen de aquel auto que sentía
a la vuelta de la esquina, estaba silencioso al igual que sus ocupantes, hasta
que siguiese avanzando.
Un profundo temor le había infundido uno de sus compañeros
cuando días atrás le había comentado que otro faltó dos días seguidos y no
habían sabido más nada de él. ¿Lo habrían robado, y después quién sabe? Se
arrodilló unos instantes sobre la vereda húmeda, quería tomar fuerzas para
seguir caminando tranquilo, pero su mente lo retrotraía a aquella tarde donde
se habían juntado en la casa de M. No podía dejar de pensar en otra cosa que
alguno de los allí presentes estaba en el otro equipo.
Repasó con la ayuda de su memoria cada una de las caras.
Todos eran compañeros, todos eran los que en la fábrica se reunían una vez por
semana para acordar los encuentros y a cada uno, en ese momento, se le asignaba
la tarea del día siguiente. Era normal, era lo que cada jueves hacían
metódicamente. M era de confianza, y todo era igual desde hacía cuatro meses,
desde que había entrado al grupo.
Esa mañana cuando fichó no notó el punto rojo sobre el
margen derecho de la tarjeta, no fue sino hasta dos horas después que hubo
encontrado sentido a aquella marca casi imperceptible. Se levantó lentamente,
incorporándose como si tratase de que sus huesos no emitiesen el mínimo sonido,
imperceptible para los de adentro del auto. Muy distinto y asimétrico de lo que
les había sucedido a los del descampado de León Suarez. Allí el ruido fue atroz
según lo que le habían contado.
Cuando reunió todo el valor suficiente se echó a andar
despacio, mirando cada tanto sobre su hombro para ver si aquel auto seguía
detrás de él. Avanzó una cuadra y no volvió a ver ni notar nada extraño, al
parecer había sido algún auto que daba vueltas por los alrededores de la
fábrica y ahora se había perdido por las oscuras calles que rodeaban aquella
tranquila manzana. Una ventana se cerró de golpe en un primer piso y eso lo
puso en alerta, pero había sido un susto nada más, producto de su pensamiento
virulento, atormentado por el recuerdo de su compañero sin paradero.
Ausente en aquel lugar, con su mente obligada a olvidar
lo que había sucedido la semana anterior comenzó a moverse, primero despacio y
luego con prisa. El auto ya no estaba sobre sus espaldas siguiéndolo, por el contrario,
sintió un dramático alivio al pensar que no se trataba de él o que por fin los
había perdido. En la intersección de la avenida, desolada por cierto, un hombre
le pidió fuego. Sacó del bolsillo interno de la campera el encendedor y se lo
ofreció amablemente pero preocupado.
_es peligroso caminar de
noche a estas horas, (dijo el otro).
Con un ademán confirmó las palabras del extraño y se obligó
a seguir su camino. Faltaban al menos diez cuadras para llegar a su casa. Entre
los nervios crispados y la apresurada caminata estaba exhausto. Debía llegar
cuanto antes al pequeño departamento. A unos pocos pasos del que le había
pedido fuego, sintió un silbido leve, como un susurro que retumbó en sus oídos.
Otros días en su cartera de mano había llevado un .38 que utilizó en más de una
ocasión para hacer su trabajo dentro del grupo, ahora estaba en el cajón de la
mesita de luz de su casa. Se maldijo por no tenerlo en la cintura ahora. Tímidamente
se volvió sobre sí y cuando se percató que ese que había encendido un cigarro
con su encendedor estaba a un metro de distancia se paralizó.
Sin verlo venir, el auto que pensó que había desaparecido
frenó a un costado. La tenue luz de la avenida reflejó sobre una .45 que
empuñaba ese desgraciado, le apuntaba directo al pecho. En vano quiso abalanzarse
sobre el otro. Recibió un fuerte culatazo en la frente que lo dejó inconsciente
durante unos minutos. Cuando por fin despertó sintió la fuerte opresión de
cuatro pies, dos sobre sus piernas y las otras sobre sus espaldas. Lo único que
podía ver era el piso de aquel auto. Unos murmullos dentro del coche que
parecían a kilómetros de distancia los oía desconcertado, desconectados entre sí.
Recordó en un instante aquel cuento donde en el ´44 un
pobre infeliz que había desembarcado en Normandía se parapetaba del fuego
enemigo detrás de un compañero mutilado. ¿Lo mutilarían a él también, le
cercenarían algún miembro de su cuerpo? No lo sabía, pero aquel pensamiento no
dejaba de darle vueltas en la cabeza.
Había perdido la noción del tiempo, los pies pesados que oprimían
sus pulmones le estaban quitando la respiración, sentía un fuerte ardor que se
asemejaba al balazo que le habían pegado en un hombro en la plaza, aquel día
cuando el General los subestimó, se habían puesto de espaldas y de repente los
tiros empezaron a aparecer en todas las direcciones, desde ellos y por parte de
los otros. El que le alcanzó el hombro le partió la clavícula, no sintió dolor
en ese momento, pero era un ardor indescriptible, igual al que sentía ahora boca
abajo casi sin poder inhalar aire.
Se preguntó por qué no le habían solicitado que se
identifique, ahora sabía que los cuatro que lo acompañaban eran del equipo
contrario. Lo conocían, sabían lo de la plaza, sabían lo del atentado en la
sede gremial y conocían su participación en la operación ¨sangre derramada¨ que
tuvo lugar en el departamento del jefe de policía. Ya estaba todo dicho, el
tiempo se detuvo cuando se convenció de que así era. De que no era un simple
robo, de que no lo habían abandonado en aquella frenética huida al salir de la
fábrica. Al contrario, todo estaba planificado desde hacía dos semanas por el
S.I.E.
Perdió la noción del tiempo, la noche era más oscura de
lo habitual, y el cielo era tan pálido como sus recuerdos. Su hermano se lo
había advertido ya un año antes. ¨No te metas en quilombos¨. Pero se metió. En el
auto nadie hablaba una palabra, más allá de algún murmullo que oía a lo lejos. Quién
sabe si se resignó o albergó un destello de esperanza de que al fin de cuentas
tendría algún tipo de posibilidad. No estaba esposado, pero tampoco armado, y si
lo hubiese estado, claro, en este momento no estaría todavía respirando
dificultosamente boca abajo.
Inesperadamente el auto se detuvo de golpe, casi como si el
motor estuviese en concordancia con su corazón. La puerta izquierda la abrió el
que tenía los pies sobre sus pulmones. Intempestivamente lo sacó de los pelos
del auto, con una violencia que ni siquiera un tiro podría causar. Se estrelló
contra el frío asfalto de cara al piso. No supo si cuatro, cinco o seis patadas
en las costillas terminaron por ahogar el último aliento que le quedaba. Pensaba
en su hermano, pensaba en sus compañeros, pensaba…
Encendieron las altas del auto que iluminaron más de dos
cuadras, oscuras, con un olor a muerte que flotaba en el aire. No tenía las
fuerzas suficientes para incorporarse. Pero aun así el que lo arrancó de un
tirón lo puso de pie sobre el baúl del coche. Y otra vez pudo ver como el
reflejo de las luces traseras se posó sobre la .45. Era absurdo, porque estaba
completamente empavonada. Tal vez fue la señal de que allí, en las manos del petiso
pero corpulento tipo estaba el control absoluto de su ahora miserable vida. No vio
venir el culatazo que le partió la mandíbula produciéndole un dolor
inimaginable. No se dio cuenta que vendría. Estaba completamente desarmado
moralmente, le dolían las costillas y ahora la mandíbula rota era un
contratiempo más, era agregar sufrimiento al que desde hacía dos horas estaba
padeciendo.
_Ahora vas a caminar
derechito adelante del auto, despacio no sea cosa que te agites mucho. Le había
dicho.
Con dos palmaditas en el hombro, como quien saluda a un
amigo, lo acompañó hasta la trompa y, con una feroz patada en el culo lo hizo
caminar. Le transpiraban las manos, le dolía todo el cuerpo, y no pudo producir
palabra alguna, el dolor en su boca era demasiado. Comenzó a andar con la
cabeza gacha, recordó a su padre que años antes se había jubilado en la misma
fábrica. Se acordó de las palabras de su hermano, y según lo que había leído,
si tuviese la mínima oportunidad, luego, cuando la pesadilla pasara tal vez
pudiese correr la misma suerte que tuvo J.T. para contar lo que un muerto pudo
contar.
A media cuadra sintió que estaba a salvo, apuró frenéticamente
el paso para tirarse a un costado de aquella calle donde no había edificios, al
costado de la vía. Si reuniese las fuerzas suficientes podría escalar el terraplén
y perderse del otro lado, no lo encontrarían y lo que estaba ahora viviendo
serviría de escarmiento. Tal vez era eso, le querían dar un escarmiento para
que ya deje de hacerse el revolucionario. El propio instinto de supervivencia
hizo que empezase a trotar torpemente hacia su derecha. Cuando pensó que lo
lograría, el temeroso ruido metálico se escuchó, el de atrás había martillado
la pistola.
Dos fueron las detonaciones que rompieron la tranquilidad
de la noche. Se desplomó como si le hubiesen cortado los hilos a una marioneta.
Un hilo grueso de sangre brotaba de su boca. Aun así, seguía respirando. Escuchó
el motor del auto que se acercaba lentamente y que justo a su lado se frenó. Su
cabeza estaba ladeada hacia las ruedas, podía verlas, como también podía ver un
verde panel frente a sus ojos. El que estaba adelante, el acompañante del conductor
tiró sobre su espalda un panfleto. En su agonía sintió que le había caído en la
espalda con el peso de un adoquín. El mismo tipo extrajo de su cintura la
pistola reglamentaria. Sacó su brazo por la ventanilla y por piedad o por el
mismo odio que le infundía, descerrajó un balazo que pegó de lleno en su nuca. Todo
terminó allí, excepto para los cuatro que al otro día deberían volver a montar
guardia en la puerta de la fábrica, él no era el primero, pero tampoco sería el
último.
Martín Ramos