Lo desconocido



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Una mañana de febrero había llegado yo al cabo de doce horas de viaje, al pequeño pueblito alejado tanto como deseaba de aquella pegajosa y detestable jungla de cemento en la que vivía los días de mi cansada y ajetreada vida. Yo era, -soy-, trabajador en una oficina de esas donde la humedad y la luz artificial se combinan allí abajo, en el sótano de una torre de cemento de más de treinta pisos. Allí confinado a mis tareas diarias, que no correspondían a otra cosa que estar no menos de diez horas frente a una pantalla para cargar datos de otras empresas, era algo que tediosamente llevaba adelante con el mayor de los desagrados. Era el único empleo que me proporcionaba el sustento diario y la renta del departamento que alquilaba en aquella monstruosa ciudad llena de gentes que no conocía y -creo-, no llegaría a conocer jamás, no porque no me importase, no porque fuese un ermitaño, pero el tedioso trabajo sólo me daba tiempo para ir hasta aquella oscura caja que día a día me absorbía y luego me dejaba regresar con las fuerzas de un niño cansado a mis aposentos para comer, dormir y al otro día volver a empezar.
Bajé de mi automóvil para estirar las piernas y poder contemplar unos instantes aquel paisaje solitario, plagado de árboles y coníferas que me rodeaba inmensamente. Me sentí por un momento renovado, y al respirar el aire fresco y perfumado por aquella naturaleza que me daba la bienvenida, no pude pensar en otra cosa: (soy por unos días libre). Estaba parado a un costado del camino, en una banquina impregnada por la humedad glaciar de aquellos árboles. Decidí volver al auto para recorrer los últimos kilómetros que me separaban de mi casa de fin de semana. Encendí el motor y cuando en el preciso instante que quise retomar la carretera, las ruedas traseras de mi auto se convirtieron metafóricamente en palas que quieren surcar un océano revuelto por el más furioso de los vientos. Sentí como cada vez que aceleraba me hundía más y más en ese fango pegajoso, hasta que de pronto estuve a dos metros por debajo del nivel del camino. Increíblemente había caído en aquel barranco sin haberme percatado previamente que no debí estacionarme sobre aquella pequeña explanada barrosa.
Caí en cuenta que estaba oscureciendo y que los pocos rayos de sol que se colaban entre aquel bosque estaban mermando lentamente para dar paso a una silenciosa oscuridad. Debería esperar tal vez que algún vecino u habitante de aquel lugar llegase para poder socorrerme. Por suerte, si debiese pasar allí la noche había tenido la precaución de llevar en el baúl algunos alimentos y agua para abastecerme durante al menos un día llegado el caso que arribase de noche a la cabaña y tuviese que salir al otro día a por las provisiones. Habían pasado al menos dos horas desde que me había enterrado en aquel pozo, ya la noche era bastante oscura y no había señales de que algún auto a esas horas anduviese por aquellos caminos. Pero pensé que tal vez al amanecer, alguien pasaría y lograría rescatarme de aquel lugar donde me había sumergido accidentalmente.
A las pocas horas, -según mi reloj la media noche- empecé a sentir hambre y bajé hacia la parte trasera para hacerme de algunas provisiones para saciar el apetito. Dentro de una mochila había queso, algún salamín y una botella con agua, agarré un pedazo generoso de pan y un cuchillo. Bastaba para tener una cena decente por lo menos aquella noche. Volví a encerrarme dentro del habitáculo, encendí la luz del techo interior y comencé a preparar una pequeña pero sabrosa picada. El asiento del acompañante me sirvió de provisoria mesa puesto previamente sobre éste un saco que llevaba en la parte posterior del asiento para no arruinar el tapizado. Comencé cortando el salame, el queso y el pan para hacerme dos o tres sanguches que calmasen mi hambruna. Tomé algunos sorbos de agua y por esa noche fue suficiente. Comenzaba a apoderarse de mi un sueño lento pero progresivo. Dejé los utensillos y restos de comida en el asiento trasero y recliné la butaca donde me hallaba sentado para poder conciliar el sueño que me estaba dominando.
No habrían transcurrido dos horas de haberme dormido profundamente, cuando del otro lado del camino, -yo no podía verlo debido a que me hallaba al menos dos metros por debajo de éste-, cuando de pronto una luz que al principio era tenue, fue tomando un poco más de fuerza al cabo de unos minutos. No podría describir con exactitud la intensidad de su luminiscencia debido a que como dije no me llegaba directamente. Lo único que puedo decir era que si estaba del otro lado y el camino no dejaba que me alumbrase directamente, aquella debería de ser lo suficientemente fuerte como para encandilar a cualquier vehículo que transitase la carretera. Llamó ésto poderosamente mi atención y decidí bajar del automóvil para ver de qué se trataba aquello. Para mi sorpresa, la puerta del vehículo no se abría, pensé por un momento (absurdamente), que el impacto de la caída había provocado algún tipo de avería en la cerradura. Traté de bajar el vidrio y para peor, la palaquilla se partió como un escarbadientes. Sin perder la calma me moví hacia el asiento del acompañante y realicé idéntica tarea, al igual que del otro lado, la puerta estaba cerrada y por más que tratase con todas mis fuerzas de empujarla, no pude abrirla, idénticamente sucedió con la palanquilla del vidrio. Pensé que estaba viviendo algún tipo de sueño irreal, tal vez fuese una pesadilla, pero todo era producto de mi imaginación, ninguna pesadilla me oprimía y aquello estaba sucediendo realmente. Decidí repetir la tarea en las puertas traseras, pero sucedió exactamente lo mismo. No pude abrirlas. Volví a mi asiento delantero y contemplé aquella misteriosa luz que del otro lado iluminaba por completo los árboles hasta su copa, así de intensa y poderosa era.
El sueño que unos instantes atrás invadía mi mente, se había disipado por completo. Ahora perplejo observaba aquella extraña luminiscencia que del otro lado del camino parecía abarcarlo todo por completo. Así sentado en la butaca quedé absorto por algunos momentos perpetuando un hipnotismo que parecía invadirme por completo. Posiblemente luego de diez o quince minutos lentamente aquél irritante y condenado sol que estaba al otro lado comenzó a mermar lentamente. Como si el alma de un ser viviente se apagase de a poco delante de mis ojos. Creo que cuando habrían pasado unos veinte minutos la luz feneció por completo. Increíblemente la puerta de mi lado se abrió sin que hiciese el menor esfuerzo, sin que tratase por mis propios medios de abrirla. Decidí, no sin un poco de temor, bajar del vehículo y escalar hasta el camino para acercarme al otro lado y observar si encontraba la fuente que la había provocado; pensé por unos instantes que alguien con un tractor o algo así me hubo visto descender hasta aquella banquina y no pudo poder rescatarme. Pero si hubiese sido así, ¿por qué no se acercó hacia mi para tratar de brindarme ayuda?, al momento aquel pensamiento fue descartado y escudriñé otras alternativas que no me ayudaron a develar lo misterioso que había sido aquel suceso mientras duró. Miré a mi alrededor y la noche era tan cerrada que no podía distinguir los árboles que me circundaban, y para mi pesar, la luna no estaba presente en el punto más alto del cielo. Con un cansancio más que evidente volví a subir al automóvil para tratar de conciliar el sueño y tal vez al amanecer, nuevamente surgió la idea, alguien pasaría en mi ayuda. Me recosté y aquello fue todo, me sumí en un sueño profundo alejado de los pensamientos que me embargaban y que trataban de explicar aquella situación con la mayor coherencia posible.
El amanecer recién estaba dejando ver sus primeros destellos sobre los troncos de los árboles, cuando de pronto sentí en medio de mi lento despertar un fuerte golpe sobre el lado izquierdo de la chapa, creí que se trataba de alguien que había golpeado con fuerza mi puerta para hacerme levantar, pero en cambio cuando descendí pude ver que una gran piña de uno de los pinos había hecho una abolladura en la puerta delantera. No se trataba de alguien, sino de algo lo que había sentido. Permanecí fuera del vehículo para estirar las piernas y volver a percibir aquel aroma que me resultaba agradable. Nuevamente miré a mi alrededor y me acerqué hacia el borde del camino para ver si por alguna razón encontraba alguna huella que me indicase que se hubiese tratado de algún vehículo el que había venido en mi ayuda, pero la hojarasca que había caído de los pinos durante no sé cuánto tiempo se veía intacta, sin el más mínimo atisbo de que algún aldeano o vecino hubiese venido en mi socorro. Decidí descender hacia el lado opuesto adonde se encontraba mi auto para escudriñar mejor el lugar. Caminé unos metros y una vez bajado el suave barranco  no pude ver absolutamente nada. Todo estaba intacto y no había ningún rastro de vehículo o algo similar. Me adentré un poco en el bosque y la hojarasca se extendía como un manto amarillento por todas partes sin ningún rastro humano o de maquinaria alguna. Al cabo de un par de minutos me encontraba a unos cuantos metros del pie del barranco y decidí volver mis pasos para llegarme a mi coche. Cuando de pronto sobre la corteza de uno de los pinos a tientas pude observar que en dirección a donde se había proyectado aquella cegante luz, había un signo de quemadura, no podría explicarlo bien, pero cuando me acerqué a aquel árbol, pude ver que efectivamente parte de la corteza se había pulverizado, como si se hubiese quemado y dejaba ver al desnudo lo blanquecino del tronco.
Me sorprendió muchísimo aquella visión dado que lo que yo había imaginado, era que simplemente se trataba de algún tipo de fuente de iluminación, pero al parecer había algo más que ello, dado que una simple luz no puede barrer la corteza de un árbol a menos que ésta haya sido removida previamente por alguna mano humana o animal. Como todavía no eran las doce del mediodía decidí comenzar a caminar en dirección a donde me dirigía, tal vez con suerte pudiese encontrar alguna casa y si la casualidad estuviese también de mi lado podrían ayudarme a sacar mi coche de aquella hondonada. Comencé mi travesía mirando los árboles que me circundaban y la espesura de aquel bosque. Todo parecía que se trataba de un enredo o maraña de árboles, ramas y hojas secas desparramadas en un manto que lo cubría todo. Luego de haber caminado unas dos horas me percaté de que no me había aprovisionado de comida o bebida alguna, y a esas alturas el calor se estaba haciendo cada vez más crudo, y con la mezcla de la humedad proveniente del bosque el sopor era lo bastante insoportable como para seguir mi excursión. De más está decir que en aquellas horas que caminé por el borde de la ruta, no conseguí divisar ni una sola casa o rancho a quién pedir auxilio.
Por un momento pensé que nuevamente esto se trataba de un sueño, que era imposible que durante kilómetros no hubiese encontrado un alma, ni de a pie, ni en automóvil que pasase por aquel camino solitario, solamente yo me encontraba en las fauces de este inmenso bosque y este derrotero que parecía interminable, con un zigzagueo permanente y un rumbo aparentemente incierto. Decidí emprender la vuelta con la esperanza de cruzar a alguien, y de llegar para comer algo que me calmase el apetito. No habría hecho unos cuantos kilómetros cuando en un punto no muy bien definido por mí, creí haber visto en la línea del horizonte sobre aquel camino que transitaba a pie, algún tipo de vehículo que se acercaba pero que no podía vislumbrar con exactitud. Era mucha la distancia que me separaba pero aún así podía ver que se trataba de algo que venía en dirección a mi. Seguí caminando a paso normal y esa masa amorfa que con los rayos del sol y la distancia no me permitían distinguir con certeza de qué se trataba se estaba acercando lentamente. Cuando por fin estuve relativamente cerca comencé a darme cuenta que aquello era algún tipo de vehículo que reflejaba potentemente los rayos del sol, y cuanto más me acercaba a él debía por la fuerza luminosa que emanaba entrecerrar los ojos para que no me encegueciera. Por último opté por pararme en medio de la ruta y cubrirlos con ambas manos para no quedar ciego. A medida que más se acercaba, el calor era proporcionalmente nefasto, agobiante. Luego de unos instantes de permanecer con la cara cubierta por mis manos y sin poder mirar aquel objeto, el calor repentinamente desapareció, fue entonces cuando abrí nuevamente los ojos y con asombro pude ver que aquella cosa que estaba a cientos de metros frente a mi había desaparecido de la faz de la tierra.
Sin poder comprender qué había sido aquello, proseguí mi camino hasta el auto tratando de escudriñar las más amplias posibilidades de un hombre crédulo pero a la vez reticente. ¿Qué había sido lo que había ocurrido la noche anterior, qué era lo que ahora había visto y que de pronto así como apareció se esfumó sin dejar rastro alguno?. Mi mente daba vueltas sobre las más alocadas hipótesis, desde algún tipo de broma de cualquier lugareño hasta imágenes de películas que había visto de chico sobre la existencia de vida extraterrestre. Cuando llegué al automóvil me dirigí hacia la parte posterior para volver a buscar comida y saciar mi apetito que a esas alturas era abundante. Abrí la caja del baúl y para mi sorpresa, ¡estaba vacía!. No había restos de la comida que había dejado la noche anterior pero lo demás estaba intacto, en uno de los bolsillos de la mochila busqué mi billetera y encontré todo en su lugar, o casi todo, ya que luego de examinarla exhaustivamente me di cuenta que mi credencial de identidad no estaba. No recuerdo haberla olvidado, siempre salía con todos mis papeles personales, más aún tratándose de un viaje de estas características. Me sorprendí en gran manera. Busqué en mis bolsillos, en el interior del coche, en la guantera, pero la búsqueda no dio resultado. Mi credencial no aparecía por ningún lado.
Me sentí desolado, con una fuerte frustración. Tenía hambre, sed y por algún motivo mi credencial personal no se hallaba entre mis pertenencias. Lo peor era que no podía explicarme cómo si en ningún momento me había cruzado con un alma viviente a lo largo del camino, y mirando exhaustivamente en derredor mío aquel bosque era infinitamente solitario y fantasmal, alguien (no sé qué o quién) hubo podido tomar mis pertenencias a plena luz del día y con tanta impunidad. Volví a la parte trasera nuevamente como tratando de imaginar que esto no podía ser posible, pero al fin de cuentas, todo estaba como cuando abrí el maletero, la comida no estaba. Me dejé caer a un costado del vehículo y tomé la cabeza entre mis manos, tratando de darle una explicación lógica a lo que me estaba sucediendo. Al fin y al cabo solamente quería unas vacaciones de mi trabajo, de aquella ciudad que me oprimía pero ahora sentía angustia y temor, sin comida y sin ningún alma a kilómetros a la redonda en cuestión de días si no encontraba una solución a aquella situación acabaría muerto de inanición o de sed. El sol estaba empezando a esconder sus rayos tras los altos árboles, la noche se volvía a acercar oscura y entonces decidí que lo mejor sería entrar en el auto y comer los restos de la noche anterior y la poca agua que había quedado en el botellón. Mis labios ardían y mi estómago crujía. Con avidez devoré cuanto pude rescatar y sorbí hasta la última gota que quedaba en el bidón de agua. Por el momento estaba saciado, pero sabía que el próximo día sería aún peor y que ya sin comida ni agua las cosas empeorarían. Encendí la radio para escuchar un poco de música y poner a tiro mis nervios que me estaban jugando una mala pasada. De punta a punta recorrí el dial en busca de alguna estación de radio pero lo único que logré fue captar un ruido monótono, un susurro que por momentos desaparecía hasta hacerse imperceptible y por otros  se tornaba tan agudo que debía bajar el volumen, ¿qué es esto? Pensé. Y sin dudarlo apagué el receptor. Ya la noche estaba abrazando el bosque y ya sea por el cansancio o por el poco alimento que había ingerido, mi cuerpo estaba entrando en una somnolencia que hacía que mis párpados se cerraran pesadamente. No recuerdo con certeza la hora en la que ocurrió el nuevo suceso, lo único que puedo decir es que éste fue más espantoso que el de la noche anterior. Ahora no era aquella luz que se había posado del otro lado del camino, por el contrario y para mi perplejidad, sentía que el auto se tambaleaba fuertemente, miré por las ventanillas, la noche era oscura pero no tanto como para no darme cuenta si alguien estaba moviendo el carro. Salté al asiento trasero, miré por la luneta, me abalancé hacia adelante, traté sin poderlo de bajar los vidrios y no pude ver nada en absoluto, nada que hiciese que el auto se moviese con tal furia que parecía que de un momento a otro iba a volcar, a ponerse patas para arriba. Era tan fuerte el balanceo que comencé a gritar de desesperación, un miedo espeluznante se apoderó de mi y a lo único que atiné fue a recostarme en el asiento trasero para tratar de amortiguar aquellas embestidas infernales de las cuales estaba siendo víctima. Me tapé los oídos con las manos, puesto que se comenzó a oír un murmullo ensordecedor, los movimientos frenéticos y violentos no cesaban y aquel ruido era cada vez más alto e impetuoso. Aún con las manos en mis oídos apretando fuertemente los escuchaba como si los tuviese dentro de mis tímpanos. Aquello que estaba viviendo era terrible, era en el mejor de los casos la peor pesadilla que jamás haya soñado. Todo dentro del móvil se movía de un lado hacia el otro, y en un momento la violencia de aquellas embestidas hicieron que me cayese al suelo, boca abajo. Soporté todo lo que pude, y ¿qué podía hacer sino esperar que aquella tortura enviada desde los propios infiernos terminase de una vez?. Creo que luego de unos diez minutos el movimiento cesó, no así el agudo sonido que todavía podía escuchar, pero que lentamente sentí que se perdía tragado por el bosque.
Me desperté porque un rayo de sol daba sobre mi frente. Todavía estaba aturdido y sentía que mi cabeza estaba a punto de estallar. Mi boca reseca y mi estómago hambriento eran la más sublime atrocidad que me estaba tocando vivir. No podía creer aquella situación, no entendía qué había sido aquello que me había sacudido con una fuerza que era igual a la de diez hombres tratando de voltear el vehículo y aún más, qué es lo que había producido ese extraño zumbido que prácticamente me había dejado ensordecido.
Cuando logré espabilarme un poco, recordé las estaciones de radio que captaba el transmisor la noche anterior y escudriñando en mi mente y dentro de mis recuerdos cercanos, comprendí que aquel sonido que acompañaba los infernales sacudones era idéntico al que había escuchado en el radio. Mi boca seguro en ese momento al igual que mi rostro deben haber reflejado una expresión de terror. Me hallaba solo en medio de un bosque donde no parecía habitar ser alguno, y que las cosas que habían sucedido y por las que había pasado mi mente podía catalogarlas de sobrenaturales, golpee fuertemente mi cabeza y me dije que esto no era posible, que solamente me hallaba en un bosque al costado del camino y que debía de una u otra forma volver a tomar la ruta, como fuese, para llegar a destino.
Encendí el motor de mi auto que por milagro aulló sin inconvenientes, cerré los ojos y me encomendé a Dios para que pudiese enderezarlo y ayudado por el envión pudiese escalar aquella pendiente que con el paso de dos días se había puesto más firme. Aceleré con furia y conecté la primera marcha. El motor bramaba con todas sus fuerzas y sin dudarlo solté el embrague. Zigzagueando de un lado al otro me desplazaba lentamente por el fondo de aquella ladera adquiriendo poco a poco más velocidad, cuando en el momento en que pensé que había alcanzado la suficiente, pegué un volantazo hacia la carretera para subir aquella hondonada, el auto parecía querer agarrarse con todas sus fuerzas a la pendiente que nos llevaría al borde del camino, ¡vamos! Grité desesperado, y mi sonrisa llegó de oreja a oreja cuando por un momento la rueda delantera pisó el asfalto. Era tanta la velocidad y la fuerza que habían tomado las ruedas traseras que ni bien la trompa del vehículo piso el asfalto el volante se me transformó en una calesita incontrolable entre las manos, se sacudía de derecha a izquierda sin que pudiese hacer nada al respecto, pero lo único que pensaba era que si lograba que las ruedas traseras mordiesen la calzada, podría salir airoso de aquel lugar. En un abrir y cerrar de ojos esto se había producido, y con tal fuerza que imprimía el motor a la tracción del auto, al lograr estar nuevamente sobre el asfalto un sacudón, no sé si del volante o de la propia inercia hicieron que la trompa encarase nuevamente hacia el fondo de aquella banquina siniestra. ¡No, no! Aullé, pero aunque mis fuerzas por contener aquella máquina eran descomunales, nada impidió que descendiese con la furia de un huracán pero esta vez en dirección a un árbol. Traté como pude de esquivarlo para no dañar el vehículo, pero todo fue en vano, choqué violentamente contra la base del tronco de un gran pino destrozando por completo el frente de mi coche. El sacudón fue tan fuerte que mi cabeza dio contra el volante y de un solo movimiento mi cuerpo al igual que el espasmo de un moribundo me arrojó contra el asiento para dejarme inconsciente.
Desperté luego de no sé cuántas horas, y por el dolor de mi frente presentí que me había golpeado fuertemente. Al mirar por el espejo retrovisor mi rostro pude ver que de mi frente manaba un hilo delgado de sangre producto de un corte que se había producido. No parecía ser grave, pero cuando traté de tocarlo me di cuenta que la herida era bastante profunda. No puedo explicar cómo me sentí en aquel momento. Estaba desalentado. Había agotado la última esperanza de poder salir de aquel lugar, en cambio ahora el auto no servía ni serviría si alguien pasase y me sacase de allí, (todavía albergaba esa esperanza en mi corazón). Traté de tranquilizarme y lentamente, ya que me dolía todo el cuerpo, salí como pude de adentro de aquel funesto habitáculo. Fui hacia la parte delantera y confirmé que el auto estaba inservible. Sin comida, sin agua y ahora sin un vehículo que me llevase a algún paraje cercano, y menos aún, nadie que en dos días pasase por aquel camino era algo que me atormentaba inexorablemente y debilitaba poco a poco mis esperanzas de salir vivo de aquel lugar. Unas simples vacaciones.
La noche se acercaba nuevamente y mis temores con ella. No tenía la menor idea de lo que iba a ocurrir hoy, con las dos noches anteriores que me habían causado tanto espanto, pensé que lo mejor sería permanecer dentro del auto con las puertas trancadas y esperar al amanecer para emprender un tedioso y calvárico camino hacia un horizonte desconocido. Estaba eufórico, asustado y con el agravante que para esta noche no tenía ni siquiera una gota de agua que beber. Entonces se me ocurrió una idea tan simple como descabellada, porque más allá de todo lo importante era seguir con vida, y sentía como poco a poco mi cuerpo se iba debilitando tanto mental como físicamente. Entonces abrí con un poco de esfuerzo el retorcido capó del auto y saqué el recipiente de agua del motor que para mi fortuna se encontraba lleno. El agua era de un color amarillento, producto de la herrumbre del motor, pero con la sed que dominaba por completo mi cuerpo esto no importó, y casi sin pensarlo me agoté aquel recipiente aunque de pronto y súbitamente dejé que la mitad de agua quedase allí, ya que al otro día el calor y la humedad serían insoportables y necesitaría del preciado líquido para poder sobrevivir.
Me encerré dentro del vehículo, temiendo que lo peor pasaría nuevamente esta noche. Tal vez aún peor que las dos noches anteriores. Resolví trabar las puertas y recostarme en el asiento trasero por si nuevamente aquellos infernales cimbronazos me tomaban por sorpresa. Me sumergí en un profundo sueño no sin antes sentir el dolor de mi estómago que pedía a gritos algo que comer. Para mi sorpresa desperté el tercer día sin ningún tipo de sobresaltos, increíblemente ni aquella terrorífica luz, ni tampoco aquellos frenéticos sacudones me habían despertado por la noche, y luego de espabilarme un poco volví a sentir la ausencia de comida en mi estómago, cosa que estaba deteriorando mi carácter rápida y visiblemente. Para mi sorpresa, cuando bajé del vehículo un manto de musgos verdes lo cubría todo. Desde el frente hasta la parte posterior, el automóvil parecía una pintura de algún artista moderno, era como si una telaraña de musgos y plantas hubiesen camuflado el vehículo para que no fuese visto o mejor dicho, para que se confundiese con la forestación circundante. No puedo describir mi asombro ante tal descubrimiento, ya que era imposible que en una noche aquella vegetación hubiese crecido de tal manera que se apoderase de tal forma de un monstruo de hierro de tales características. Me alejé unos metros y lo contemplé como si fuese un niño mirando su juguete preferido aplastado por un pie gigantesco. Estaba (debo reconocerlo) empezando a sentir que comenzaba a volverme loco, la falta de alimento y lo que estaba viviendo era algo que no podía comprender con certeza, pero había ocurrido y sucedía allí, delante de mis ojos.
Decididamente me mentalicé que debía seguir aquel camino costase lo que costase, que seguramente al final iba a encontrar alguien que me socorriera, no podía ser que en dos días no hubiese pasado nadie por aquel camino y que tampoco encontrase alguna señal de vida, más allá de los extraños sucesos que habían acontecido y que quería borrar de mi mente. Por la posición del sol calculé que serían aproximadamente las diez de la mañana, llevaba conmigo el recipiente de agua que hasta el momento no había querido tocar, pero nuevamente mi estómago me estaba haciendo sentir el rigor del hambre y los fuertes calambres que sufría mientras caminaba, por momentos producían tales espasmos que debía arrodillarme sobre el asfalto, simplemente... dejándome caer. Bebiendo a sorbos la poca agua que quedaba en mi dispensario y caminando lo más rápido que podía, desandaba el medio de aquella ruta que parecía conducirme a mi propia muerte. Kilómetros y kilómetros de un espeso bosque me rodeaban a ambos lados del camino, pinos estupefactos, como si observaran mi lenta agonía se erigían al costado del camino dejándome atrás una y otra vez. El paisaje se repetía desagradablemente ante mis ojos de manera incansable.
Luego de algunas horas de monótono tránsito, a lo lejos divisé a un costado del camino una casa, o al menos eso parecía a la distancia, y mi corazón se estremeció de alegría. Con las pocas fuerzas que me quedaban apuré el paso y lo que parecía que estaba allí al alcance de mi mano, cuanto más rápido caminaba parecía que de la misma manera más rápido se alejaba de mi. Me dejé caer en el suelo exhausto, ya casi sin agua y deteriorado por la falta de alimento, mis piernas se habían acalambrado fuertemente, mientras me retorcía de dolor sobre aquel siniestro asfalto miraba el cielo buscando una respuesta a este castigo que ni siquiera comprendía por qué estaba sucediéndome a mi. Al cabo de unos minutos, tal vez una media hora, los calambres cesaron, no así el dolor en mi estómago, que con el transcurso del día se había tornado insoportable. Me erguí nuevamente y volví a emprender el viaje hacia aquella figura amorfa a la vista que parecía ser una vivienda. El calor estaba mermando y los rayos del sol estaban comenzando a desaparecer en medio de los árboles y el horizonte rojizo. Pasada una hora la noche se había convertido en una oscuridad monstruosa, ya a esa altura y con tal desesperación por salvar mi vida no sentía miedo, lo que me gobernaba era el hambre y los pensamientos en mi mente que me jugaban la peor de las pasadas de mi vida, y en este momento me sentí putrefactamente miserable. Me senté por un momento al costado del camino con la única luz que me guiaba y que parecía provenir de aquella casa que ahora podía distinguir cercana. De pronto sin saber por qué, se adueñó de mi un sueño paulatino pero persistente, las fuerzas me estaban abandonando y pensé que aquella sería mi última noche con vida. Dejé a un costado el recipiente con apenas unas gotas de agua, alcé mis manos hacia el cielo que se veía diáfano e increíblemente estrellado. Aunque no soy muy creyente, recé una plegaria, tal vez la única y la última de mi vida, suponiendo que si algún Dios existiese, llevase mi alma consigo, para que no sea presa de algún animal salvaje que aún estando vivo despedace mi cuerpo sintiendo yo cada desgarro nefasto de mis músculos.
No sé si fueron minutos u horas, pero puedo decir con suma certeza que sentí una luz sobre mi cabeza que cegó mis parpados cerrados, cuando los hube abierto, vi sin ninguna duda que una esfera redonda y reluciente como la misma plata destellaba luces que iluminaban todo el bosque oscuro como el mismo Hades. En esta oportunidad esa misma luz no me cegó, por el contrario causó una paz en mi que hasta produjo que los calambres que sufría mi estómago desapareciesen por completo. Me sentía igualmente debilitado, pero me volví sobre mi y pude ver que aquella esfera luminosa se hizo una sola con lo que a lo lejos parecía que era la casa que veía hacía kilómetros. No me sorprendí, no sentí miedo, por el contrario, volví a levantarme y aunque muriese en el intento decidí llegar hasta aquel lugar. Caminé en la oscuridad que a medida que me acercaba a aquella luz que emanaba de la choza hacía que el bosque se tornase menos oscuro y mortífero ante mis cansados ojos. Al cabo de un par de kilómetros comencé a sentir como si mi cuerpo se sintiese atraído por aquella destellante y blanquecina luz, que ahora me daba cuenta no se trataba de ninguna choza, sino por el contrario no podría definir con exactitud qué diablos era lo que tenía ante mi vista. La atracción era cada vez mayor, y estando a unos cientos de metros del tan esperado lugar, comencé a sentir un alivio en todo el cuerpo, como si de pronto me hubiese rejuvenecido. El hambre y la sed habían desaparecido por completo, el cansancio no podía percibirlo mi cuerpo que minutos atrás se sentía exhausto. Me detuve frente a aquella cosa y lo único que mi mente me decía era: ¡ven, ven!. No puedo explicar si eran mis pensamientos o si alguna fuerza extraña me atraía al interior de aquel lugar indescriptible. Caminé unos pasos más y sentí mi humanidad gravitar sobre el suelo, me dejé llevar, no podía discernir si era atraído por ella o si en realidad mis pies estaban caminando de manera autómata. Muchas personas me han dicho que cuando uno muere, al fin del camino se ve un túnel con una luz de una blancura nunca experimentada por el ser humano, que es como si uno entrase por ese mismo camino donde se siente una paz infinita y reconfortable. Sentía voces que me hablaban y que comprendía perfectamente, pero aún mi cuerpo gravitaba atraído hacia el interior de aquella indecible y perfecta luz. Cuando hube de traspasar el umbral de lo que parecía una puerta de entrada, o quizás la boca de ese túnel que tanto me habían hablado, entré en un estado completo de somnolencia pero antes me permitió distinguir que me había convertido en parte de aquella cosa indescriptible, y pude sentir en la boca de mi estómago como la fuerza de la gravedad ahora no reinaba sobre mi cuerpo, por el contrario, en ese momento en siquiera una milésima de segundo había atravesado aquel cielo diáfano y las estrellas se convertían en constelaciones jamás vistas por mí en mi vida en aquella tierra, nunca jamás.

Martín Ramos.


H.P. Lovecraft

                                                 
















ALGUNAS NOTAS SOBRE ALGO QUE NO EXISTE
por H. P. Lovecraft (1890-1937).
Escrito publicado de forma póstuma.
Título original en inglés: «Some Notes On A Nonentity»
Para mí, la principal dificultad al escribir una autobiografía es encontrar algo
importante que contar. Mi existencia ha sido reservada, poco agitada y nada
sobresaliente; y en el mejor de los casos sonaría tristemente monótona y aburrida
sobre el papel.
Nací en Providence, R.I. -donde he vivido siempre, excepto por dos pequeñas
interrupciones- el 20 de agosto de 1890; de vieja estirpe de Rhode Island por parte
de mi madre, y de una línea paterna de Devonshire domiciliada en el estado de
Nueva York desde 1827.
Los intereses que me llevaron a la literatura fantástica aparecieron muy temprano,
pues hasta donde puedo recordar claramente me encantaban las ideas e historias
extrañas, y los escenarios y objetos antiguos. Nada ha parecido fascinarme tanto
como el pensamiento de alguna curiosa interrupción de las prosaicas leyes de la
Naturaleza, o alguna intrusión monstruosa en nuestro mundo familiar por parte de
cosas desconocidas de los ilimitados abismos exteriores.
Cuando tenía tres años o menos escuchaba ávidamente los típicos cuentos de
hadas, y los cuentos de los hermanos Grimm están entre las primeras cosas que
leí, a la edad de cuatro años. A los cinco me reclamaron Las mil y una noches, y
pasé horas jugando a los árabes, llamándome «Abdul Alhazred», lo que algún
amable anciano me había sugerido como típico nombre sarraceno. Fue muchos
años más tarde, sin embargo, cuando pensé en darle a Abdul un puesto en el
sigloVIII y atribuirle el temido e inmencionable Necronomicon!
Pero para mí los libros y las leyendas no detentaron el monopolio de la fantasía.
En las pintorescas calles y colinas de mi ciudad nativa, donde los tragaluces de las
puertas coloniales, los pequeños ventanales y los graciosos campanarios
georgianos todavía mantienen vivo el encanto del siglo XVIII, sentía una magia
entonces y ahora difícil de explicar. Los atardeceres sobre los tejados extendidos
por la ciudad, tal como se ven desde ciertos miradores de la gran colina, me
conmovían con un patetismo especial. Antes de darme cuenta, el siglo XVIII me
había capturado más completamente que al héroe de Berkeley Square; de manera
que pasaba horas en el ático abismado en los grandes libros desterrados de la
biblioteca de abajo y absorbiendo inconscientemente el estilo de Pope y del Dr.
Johnson como un modo de expresión natural. Esta absorción era doblemente
fuerte debido a mi frágil salud, que provocó que mi asistencia a la escuela fuera
poco frecuente e irregular. Uno de sus efectos fue hacerme sentir sutilmente fuera
de lugar en el período moderno, y pensar por lo tanto en el tiempo como algo
místico y portentoso donde todo tipo de maravillas inesperadas podrían ser
descubiertas.
También la naturaleza tocó intensamente mi sentido de lo fantástico. Mi hogar no
estaba lejos de lo que por entonces era el límite del distrito residencial, de manera
que estaba tan acostumbrado a los prados ondulantes, a las paredes de piedra, a
los olmos gigantes, a las granjas abandonadas y a los espesos bosques de la Nueva
Inglaterra rural como al antiguo escenario urbano. Este paisaje melancólico y
primitivo me parecía que encerraba algún significado vasto pero desconocido, y
ciertas hondonadas selváticas y oscuras cerca del río Seekonk adquirieron una
aureola de irrealidad no sin mezcla de un vago horror. Aparecían en mis sueños,
especialmente en aquellas pesadillas que contenían las entidades negras, aladas y
gomosas que denominé «night-gaunts» [espectros nocturnos o alimañas
descarnadas].
Cuando tenía seis años conocí la mitología griega y romana a través de varias
publicaciones populares juveniles, y fui profundamente influido por ella. Dejé de
ser un árabe y me transformé en romano, adquiriendo de paso una rara sensación
de familiaridad y de identificación con la antigua Roma sólo menos poderosa que
la sensación correspondiente hacia el siglo XVIII. En un sentido, las dos
sensaciones trabajaron juntas; pues cuando busqué los clásicos originales de los
cuales se tomaron los cuentos infantiles, los encontré en su mayoría en
traducciones de finales del siglo XVII y del XVIII. El estímulo imaginativo fue
inmenso, y durante una temporada creí realmente haber vislumbrado faunos y
dríadas en ciertas arboledas venerables. Solía construir altares y ofrecer sacrificios
a Pan, Diana, Apolo y Minerva.
En este período, las extrañas ilustraciones de Gustave Doré‚ -que conocí en
ediciones de Dante, Milton y La balada del Antiguo Marinero- me afectaron
poderosamente. Por primera vez empecé‚ a intentar escribir: la primera pieza que
puedo recordar fue un cuento sobre una cueva horrible perpetrado a la edad de
siete años y titulado «The Noble Eavesdropper» [El noble fisgón]. Este no ha
sobrevivido, aunque todavía poseo dos hilarantes esfuerzos infantiles que datan
del año siguiente: «The Mysterious Ship» [La nave misteriosa] y «The Secret of
the Grave» [El secreto de la tumba], cuyos títulos exhiben suficientemente la
orientación de mi gusto.
A la edad de casi ocho años adquirí un fuerte interés por las ciencias, que surgió
sin duda de las ilustraciones de aspecto misterioso de «Instrumentos filosóficos y
científicos» al final del Webster's Unabrigded Dictionary. Primero vino la
química, y pronto tuve un pequeño laboratorio muy atractivo en el sótano de mi
casa. A continuación vino la geografía, con una extraña fascinación centrada en el
continente antártico y otros reinos inexplorados de remotas maravillas.
Finalmente amaneció en mí la astronomía; y el señuelo de otros mundos e
inconcebibles abismos cósmicos eclipsó todos mis otros intereses durante un largo
período hasta después de mi duodécimo cumpleaños. Publicaba un pequeño
periódico hectografiado titulado The Rhode Island Journalof Astronomy, y
finalmente -a los dieciséis- irrumpí en la publicación real en la prensa local con
temas de astronomía, colaborando con artículos mensuales sobre fenómenos de
actualidad para un periódico local, y alimentando la prensa rural semanal con
misceláneas más expansivas.
Fue durante la secundaria -a la que pude asistir con cierta regularidad- cuando
produje por primera vez historias fantásticas con algún grado de coherencia y
seriedad. Eran en gran parte basura, y destruí la mayoría a los dieciocho, pero una
o dos probablemente alcanzaron el nivel medio del «pulp». De todas ellas he
conservado solamente «The Beast in the Cave» [La bestia de la cueva] (1905) y
«The Alchemist» [El alquimista] (1908). En esta etapa la mayor parte de mis
escritos, incesantes y voluminosos, eran científicos y clásicos, ocupando el
material fantástico un lugar relativamente menor. La ciencia había eliminado mi
creencia en lo sobrenatural, y la verdad por el momento me cautivaba más que los
sueños. Soy todavía materialista mecanicista en filosofía. En cuanto a la lectura:
mezclaba ciencia, historia, literatura general, literatura fantástica, y basura juvenil
con la más completa falta de convencionalismo.
Paralelamente a todos estos intereses en la lectura y la escritura, tuve una niñez
muy agradable; los primeros años muy animados con juguetes y con diversiones
al aire libre, y el estirón después de mi décimo cumpleaños dominado por
persistentes pero forzosamente cortos paseos en bicicleta que me familiarizaron
con todas las etapas pintorescas y excitadoras de la imaginación del paisaje rural y
los pueblos de Nueva Inglaterra. No era de ningún modo un ermitaño: más de una
banda de la muchachada local me contaba en sus filas.
Mi salud me impidió asistir a la universidad; pero los estudios informales en mi
hogar, y la influencia de un tío médico notablemente erudito, me ayudaron a
evitar algunos de los peores efectos de esta carencia. En los años en que debería
haber sido universitario viré de la ciencia a la literatura, especializándome en los
productos de aquel siglo XVIII del cual tan extrañamente me sentía parte. La
escritura fantástica estaba entonces en suspenso, aunque leía todo lo espectral que
podía encontrar -incluyendo los frecuentes sueltos extraños en revistas baratas
tales como All-Story y TheBlack Cat-. Mis propios productos fueron
mayoritariamente versos y ensayos: uniformemente despreciables y relegados
ahora al olvido eterno.
En 1914 descubrí la United Amateur Press Association y me uní a ella, una de las
organizaciones epistolares de alcance nacional de literatos noveles que publican
trabajos por su cuenta y forman, colectivamente, un mundo en miniatura de crítica
y aliento mutuos y provechosos. El beneficio recibido de esta afiliación apenas
puede sobrestimarse, pues el contacto con los variados miembros y críticos me
ayudó infinitamente a rebajar los peores arcaísmos y las pesadeces de mi estilo.
Este mundo del «periodismo aficionado» está ahora mejor representado por la
National Amateur Press Association, una sociedad que puedo recomendar fuerte y
conscientemente a cualquier principiante en la creación. Fue en las filas del
amateurismo organizado donde me aconsejaron por primera vez retomar la
escritura fantástica; paso que dí en julio de 1917 con la producción de «La tumba»
y «Dagon» (ambos publicados después en Weird Tales) en rápida sucesión.
También por medio del amateurismo se establecieron los contactos que llevaron a
la primera publicación profesional de mi ficción: en 1922, cuando Home Brew
publicó un horroroso serial titulado «Herbert West - Reanimator». El mismo
círculo, además, me llevó a tratar con Clark Ashton Smith, Frank Belknap Long,
Wilfred B. Talman y otros después celebrados en el campo de las historias
extraordinarias.
Hacia 1919 el descubrimiento de Lord Dunsany -de quien tomé la idea del
panteón artificial y el fondo mítico representado por «Cthulhu», «Yog-Sothoth»,
«Yuggoth», etc.- dio un enorme impulso a mi escritura fantástica; y saqué
material en mayor cantidad que nunca antes o después. En aquella época no me
formaba ninguna idea o esperanza de publicar profesionalmente; pero el hallazgo
de Weird Tales en 1923 abrió una válvula de escape de considerable regularidad.
Mis historias del período de 1920 reflejan mucho de mis dos modelos principales,
Poe y Dunsany, y están en general demasiado fuertemente inclinadas a la
extravagancia y un colorismo excesivo como para ser de un valor literario muy
serio.
Mientras tanto mi salud había mejorado radicalmente desde 1920, de manera que
una existencia bastante estática comenzó a diversificarse con modestos
viajes,dando a mis intereses de anticuario un ejercicio más libre. Mi principal
placer fuera de la literatura pasó a ser la búsqueda evocadora del pasado de
antiguas impresiones arquitectónicas y paisajísticas en las viejas ciudades
coloniales y caminos apartados de las regiones más largamente habitadas de
América, y gradualmente me las he arreglado para cubrir un territorio
considerable desde la glamorosa Quebec en el norte hasta el tropical Key Westen
el sur y el colorido Natchez y New Orleans por el oeste. Entre mis ciudades
favoritas, aparte de Providence, están Quebec; Portsmouth, New Hampshire;
Salem y Marblehead en Massachusetts; Newport en mi propio estado;
Philadelphia; Annapolis; Richmond con su abundancia de recuerdos de Poe; la
Charleston del siglo XVIII, St. Augustine del XVI y la soñolienta Natchez en su
peñasco vertiginoso y con su interior subtropical magnífico. Las «Arkham» y
«Kingsport» que salen en algunos de mis cuentos son versiones más o menos
adaptadas de Salem y Marblehead. Mi Nueva Inglaterra nativa y su tradición
antigua y persistente se han hundido profundamente en mi imaginación y
aparecen frecuentemente en lo que escribo. Vivo actualmente en una casa de 130
años de antigüedad en la cresta de la antigua colina de Providence, con una vista
arrobadora de ramas y tejados venerables desde la ventana encima de mi
escritorio.
Ahora está claro para mí que cualquier mérito literario real que posea
está confinado a los cuentos oníricos, de sombras extrañas, y «exterioridad»
cósmica a pesar de un profundo interés en muchos otros aspectos de la vida y de
la práctica profesional de la revisión general de prosa y verso. Por qué es así, no
tengo la menor idea. No me hago ilusiones con respecto al precario estatus de mis
cuentos, y no espero llegar a ser un competidor serio de mis autores fantásticos
favoritos: Poe, Arthur Machen, Dunsany, Algernon Blackwood, Walter de la
Mare, y Montague Rhodes James. La única cosa que puedo decir en favor de mi
trabajo es su sinceridad. Rechazo seguir las convenciones mecánicas de la
literatura popular o llenar mis cuentos con personajes y situaciones comunes, pero
insisto en la reproducción de impresiones y sentimientos verdaderos de la mejor
manera que pueda lograrlo. El resultado puede ser pobre, pero prefiero seguir
aspirando a una expresión literaria seria antes que aceptar los estándares
artificiales del romance barato.
He intentado mejorar y hacer más sutiles mis cuentos con el paso de los años,
pero no logré el progreso deseado. Algunos de mis esfuerzos han sido
mencionados en los anuarios de O'Brien y O. Henry, y unos pocos tuvieron el
honor de ser reimpresos en antologías; pero todas las propuestas para publicar una
colección han quedado en nada. Es posible que uno o dos cuentos cortos puedan
salir como separatas dentro de poco. Nunca escribo si no puedo ser espontáneo:
expresando un sentimiento ya existente y que exige cristalización. Algunos de mis
cuentos involucran sueños reales que he experimentado. Mi ritmo y manera de
escribir varían bastante en diferentes casos, pero siempre trabajo mejor de noche.
De mis producciones, mis favoritos son «The Colour Out of Space» [El color que
cayó del cielo] y «The Music of Erich Zann» [La música de Erich Zann], en el
orden citado. Dudo si podría tener algún éito en el tipo ordinario de ciencia
ficción.
Creo que la escritura fantástica ofrece un campo de trabajo serio nada indigno de
los mejores artistas literarios; aunque uno muy limitado, ya que refleja solamente
una pequeña sección de los infinitamente complejos sentimientos humanos. La
ficción espectral debe ser realista y centrarse en la atmósfera; confinar su salida
de la Naturaleza al único canal sobrenaturalelegido, y recordar que el escenario, el
tono y los fenómenos son más importantes para comunicar lo que hay que
comunicar que los personajes y la trama. La «gracia» de un cuento
verdaderamente extraño es simplemente alguna violación o superación de una ley
cósmica fija, una escapada imaginativa de la tediosa realidad; por lo tanto son los
fenómenos más que las personas los «héroes» lógicos. Los horrores, creo, deben
ser originales: el uso de mitos y leyendas comunes es una influencia debilitadora.
La ficción publicada actualmente en las revistas, con su orientación incurable
hacia los puntos de vista sentimentales convencionales, estilo enérgico y alegre, y
artificiales tramas de «acción», no puntuan alto. El mejor cuento fantástico jamás
escrito es probablemente «The Willows» [Los sauces] de Algernon Blackwood.
23 de noviembre de 1933.


Recabarren














En la víspera de la narración de esta historia, cuando aún resuenan en mi cabeza las palabras que dejo resbalar por la cornisa de la memoria, resulta difícil poder dar certeza a lo enigmático de la situación.
Yo sé estimado lector que usted podrá representarse esta narración sin mayores inconvenientes, aun cuando las circunstancias, amalgamadas con la pérdida de algunas certidumbres que dan forma a la crónica, puedan llegar a exasperar la conciencia.
Permítame presentarles a los personajes que darán forma a este enredo, del cual uno es el protagonista principal sin querer serlo, -es el que será la figura-, y sus acompañantes, la polisemia que espero logre comprender.
Martín Recabarren vivió en Tapalqué durante su infancia y parte de su adultez. Era un chico flaco y desgarbado que sentía la presión de seguir los mismos pasos de su padre don Juan Manuel, herrero de profesión, quien todos los domingos a excepción de los del mes de marzo, asistía rigurosamente a la iglesia del pueblo junto a su esposa y madre de Recabarren, Dora Espinosa.
De la madre no puedo decir nada, dado que la lejanía de la historia ha borrado las circunstancias bajo las cuales falleció una noche de primavera, cuando el sopor del calor mezclado con una testaruda lluvia otoñal, la encontró en un sueño profundo al lado de don Juan Manuel en la habitación de la amplia casa que compartía la familia.
Recabarren tardó en asimilar la pérdida, pero luego de unos meses en los que sufría en silencio a hurtadillas de don Juan Manuel, logró reconciliar la paz con el espíritu de su madre difunta. Así de fácil, así de complejo.
 Mi padre que era peón en la herrería, solía interceder en las peleas que padre e hijo sostenían, por una culpa tal vez insanable.
Un día, como tantos otros, donde el trabajo no daba tregua para los mates amargos de media tarde, mi padre logró escuchar lo que Recabarren le había soltado a don Juan Manuel en el medio de una irritada conversación: "Si, mamá, que Dios la tenga en la gloria, te viera con esa puta de la ferretería, no dudaría en cortarte las pelotas¨.
 Al principio, mi padre no comprendió el significado de esas palabras cargadas de una cólera descomedida, pero luego de unas semanas todo le fue revelado.
Recabarren solía juntarse con un grupito de amigos en el bar de la vuelta. El trabajo de herrero, que de por sí era bastante pesado le quedaba grande. Entonces cuando la jornada terminaba, aprovechaba para ahogar en alcohol el cansancio y la pena.
Don Juan Manuel hacía lo propio. Guardaba en su lugar las herramientas, barría las virutas, y le pedía concienzudamente a mi padre que vigilara la fragua hasta que se apagara y luego partía sin rumbo cierto.
Marcelita, era la que atendía en la ferretería. Era una bella mujer de unos treinta años, flaca de ojos negros y de un pelo lacio tirando a castaño, pero que bajo los reflejos del sol, lo hacían virar a un rubio opaco, propio de las anilinas que utilizaba para colorearlo de tanto en tanto.
Cuando don Juan Manuel cruzaba la puerta del galpón, ella –según mi padre-, cerraba la cortinita de la vidriera que daba a la calle principal. Mi padre luego comenzó a sospechar que era un código secreto que ambos compartían para entender ¨el mejunje¨.
Recabarren se emborrachaba luego de varias rondas de vino tinto. No tomaba otra cosa. Una noche, cuando ya era demasiado tarde, el del bar lo tuvo que sacar a empujones; a lo cual Recabarren fuera de sí respondió con insultos, hasta que sus entrañas entraron en pánico y expulsaron todo aquello que había entrado. Marcelita, que volvía de quien sabe dónde y que conocía a Recabarren, trató de apiadarse de él y se acercó para ver qué le sucedía. Cruzó la calle mientras su conciencia le decía que siguiera caminando, que tal vez si don Juan Manuel la viese, al otro día tendría que soportar los tormentos psicológicos a los cuales ella no estaba acostumbrada. Con un poco de miedo a ser en ascuas descubierta, se llegó hasta donde Recabarren y trató de darlo vuelta con la mano  puesta sobre el hombro de aquel indefenso borracho.
Pero como la buena suerte está siempre del lado de las personas temerosas, Recabarren con la ayuda del espíritu de su madre -que según él siempre lo acompañaba-, logró incorporarse lentamente hasta que se arrodilló  sobre sí mismo en una suerte de recobro del conocimiento.
Aquí la memoria me falla y no quiero inventar lo que no sé ni recuerdo, entonces le pido amigo lector que me ayude a reconstruir la coyuntura del relato.
Al otro día, que supongo era sábado, don Juan Manuel abrió la herrería como lo hacía día tras día, mi padre llegó  sobre el horario fijado, y Recabarren que debía visitar al cliente del almacén no llegó hasta que el reloj grasiento por el humo de la fragua dio  las doce.
-Me duele mucho la cabeza y no sé si voy a poder trabajar hoy.
-Si te gusta la joda, aguántatela como verdadero hombre, no me vengas ahora con las taradeces de un machaco malcriado. Agarrá la libretita y andá  sacarle las medidas a la reja del almacenero que te está esperando desde hace dos horas.
Recabarren entre disgustado y resacado, cumplió sin más la orden de su padre. Cuando salió por la puertita chica de la herrería -no sé porque-, Marcelita que estaba limpiando la vereda de la ferretería lo vio e inmediatamente bajó la mirada, pero al ver que Recabarren la observaba con sus ojos marrones, ella comenzó a seguirlo con el rabillo del ojo hasta que desapareció en la esquina y dobló para encarar el almacén.
Mi padre cuando observó lo que sucedía, comenzó a precipitarse en conclusiones que luego le dieron la certeza de que Marcelita le gustaba a Recabarren.
Pensó para sí, que la cosa iba a terminar mal, que cuando don Juan Manuel se enterase, seguramente tomaría una venganza descomedida. Que si por obra del destino aquellos dos tenían alguna revolcada, no tardaría en asesinar a alguno de los dos, ya fuese Marcelita, ya fuese Recabarren.
Marcelita había tenido un pasado no muy decente, mi padre que conocía a su madre y con la cual se había acostado cuando era joven, supo desde que ella era chica que le gustaba el cuero.
Y mi buen amigo lector, no se crea que precisamente el de vaca o el de asado. Todo lo contrario. A Marcelita le gustaba calentar pavas para luego tomarse todo el mate sola.
Mi padre, supo que había andado con el juez de paz, y que a pesar de que la madre no aprobaba la relación bajo ninguna circunstancia, -él era treinta años mayor-, Marcelita lo exprimió hasta dejarlo seco en lo de don Aurelio, la noche en la que  el impoluto le había prometido a su esposa que le  haría el elixir de la madriguera. – ¡ayúdeme amigo lector a comprender el significado de tamaña expresión!-.
Al cabo de un tiempo, Marcelita tuvo otros romances que no vale la pena mencionar porque no vale la pena recordarlos, por las razones más obvias.
Cuando Recabarren volvió al cabo de una hora, Juan Manuel le dijo que se hiciera cargo de la herrería por un rato, que él tenía que salir.
-¿A dónde vas?
- A vos no te importa, ya soy grande para dar explicaciones.
Se sacó el fulgete de plomo y avanzando a paso decidido dejó el galpón.
Recabarren no pudo dejar de seguirlo con la vista, y cuando vio que entró en la ferretería, un escalofrío le recorrió la espalda para luego dar paso a un sudor  que lo tomó por sorpresa.
-A vos te parece este hijo de puta, se va a encamar con esa puta esa mientras mi madre llora a mi lado.
Mi padre entendiendo el porqué del comentario, alcanzó a responderle que en esas circunstancias lo mejor que uno puede hacer es dejar que el tiempo obre por sí mismo, que las calenturas pasan y el recuerdo es algo de lo que uno no puede desprenderse con facilidad.
Recabarren miró el piso, se mordió los labios y trató de seguir trabajando en la libretita con la reja del almacenero. Esa tarde estuvo inquieto, no paraba de dar vueltas por la herrería, trataba de calmarse martillando en el yunque y tal vez descargando la furia de la traición. Despacito comenzó a preparar las cosas para el mate, puso a calentar el agua, acomodó la yerba y le preguntó a mi padre si lo acompañaría con unos amargos.
Ante la complicidad del peón, comenzó por cebar unos mates que le recordaban los de su madre, los que le gustaba que le cebe mientras él acomodaba la leña para el horno o la cocina económica de la casa.
Después de un largo rato entre amargos, risas y chistes, don Juan Manuel entró por el portón grande con el pelo medio enmarañado y el cierre del pantalón a medio abrir.
-Otra vez estuviste con la puta ¿no?
El otro no respondió nada, rumbeó para el bañito del galpón y se encerró en silencio.
La tarde llegó sin más anécdotas que contar y todos marcharon a sus quehaceres que eran pertinentes de llevar a cabo después del trabajo.
Don Juan Manuel encaró para la casa a prepararse algo de comer, mi padre llegó como siempre a las siete a casa y Recabarren se marchó para el bar a juntarse con sus amigotes.
A las diez, Recabarren estaba fresco, había tomado poco y después de charlar un rato con el del bar y con sus dos compinches, se levantó como un rayo de la silla y se despidió de todos. Sus amigos se asombraron que se fuese tan temprano. A las diez la cosa recién empezaba y aunque les pesara que Recabarren los abandonara sin ningún argumento convincente, lo saludaron y combinaron la rutina para el lunes, ya que el domingo cada uno pasaba el tiempo en casa con madres, hermanos y demás.
Amigo lector, aquí comienza la bifurcación del relato, la que le da forma y sentido a esta narración, preste atención al detalle menor, al que resuene en su cabeza, ya que la imagen que le represente, marcará la diferencia entre la elección correcta y la equivocada.
Recabarren salió del bar y enfiló hacia la ferretería. Marcelita vivía allí con su madre que era una anciana cabrona de cabo a rabo, el Alzheimer la había convertido en insoportable para la hija que tenía que cuidarla en la reverberación de aquellas desafortunadas circunstancias. La casa que las dos compartían estaba justo detrás de la ferretería, vivían solas, al amparo del espíritu santo sin ningún pariente en el pueblo ni en la provincia. Mi padre nunca supo de dónde había llegado la madre de Marcelita cuando era joven. Siempre que alguien le preguntaba por sus progenitores esquivaba la conversación con inflexiones referentes a cualquier tema que la sacara del aprieto. Por lo tanto amigo lector, usted tendrá que perdonar este bache en el relato, claro está, ajeno a mi voluntad.
Al llegar a la galería de madera de la ferretería, Recabarren pensó que el fin justificaba los medios, que en realidad todo era una confusa maraña de pensamientos y sentimientos, que al fin y al cabo todo aquello que acontecería de ahora en más, solamente sería producto de la humillación que había recibido por parte de su padre, en el que nunca confió, y en el que se representaban todos sus tormentos de cuando chico sobre las hazañas a espaldas de su madre.
-Tal vez sea lo correcto, y entonces pueda ahogar este sufrimiento que me agobia hasta las vísceras. (pensó).
Despacito golpeó el vidrio de la ferretería, ahí donde estaba la cortina que codificaba las hazañas amorosas de su padre. Pensó que Marcelita no saldría, que a esa hora no estaría convencida de hacer lo que debía hacer, y que en el caso de que así fuese, sería una completa locura de la cual no se olvidaría jamás, aunque su pasado prometiese lo contrario.
Por un instante se quedó inmóvil y pensó en volverse por donde había venido. Bajó la vista y asumió el rechazo de la que debía salir a recibirlo.
Una luz en el fondo del pasillito se encendió, entonces comprendió que todo era producto de su imaginación.
Cuando volvió en sí, todo era de ensueño, aquella mujer que tanto había deseado era ahora el ahogo más profundo del placer carnal que abrazaba con todas sus fuerzas, el éxtasis que había estado esperando tanto tiempo y del cual se había apoderado sin ninguna potestad su padre.
Se perdió en los intrincados caminos del pensamiento, se dejó llevar por el abismo de las caricias que resplandecían sobre la noche oscura y sumergían sobre su cuerpo el calor de ambos.
La tuvo en sus brazos, la acarició, le besó el pelo, la frente, el pecho y sus partes más íntimas, hasta que se fundieron en un deleite sin igual, la besó y prometió amor eterno aunque todo estuviese por derrumbarse sobre ellos, en el momento en que todo terminase.
Todo aquello tomo forma en aquel instante donde se llega al extremo del pensamiento, en la culminación del acto.
Recabarren despertó de aquello que le había parecido hasta ese momento imposible, Marcelita había sido de él, había dejado la impronta del acto sexual en su cerebro, que aún se encontraba confundido por lo que había pasado. Marcelita era ahora el ícono del cual no debía separarse jamás, la que lo acompañaría para siempre como el sabor del mate amargo de su madre difunta.
Se incorporó, se despabiló sobre aquella galería polvorienta que olía a humedad de lluvia, y con los ojos irritados por un llanto que era más bien amargura que otra cosa, se encaró para su casa a descansar de todo aquello.
Cuando Recabarren se acostó en su cama, pensó que tenía las mismas sábanas que la cama de Marcelita, que sin embargo también, la suya era más pequeña que en la que él se había revolcado con Marcelita. Pensó que ella ahora estaría sola y seguramente también pensando en él. Pensó y se recriminó para su pesar que la cobardía que lo acompañó en ese momento de reproducción lo acompañaría toda su vida, y que entonces jamás tendría la posibilidad de decirle a su amada la absoluta verdad de su conducta.
Entre lágrimas y sollozos recordó a su madre, se dio vuelta hacia su lado derecho y a los pocos minutos se durmió recordando el perfume del pelo castaño y los ojos celestes de Marcelita.
Al día siguiente, cuando el sol brillaba sobre la cúpula de la iglesia del pueblo, don Juan Manuel, Recabarren y algunos otros vecinos del pueblo entre los que se encontraba Marcelita, siguieron fielmente la misa del padre Horacio.
El lunes, todo había vuelto a la normalidad.
                                                                                                                                                                                                                                                                                                     MARTÍN Ramos

Despedida

Cuando pensó que llegaría a destino, faltando pocos metros para cruzar el obscuro camino que la llevaría de nuevo a su casa, una mujer se in...