No lo sé, pero
él buscó la excusa perfecta para volver a encontrarla. La había perdido en
circunstancias que no valen la pena explicar porque sería redundar en vagas
banalidades.
La volvió a encontrar, se
reconocieron mutuamente en un instante que pareció fugaz pero al mismo tiempo
eterno. Hurgó en sus recuerdos aquellas caricias que ella le ofreció con un
afecto afanosamente sincero y que ahora, en este preciso momento se las regalaba
con miradas de color verde. Su lacio pelo ondeaba con una leve brisa que le
recordaba noches de pasión que jamás se
habían terminado, al menos en sus pensamientos. Ahora estaban allí, uno frente
al otro, acariciándose con palabras que intensas regocijan cualquier alma
maltrecha, mágicamente.
Ella se acercó con una feroz timidez
para tomarlo del cuello, se aferró a él como quien no quiere dejar ir un recuerdo
inseparable de su vivo entendimiento. Fundieron sus labios en un beso
interminable, en un mar revuelto que alimentó una nueva pasión que creyeron
perdida, acaso por descuidos o impertinentes foráneos funestos. Nunca supieron
ciertamente cuál fue la causa que había hecho que se distanciasen de forma
abrupta, ahora perdida en el tiempo.
Quizá este era su momento, y si en
realidad lo era, ambos sabían perfecta e inexorablemente que no deberían perderlo,
como sucede cuando un reloj de arena necesita ser dado al opuesto para comenzar
un ciclo nuevo. Se tentaron de risa, y esperaron el uno del otro que saliese de
una boca aquella palabra que encierra todo sentimiento. Cuando caía el sol
sobre sus hombros alguien los vio desde lejos, y pensó que aquellos jóvenes le
recordaban un pasado que ya había quedado para él en vagos recuerdos. Se levantaron
de aquel banco de plaza que habían elegido para su reencuentro. Tomados de la
mano caminaron hacia el bajo, felices y abrumados por la aventura que los
volvía a encontrar juntos. Ya el sol caía sobre el gris asfalto de calles
desoladas imprevistamente en una jungla de cemento. Pero ellos iban aferrados a
su alma, con ambos corazones palpitantes al igual que Creúsa sintió por su bien
amado esposo luego de escapar de las llamas que cuasi lo fenecen con su voraz
vivo fuego hambriento.
Aquí fallece este relato, sin más
que agregar. Cuando de improviso un errante vagabundo rompió el sortilegio de
aquellos amados tratando de arrebatar la miseria con una hoja, traspasando uno
de los corazones que anhelaba seguir palpitando los acordes de este amor
sediento.
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