Vale más saber alguna cosa de todo, que saberlo todo de una sola cosa.
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Blaise Pascal (1623-1662) Científico, filósofo y escritor francés.

El final (Martín Ramos)


La quietud reina con lívidos y fugaces relámpagos
Que intensos recaen sobre la blanca atmósfera.
Resuenan en silencio los acordes de las voces
Y encuentran oídos para ser escuchadas.

A quien podría  estremecer de lamentos
Que no impregne por si solo de su prestancia.
Tal que de una u otra forma acaricie con sus manos
A las horas en las cuales ya nada cuenta.

En soledad y al amparo de la noche escribo
Estas líneas que parecen deshilvanadas.
Que cualquier otro poeta
Tildaría, de escombros de la palabra.

La habitación se tornó mas fría de lo común. La silueta de la luna entraba por el abismo de la ventana abierta. La máquina de escribir martillaba sobre el blanco papel seco, las tintas que resonaban en la espesura del inconsciente.
La puerta pesada, chilló suavemente. Las pinoteas lustradas parecían cansadas. Pasos que se acercaban.
Sudor frió que mojaba las sienes, nada más que decir. Todo lo demás no contaba, sólo el sonido de las olas a lo lejos que el viento traía y llevaba.
En la hoja delgada que se izó de pronto y decidida, resplandeció la luz de la madrugada.

Palabras Perdidas (Martín Ramos)


El silogismo riguroso de convertir las palabras en discurso.
A hurtadillas del tiempo que se escapa frenéticamente entre las invariables declinaciones de cada segundo perdido.
Todo me condujo a pensar equívocamente que transitaba el camino correcto.
El discurso por el discurso mismo.
La fuerza de la palabra.
El abismo de la disuación.
Todo ello sirve cuando se le hecha mano en desesperadas situaciones, en la reverberación de las circunstancias.
Servilismo puro y consciente.
Al fín y al cabo, un solo punto de fuga, un vacio interior...

Casa Tomada



Nos gustaba la casa porque aparte de espaciosa y antigua (hoy que las casas antiguas sucumben a la más ventajosa liquidación de sus materiales) guardaba los secretos de nuestros bisabuelos, el abuelo paterno, nuestros padres y toda la infancia.
Nos habituamos Irene y yo a persistir solos en ella, lo que era una locura pues en esa casa podían vivir ocho personas sin estorbarse. Hacíamos la limpieza por la mañana, levantándonos a las siete, y a eso de las once yo le dejaba a Irene las últimas habitaciones por repasar y me iba a la cocina. Almorzábamos a mediodía, siempre puntuales; ya no quedaba nada por hacer fuera de unos platos sucios. Nos resultaba grato almorzar pensando en la casa profunda y silenciosa y cómo nos bastábamos para mantenerla limpia. A veces llegamos a creer que era ella la que no nos dejó casarnos. Irene rechazó dos pretendientes sin mayor motivo, a mí se me murió María Esther antes que llegáramos a comprometernos. Entramos en los cuarenta años con la inexpresada idea de que el nuestro, simple y silencioso matrimonio de hermanos, era necesaria clausura de la genealogía asentada por los bisabuelos en nuestra casa. Nos moriríamos allí algún día, vagos y esquivos primos se quedarían con la casa y la echarían al suelo para enriquecerse con el terreno y los ladrillos; o mejor, nosotros mismos la voltearíamos justicieramente antes de que fuese demasiado tarde.
Irene era una chica nacida para no molestar a nadie. Aparte de su actividad matinal se pasaba el resto del día tejiendo en el sofá de su dormitorio. No sé porqué tejía tanto, yo creo que las mujeres tejen cuando han encontrado en esa labor el gran pretexto para no hacer nada. Irene no era así, tejía cosas siempre necesarias, tricotas para el invierno, medias para mí, mañanitas y chalecos para ella. A veces tejía un chaleco y después lo destejía en un momento porque algo no le agradaba; era gracioso ver en la canastilla el montón de lana encrespada resistiéndose a perder su forma de algunas horas. Los sábados iba yo al centro a comprarle lana; Irene tenía fe en mi gusto, se complacía con los colores y nunca tuve que devolver madejas. Yo aprovechaba esas salidas para dar una vuelta por las librerías y preguntar vanamente si había novedades en literatura francesa. Desde 1939 no llegaba nada valioso a la Argentina.
Pero es de la casa que me interesa hablar, de la casa y de Irene, porque yo no tengo importancia. Me pregunto qué hubiera hecho Irene sin el tejido. Uno puede releer un libro, pero cuando un pull-over está terminado no se puede repetirlo sin escándalo. Un día encontré el cajón de abajo de la cómoda de alcanfor lleno de pañoletas blancas, verdes, lila. Estaban con naftalina, apiladas como en una mercería; no tuve valor de preguntar a Irene qué pensaba a hacer con ellas. No necesitábamos ganarnos la vida, todos los meses llegaba la plata de los campos y el dinero aumentaba. Pero a Irene solamente la entretenía el tejido, mostraba una destreza maravillosa y a mí se me iban las horas viéndole las manos como erizos plateados, agujas yendo y viniendo y una o dos canastillas en el suelo donde se agitaban constantemente los ovillos. Era hermoso.
Cómo no acordarme de la distribución de la casa. El comedor, una sala con gobelinos, la biblioteca y tres dormitorios grandes quedaban en la parte más retirada, la que mira hacia Rodríguez Peña. Solamente un pasillo con su maciza puerta de roble aislaba esta parte del ala delantera donde había un baño, la cocina, nuestros dormitorios y el living central, al cual comunicaban los dormitorios y el pasillo. Se entraba a la casa por un zaguán con mayólica , y la puerta central daba al living. De manera que uno entraba por el zaguán, abría la cancel y pasaba al living; tenía a los lados las puertas de nuestros dormitorios, y al frente del pasillo que conducía a la parte más retirada; avanzando por le pasillo se franqueaba la puerta de roble y más allá empezaba el otro lado de la casa, o bien se podía girar a la izquierda justamente antes de la puerta y seguir por un pasillo más estrecho que llevaba a la cocina y al baño. Cuando la puerta estaba abierta advertía uno que la casa era muy grande; si no, daba la impresión de un departamento de los que se edifican ahora, apenas para moverse; Irene y yo vivíamos siempre en esta parte de la casa, casi nunca íbamos más allá de la puerta de roble, salvo para hacer la limpieza, pues es increíble cómo se junta tierra en los muebles. Buenos Aires será una ciudad limpia, pero eso se lo debe a sus habitantes y no a otra cosa. Hay demasiada tierra en el aire, apenas sopla una ráfaga se palpa el polvo en los mármoles de las consolas y entre los rombos de las carpetas de macramé da trabajo sacarlo bien con plumero, vuela y se suspende en el aire, un momento después se deposita de nuevo en los muebles y en los pianos.
Lo recordaré siempre con claridad porque fue simple y sin circunstancias inútiles. Irene estaba tejiendo en su dormitorio, eran las ocho de la noche y de repente se me ocurrió poner al fuego la pavita del mate. Fui hasta el pasillo hasta enfrentar la entornada puerta de roble, y daba la vuelta al codo que llevaba a la cocina cuando escuché algo en el comedor o da biblioteca. El sonido venía impreciso y sordo, como un volcarse de silla sobre la alfombra o un ahogado susurro de conversación. También lo oí, al mismo tiempo o un segundo después, en el fondo del pasillo que traía desde aquellas piezas hasta la puerta. Me tiré contra la puerta antes de que fuera demasiado tarde, la cerré de golpe apoyando el cuerpo; felizmente la llave estaba puesta de nuestro lado y además corrí el gran cerrojo para más seguridad.
Fui a la cocina, calenté la pavita, y cuando estuve de vuelta con la bandeja del mate le dije a Irene:
-Tuve que cerrar la puerta del pasillo. Han Tomado la parte del fondo.
Dejó caer el tejido y me miró con sus graves ojos cansados.
-¿Estás seguro?
Asentí.
-Entonces -dijo recogiendo las agujas- tendremos que vivir en este lado.
Yo cebaba el mate con mucho cuidado, pero ella tardó un rato en reanudar su labor. Me acuerdo que tejía un chaleco gris; a mí me gustaba ese chaleco.
Los primeros días nos pareció penoso porque ambos habíamos dejado en la parte tomada muchas cosas que queríamos. Mis libros de literatura francesa, por ejemplo, estaban todos en la biblioteca. Irene extrañaba unas carpetas, un par de pantuflas que tanto la abrigaban en invierno. Yo sentía mi pipa de enebro y creo que Irene pensó en una botella de Hesperidina de muchos años. Con frecuencia (pero esto solamente sucedió los primeros días) cerrábamos algún cajón de las cómodas y nos mirábamos con tristeza.
-No está aquí.
Y era una cosa más de todo lo que habíamos perdido al otro lado de la casa.
Pero también tuvimos ventajas. La limpieza se simplificó tanto que aun levantándose tardísimo, a las nueve y media por ejemplo, no daban las once y ya estábamos de brazos cruzados. Irene se acostumbró a ir conmigo a la cocina y ayudarme a preparar el almuerzo. Lo pensamos bien y se decidió esto: mientras yo preparaba el almuerzo, Irene cocinaría platos para comer fríos de noche. Nos alegramos porque siempre resulta molesto tener que abandonar los dormitorios al atardecer y ponerse a cocinar. Ahora nos bastaba con la mesa en el dormitorio de Irene y las fuentes de comida fiambre.
Irene estaba contenta porque le quedaba más tiempo para tejer. Yo andaba un poco perdido a causa de los libros, pero por no afligir a mi hermana me puse a revisar la colección de estampillas de papá, y eso me sirvió para matar el tiempo. Nos divertíamos mucho, cada uno en sus cosas, casi siempre reunidos en el dormitorio de Irene que era más cómodo. A veces Irene decía:
-Fíjate este punto que se me ha ocurrido. ¿No da un dibujo de trébol?
Un rato después era yo el que le ponía ante los ojos un cuadrito de papel para que viese el mérito de algún sello de Eupen y Malmédy. Estábamos bien, y poco a poco empezábamos a no pensar. Se puede vivir sin pensar.
(Cuando Irene soñaba en alta voz yo me desvelaba enseguida. Nunca pude habituarme a esa voz de estatua o papagayo, voz que viene se los sueños y no de la garganta. Irene decía que mis sueños consistían en grandes sacudones que a veces hacían caer el cobertor. Nuestros dormitorios tenían el living de por medio, pero de noche se escuchaba cualquier cosa en la casa. Nos oíamos respirar, toser, presentíamos el ademán que conduce a la llave del velador, los mutuos y frecuentes insomnios.
Aparte de eso todo estaba callado en la casa. De día eran los rumores domésticos, el roce metálico de las agujas de tejer, un crujido al pasar las hojas del álbum filatélico. La puerta de roble, creo haberlo dicho, era maciza. En la cocina y el baño, que quedaban tocando la parte tomada, nos poníamos a hablar en voz más alta o Irene cantaba canciones de cuna. En una cocina hay demasiado ruido de loza y vidrios para que otros sonidos irrumpan en ella. Muy pocas veces permitíamos ahí el silencio, pero cuando tornábamos a los dormitorios y al living, entonces la casa se ponía callada y a media luz, hasta pisábamos más despacio para no molestarnos. Yo creo que era por eso que de noche, cuando Irene empezaba a soñar en alto voz, me desvelaba en seguida).
Es casi repetir lo mismo salvo las consecuencias. De noche siento sed, y antes de acostarnos le dije a Irene que iba hasta la cocina a servirme un vaso de agua. Desde la puerta del dormitorio (ella tejía) oí el ruido en la cocina; tal vez en la cocina o tal vez en el baño porque el codo del pasillo apagaba el sonido. A Irene le llamó la atención mi brusca manera de detenerme, y vino a mi lado sin decir palabra. Nos quedamos escuchando los ruidos, notando claramente que eran de este lado de la puerta de roble, en la cocina y en el baño, o en el pasillo mismo donde empezaba el codo casi al lado nuestro.
No nos miramos siquiera. Apreté el brazo de Irene y la hice correr conmigo hasta la puerta cancel, sin volvernos hacia atrás. Los ruidos se oían más fuerte, pero siempre sordos a espaldas nuestras. Cerré de un golpe la cancel y nos quedamos en el zaguán. Ahora no se oía nada.
-Han tomado esta parte -dijo Irene. El tejido le colgaba de las manos y las hebras iban hasta el cancel y se perdían debajo. Cuando vio que los ovillos habían quedado del otro lado, soltó el tejido sin mirarlo.
-¿Tuviste tiempo de traer alguna cosa? -le pregunté inútilmente.
-No, nada.
Estábamos con lo puesto. Me acordé de los quince mil pesos en el armario de mi dormitorio. Ya era tarde ahora.
Como me quedaba el reloj pulsera, vi que eran las once de la noche. Rodeé con mi brazo la cintura de Irene (yo creo que ella estaba llorando) y salimos a la calle. Antes de alejarnos tuve lástima, cerré bien la puerta de entrada y tiré la llave a la alcantarilla. No fuese que a algún pobre diablo se le ocurriera robar y se metiera en la casa, a esa hora y con la casa tomada.
Julio Cortázar

La divina compañía (Martín Ramos)


La intersección de las carreteras suele ser peligrosa. Se llega al borde de la línea blanca y, por lo general si se es diestro, se mira hacia la derecha primero. Después en un rápido giro del cogote, se hecha un vistazo hacia el otro lado. Solo cuando se esta seguro de que nadie se aproxima, -al menos a corta distancia-, se apreta el embrague. –Casi siempre con el pie izquierdo; acá si sos diestro te las tenés que arreglar-, entonces suavemente con la mano derecha se mete la primera marcha y se avanza. Es imprescindible no equivocarse, porque ante la metida de pata el auto empieza a tironear y la cosa se complica. El mecanismo es idéntico para los cruces de barreras.
Ya al otro lado, el espejito retrovisor es el fiel testigo de que la cosa salió bien. Pero ojo, a no equivocarse; cuando se cruza caminando no se tienen tantos aparatos que aturden las destrezas motrices. Solo un pie le da paso al otro. Y lo mas importante, utilizando esta modalidad tan antigua como el hombre, se tiene la suerte divina de no escuchar a ese animalito de una especie salvaje, -como muchos otros descriptos por Darwin-, en el asiento del acompañante, que  taladra  el oído derecho.
Solo por esa diáfana razón, es preferible cruzar a pie.

El Grito del Muerto (H.P.Lovecraft)


El grito de un muerto fue lo que me hizo concebir aquel intenso horror hacia el doctor Herbert West, horror que enturbió los últimos años de nuestra vida en común. Es natural que una cosa como el grito de un muerto produzca horror, ya que, evidentemente, no se trata de un suceso agradable ni ordinario. Pero yo estaba acostumbrado a esta clase de experiencias; por tanto, lo que me afectó en esa ocasión fue cierta circunstancia especial. Quiero decir, que no fue el muerto lo que me asustó.
Herbert West, de quien era yo compañero y ayudante, poseía intereses científicos muy alejados de la rutina habitual de un médico de pueblo. Esa era la razón por la que, al establecer su consulta en Bolton, había elegido una casa próxima al cementerio. Dicho brevemente y sin paliativos, el único interés absorbente de West consistía en el estudio secreto de los fenómenos de la vida y de su culminación, encaminados a reanimar a los muertos inyectándoles una solución estimulante. Para llevar a cabo estos macabros experimentos era preciso estar constantemente abastecidos de cadáveres humanos muy frescos; porque aún la más mínima descomposición daña la estructura del cerebro; y humanos, y descubrimos que el preparado necesitaba una composición específica, según los diferentes tipos de organismos. Matamos docenas de conejos y cobayas para tratarlos, pero este camino no nos llevó a ninguna parte. West nunca había conseguido plenamente su objetivo porque nunca había podido disponer de un cadáver suficientemente fresco. Necesitaba cuerpos cuya vitalidad hubiera cesado muy poco antes; cuerpos con todas las células intactas, capaces de recibir nuevamente el impulso hacia esa forma de movimiento llamado vida. Había esperanzas de volver perpetua esta segunda vida artificial mediante repetidas inyecciones; pero habíamos averiguado que una vida natural ordinaria no respondía a la acción. Para infundir movimiento artificial, debía quedar extinguida la vida nocturna: los ejemplares debían ser muy frescos, pero estar auténticamente muertos.
Habíamos empezado West y yo la pavorosa investigación siendo estudiantes de la Facultad de Medicina de la Universidad Miskatonic, de Arkham, profundamente convencidos desde un principio del carácter absolutamente mecanicista de la vida. Eso fue siete años antes; sin embargo, él no parecía haber envejecido ni un día: era bajo, rubio de cara afeitada, voz suave, y con gafas; a veces había algún destello en sus fríos ojos azules que delataba el duro y creciente fanatismo de su carácter, efecto de sus terribles investigaciones. Nuestras experiencias habían sido a menudo espantosas en extremo, debidas a una reanimación defectuosa, al galvanizar aquellos grumos de barro de cementerio en un movimiento morboso, insensato y anormal, merced a diversas modificaciones de la solución vital.
Uno de los ejemplares había proferido un alarido escalofriante; otro, se había levantado, violentamente, nos había derribado dejándonos inconscientes, y había huido enloquecido, antes de que lograran cogerle y encerrarlo tras los barrotes del manicomio; y un tercero, una monstruosidad nauseabunda y africana, había surgido de su poco profunda sepultura y había cometido una atrocidad... West había tenido que matarlo a tiros. No podíamos conseguir cadáveres lo bastante frescos como para que manifestasen algún vestigio de inteligencia al ser reanimados, de modo que forzosamente creábamos horrores indecibles. Era inquietante, pensar que uno de nuestros monstruos, o quizá dos, aun vivían... tal pensamiento nos estuvo atormentando de manera vaga, hasta que finalmente West desapareció en circunstancias espantosas.
Pero en la época del alarido en el laboratorio del sótano de la aislada casa de Bolton, nuestros temores estaban subordinados a la ansiedad por conseguir ejemplares extremadamente frescos. West se mostraba más ávido que yo, de forma que casi me parecía que miraba con codicia el físico de cualquier persona viva y saludable. Fue en julio de 1910 cuando empezó a mejorar nuestra suerte en lo que a ejemplares se refiere. Yo me había ido a Illinois a hacerle una larga visita a mis padres, y a mi regreso encontré a West en un estado de singular euforia. Me dijo excitado que casi con toda probabilidad había resuelto el problema de la frescura de los cadáveres abordándolo desde un ángulo enteramente distinto: el de la preservación artificial. Yo sabía que trabajaba en un preparado nuevo sumamente original, así que no me sorprendió que hubiera dado resultado; pero hasta que me hubo explicado los detalles, me tuvo un poco perplejo sobre cómo podía ayudarnos dicho preparado en nuestro trabajo, ya que el enojoso deterioro de los ejemplares se debía ante todo al tiempo transcurrido hasta que caían en nuestras manos. Esto lo había visto claramente West, según me daba cuenta ahora, al crear un compuesto embalsamador para uso futuro, más que inmediato, por si el destino le proporcionaba un cadáver muy reciente y sin enterrar, como nos había ocurrido años antes, con el negro aquel de Bolton, tras el combate de boxeo. Por último, el destino se nos mostró propicio, de forma que en esta ocasión conseguimos tener en el laboratorio secreto del sótano un cadáver cuya corrupción no había tenido posibilidad de empezar aun. West no se atrevía a predecir que sucedería en el momento de la reanimación, ni si podíamos esperar una revivificación de la mente y la razón. El experimento marcaría un hito en nuestros estudios, por lo que había conservado este nuevo cuerpo hasta mi regreso, a fin de que compartiésemos los dos el resultado de la forma acostumbrada.
West me contó cómo había conseguido el ejemplar. Había sido un hombre vigoroso; un extranjero bien vestido que se acababa de apear al tren, y que se dirigía a las Fabricas Textiles de Bolton a resolver unos asuntos. Había dado un largo paseo por el pueblo, y al detenerse en nuestra casa a preguntar el camino de las fábricas, había sufrido un ataque al corazón. Se negó a tomar un cordial, y cayo súbitamente muerto, un momento después. Como era de esperar, el cadáver le pareció a West como llovido del cielo. En su breve conversación, el forastero le había explicado que no conocía a nadie en Bolton; y tras registrarle los bolsillos después, averiguó que se trataba de un tal Robert Leavitt, de St. Louis, al parecer sin familia que pudiera hacer averiguaciones sobre su desaparición. Si no conseguía devolverlo a la vida, nadie se enteraría de nuestro experimento. Solíamos enterrar los despojos en una espesa franja de bosque que había entre nuestra casa y el cementerio de enterramientos anónimos. En cambio, si teníamos éxito, nuestra fama quedaría brillante y perpetuamente establecida. De modo que West había inyectado sin demora, en la muñeca del cadáver, el preparado que le mantendría fresco hasta mi llegada. La posible debilidad del corazón, que a mi juicio haría peligrar el éxito de nuestro experimento, no parecía preocupar demasiado a West. Esperaba conseguir al fin lo que no había logrado hasta ahora: reavivar la chispa de la razón y devolverle la vida, quizá, a una criatura normal.
De modo que la noche del 18 de julio de 1910; Herbert West y yo nos encontrábamos en el laboratorio del sótano, contemplando la figura blanca e inmóvil bajo la luz cegadora de la lámpara. El compuesto embalsamador había dado un resultado extraordinariamente positivo; pues al comprobar fascinado el cuerpo robusto que llevaba dos semanas sin que sobreviniese la rigidez, pedí a West que me diese garantías de que estaba verdaderamente muerto. Me las dio en el acto, recordándome que jamás administrábamos la solución reanimadora sin una serie de pruebas minuciosas para comprobar que no había vida; ya que en caso de subsistir el menor vestigio de vitalidad original no tendría ningún efecto. Cuando West se puso a hacer todos los preparativos, me quedé impresionado ante la enorme complejidad del nuevo experimento; era tanta, que no quiso confiar el trabajo a otras manos que las suyas. Y tras prohibirme tocar siquiera el cuerpo, inyectó primero una droga en la muñeca, cerca del sitio donde había pinchado para inyectarle el compuesto embalsamador. Ésta, dijo, neutralizaría el compuesto y liberaría los sistemas sumiéndolos en una relajación normal, de forma que la solución reanimadora pudiese actuar libremente al ser inyectada. Poco después, cuando se observó un cambio, y un leve temblor pareció afectar los miembros muertos, West colocó sobre la cara espasmódica una especie de almohada, la apretó violentamente y no la retiró hasta que el cadáver se quedó absolutamente inmóvil y listo para nuestro intento de reanimación. Él, pálido y entusiasta se dedicó ahora a efectuar unas cuantas pruebas finales y someras para comprobar la absoluta carencia de vida, se aparto satisfecho y, finalmente inyectó en el brazo izquierdo una dosis meticulosamente medida del elixir vital, preparado durante la tarde con más minuciosidad que nunca, desde nuestros tiempos universitarios, en que nuestras hazañas eran nuevas e inseguras. No me es posible describir la tremenda e intensa incertidumbre con que esperamos los resultados de este primer ejemplar auténticamente fresco: el primero del que podíamos esperar razonablemente que abriese los labios y nos contase quizá, con voz inteligente, lo que había visto al otro lado del insondable abismo.
West era materialista, no creía en el alma, y atribuía toda función de la conciencia a fenómenos corporales; por consiguiente, no esperaba ninguna revelación sobre espantosos secretos de abismos y cavernas más allá de la barrera de la muerte. Yo no disentía completamente de su teoría, aunque conservaba vagos e instintivos vestigios de la primitiva fe de mis antecesores; de modo que no podía dejar de observar el cadáver con cierto temor y terrible expectación. Además... no podía borrar de mi memoria aquel grito espantoso e inhumano que oímos la noche en que intentamos nuestro primer experimento en la deshabitada granja de Arkham.
Había transcurrido muy poco tiempo, cuando observé que el ensayo no iba a ser un fracaso total. Sus mejillas, hasta ahora blancas como la pared, habían adquirido un levísimo color, que luego se extendió bajo la barba incipiente, curiosamente amplia y arenosa. West, que tenía la mano puesta en el pulso de la muñeca izquierda del ejemplar, asintió de pronto significativamente; y casi de manera simultánea, apareció un vaho en el espejo inclinado sobre la boca del cadáver. Siguieron unos cuantos movimientos musculares espasmódicos; y a continuación una respiración audible y un movimiento visible del pecho. Observe los párpados cerrados, y me pareció percibir un temblor. Después, se abrieron y mostraron unos ojos grises, serenos y vivos, aunque todavía sin inteligencia, ni siquiera curiosidad.
Movido por una fantástica ocurrencia, susurre unas preguntas en la oreja cada vez más colorada; unas preguntas sobre otros mundos cuyo recuerdo aun podía estar presente. Era el terror lo que las extraía de mi mente; pero creo que la última que repetí, fue: "¿Dónde has estado?". Aún no sé si me contestó o no, ya que no brotó ningún sonido de su bien formada boca; lo que sí recuerdo es que en aquel instante creí firmemente que los labios delgados se movieron ligeramente, formando sílabas que yo habría vocalizado como "sólo ahora", si la frase hubiese tenido sentido o relación con lo que le preguntaba. En aquel instante me sentí lleno de alegría, convencido de que habíamos alcanzado el gran objetivo y que, por primera vez, un cuerpo reanimado había pronunciado palabras movido claramente por la verdadera razón. Un segundo después, ya no cupo ninguna duda sobre el éxito, ninguna duda de que la solución había cumplido cabalmente su función, al menos de manera transitoria, devolviéndole al muerto una vida racional y articulada... Pero con ese triunfo me invadió el más grande de los terrores... no a causa del ser que había hablado, sino por la acción que había presenciado, y por el hombre a quien me unían las vicisitudes profesionales.
Porque aquel cadáver fresco, cobrando conciencia finalmente de forma aterradora, con los ojos dilatados por el recuerdo de su última escena en la tierra, manoteó frenético en una lucha de vida o muerte con el aire y, de súbito, se desplomo en una segunda y definitiva disolución, de la que ya no pudo volver, profiriendo un grito que resonara eternamente en mi cerebro atormentado:
-¡Auxilio! ¡Aparta, maldito demonio pelirrojo... aparta esa condenada aguja!



INRI


INRI es la abreviación de la frase Latina: ¨IESVS NAZARENVS REX IVDAEORVM¨, la cual se traduce al Español como: "Jesús Nazareno, Rey de los Judíos". Aparece en el Nuevo Testamento de la Biblia Cristiana en los Evangelios de Mateo (27:37), Marcos (15:26); Lucas (23:38), y Juan (19:19). Muchos crucifijos y otras imágenes de la crucifixión incluyen una placa, llamada título, que lleva las letras INRI, ocasionalmente grabado directamente en la cruz, y usualmente arriba de la figura de Jesús. En el Evangelio de Juan (19:19–20) la inscripción es explicada:

19 Pilato redactó también una inscripción y la puso sobre la cruz. Lo escrito era: «Jesús el Nazareno, el Rey de los judíos.»

20 Esta inscripción la leyeron muchos judíos, porque el lugar donde había sido crucificado Jesús estaba cerca de la ciudad; y estaba escrita en hebreo, latín y griego.

Algunas Iglesias Ortodoxas de Oriente usan las letras INBI del texto Griego de la inscripción en la cruz, ησος Ναζωραος Bασιλες τν ουδαίων. Algunos cambian el título por Bασιλες το κόσμου (El Rey del Mundo), no implicando que esto es en realidad lo que estaba escrito, sino que eso es lo que debió haberse escrito. También otras Iglesia Ortodoxas de Oriente (como la de Rumania) usan la abreviación INRI. En Hebreo la frase es ישוע הנצרת מלך היהודים (Yeshu'a HaNatserat Melech HaYehudim/ AFI: [\jeʃu'ə\ \hɑ\ \nɑʦeratʰ\ \meleχ\ \hɑ\ \jehuðiːm]). Es posible que el título fuese escrito en Arameo, la lengua vernácula, en vez de en Hebreo.

El gigante egoísta (Oscar wilde)


Todas las tardes al volver del colegio tenían los niños la costumbre
de ir a jugar al jardín del gigante.
Era un gran jardín solitario, con un suave y verde césped. Brillaban
aquí y allí lindas flores sobre el suelo, y había doce melocotoneros que
en primavera se cubrían con una delicada floración blanquirrosada y que,
en otoño, daban hermosos frutos.
Los pájaros, posados sobre las ramas, cantaban tan deliciosamente,
que los niños interrumpían habitualmente sus juegos para escucharlos.
-¡Qué dichosos somos aquí! -se decían unos a otros.
Un día volvió el gigante. Había ido a visitar a su amigo el ogro de
Cornualles, residiendo siete años en su casa. Al cabo de los siete años
dijo todo lo que tenía que decir, pues su conversación era limitada, y
decidió regresar a su castillo.
Al llegar, vio a los niños que jugaban en su jardín.
-¿Qué hacéis ahí? -les gritó con voz agria.
Y los niños huyeron.
-Mi jardín es para mí solo -prosiguió el gigante-. Todos deben
entenderlo así, y no permitiré que nadie que no sea yo se solace en él.
Entonces lo cercó con un alto muro y puso el siguiente cartelón:
QUEDA PROHIBIDA LA ENTRADA
BAJO LAS PENAS LEGALES
CORRESPONDIENTES

Era un gigante egoísta.
Los pobres niños no tenían ya sitio de recreo.
Intentaron jugar en la carretera; pero la carretera estaba muy
polvorienta, toda llena de agudas piedras, y no les gustaba.
Tomaron la costumbre de pasearse, una vez terminadas sus lecciones,
alrededor del alto muro, para hablar del hermoso jardín que había al otro
lado.
Entonces llegó la primavera y en todo el país hubo pájaros y
florecillas.
Sólo en el jardín del gigante egoísta continuaba siendo invierno.
Los pájaros, desde que no había niños, no tenían interés en cantar y
los árboles olvidábanse de florecer.
En cierta ocasión una bonita flor levantó su cabeza sobre el césped;
pero al ver el cartelón se entristeció tanto pensando en los niños, que se
dejó caer a tierra, volviéndose a dormir.
Los únicos que se alegraron fueron el hielo y la nieve.
-La primavera se ha olvidado de este jardín -exclamaban- Gracias a
esto vamos a vivir en él todo el año.
La nieve extendió su gran manto blanco sobre el césped y el hielo
revistió de plata todos los árboles.
Entonces invitaron al viento del Norte a que viniese a pasar una
temporada con ellos.
El viento del Norte aceptó y vino. Estaba envuelto en pieles. Bramaba
durante todo el día por el jardín, derribando a cada momento chimeneas.
-Éste es un sitio delicioso -decía- Invitemos también al granizo.
Y llegó asimismo el granizo.
Todos los días, durante tres horas, tocaba el tambor sobre la
techumbre del castillo, hasta que rompió muchas pizarras. Entonces se puso
a dar vueltas alrededor del jardín, lo más de prisa que pudo. Iba vestido
de gris y su aliento era de hielo.
-No comprendo por qué la primavera tarda tanto en llegar -decía el
gigante egoísta cuando se asomaba a la ventana y veía su jardín blanco y
frío-. ¡Ojalá cambie el tiempo!
Pero la primavera no llegaba ni el verano tampoco.
El otoño trajo frutos de oro a todos los jardines, pero no dio
ninguno al del gigante.
-Es demasiado egoísta -dijo.
Y era siempre invierno en casa del gigante, y el viento del Norte, el
granizo, el hielo y la nieve danzaban en medio de los árboles.
Una mañana el gigante, acostado en su lecho, pero despierto ya, oyó
una música deliciosa. Sonó tan dulcemente en sus oídos, que hizo
imaginarse que los músicos del rey pasaban por allí.
En realidad, era un pardillo que cantaba ante su ventana; pero como
no había oído a un pájaro en su jardín hacía mucho tiempo, le pareció la
música más bella del mundo.
Entonces el granizo dejó de bailar sobre su cabeza y el viento del
Norte de rugir. Un perfume delicioso llegó hasta él por la ventana
abierta.
-Creo que ha llegado al fin la primavera -dijo el gigante.
Y saltando del lecho se asomó a la ventana y miró. ¿Qué fue lo que
vió?
Pues vio un espectáculo extraordinario.
Por una brecha abierto en el muro, los niños habíanse deslizado en el
jardín encaramándose a las ramas. Sobre todos los árboles que alcanzaba él
a ver había un niño, y los árboles sentíanse tan dichosos de sostener
nuevamente a los niños, que se habían cubierto de flores y agitaban
graciosamente sus brazos sobre las cabezas infantiles.
Los pájaros revoloteaban de unos para otros cantando con delicia, y
las flores reían irguiendo sus cabezas sobre el césped.
Era un bonito cuadro.
Sólo en un rincón, en el rincón más apartado del jardín, seguía
siendo invierno.
Allí se encontraba un niño muy pequeño. Tan pequeño era, que no había
podido llegar a las ramas del árbol y se paseaba a su alrededor llorando
amargamente.
El pobre árbol estaba aún cubierto de hielo y de nieve, y el viento
del Norte soplaba y rugía por encima de él.
-Sube ya, muchacho -decía el árbol.
Y le alargaba sus ramas, inclinándose todo lo que podía, pero el niño
era demasiado pequeño.
El corazón del gigante se enterneció al mirar hacia afuera.
«¡Qué egoísta he sido! -pensó-. Ya sé por qué la primavera no ha
querido venir aquí. Voy a colocar a ese pobre pequeñuelo sobre la cima del
árbol, luego tiraré el muro, y mi jardín será ya siempre el sitio de
recreo de los niños.»
Estaba verdaderamente arrepentido de lo que había hecho.
Entonces bajó las escaleras, abrió nuevamente la puerta y entró en el
jardín.
Pero cuando los niños le vieron, se quedaron tan aterrorizados que
huyeron y el jardín se quedó otra vez invernal.
Únicamente el niño pequeñito no había huído porque sus ojos estaban
tan llenos de lágrimas que no le vio venir.
Y el gigante se deslizó hasta él, le cogió cariñosamente con sus
manos y lo depositó sobre el árbol.
Y el árbol inmediatamente floreció, los pájaros vinieron a posarse y
a cantar sobre él y el niñito extendió sus brazos, rodeó con ellos el
cuello del gigante y le besó.
Y los otros niños, viendo que ya no era malo el gigante, se acercaron
y la primavera los acompañó.
-Desde ahora éste es vuestro jardín, pequeñuelos -dijo el gigante.
Y cogiendo un martillo muy grande, echó abajo el muro.
Y cuando los campesinos fueron a mediodía al mercado, vieron al
gigante jugando con los niños en el jardín más hermoso que pueda
imaginarse.
Estuvieron jugando durante todo el día, y por la noche fueron a decir
adiós al gigante.
-Pero ¿dónde está vuestro compañerito? -les preguntó-. ¿Aquel
muchacho que subí al árbol?
A él era a quien quería más el gigante, porque le había abrazado y
besado.
-No sabemos -respondieron los niños-; se ha ido.
-Decidle que venga mañana sin falta -repuso el gigante.
Pero los niños contestaron que no sabían dónde vivía y hasta entonces
no le habían visto nunca.
Y el gigante se quedó muy triste. Todas las tardes a la salida del
colegio venían los niños a jugar con el gigante, pero éste ya no volvió a
ver el pequeñuelo a quien quería tanto. Era muy bondadoso con todos los
niños, pero echaba de menos a su primer amiguito y hablaba de él con
frecuencia.
-¡Cómo me gustaría verle! -solía decir.
Pasaron los años y el gigante envejeció y fue debilitándose. Ya no
podía tomar parte en los juegos; permanecía sentado en un gran sillón
viendo jugar a los niños.
-Tengo muchas flores bellas -decía-; pero los niños son las flores
más bellas.
Una mañana de invierno, mientras se vestía, miró por la ventana.
Ya no detestaba el invierno; sabia que no es sino el sueño de la
primavera y el reposo de las flores.
De pronto se frotó los ojos, atónito, y miró con atención.
Realmente era una visión maravillosa. En un extremo del jardín había
un árbol casi cubierto de flores blancas. Sus ramas eran todas de oro
y colgaban de ellas frutos de plata; bajo el árbol aquél estaba el
pequeñuelo a quien quería tanto.
El gigante se precipitó por las escaleras lleno de alegría y entró en
el jardín. Corrió por el césped y se acercó al niño. Y cuando estuvo junto
a él, su cara enrojeció de cólera y exclamó:
-¿Quién se ha atrevido a herirte?
En las palmas de la mano del niño y en sus piececitos veíanse las
señales sangrientas de dos clavos.
-¿Quién se ha atrevido a herirte? -gritó el gigante- Dímelo. Iré a
coger mi espada y le mataré.
-No -respondió el niño-, éstas son las heridas del Amor.
-¿Y quién es ése? -dijo el gigante.
Un temor respetuoso le invadió, haciéndole caer de rodillas ante el
pequeñuelo.
Y el niño sonrió al gigante y le dijo:
-Me dejaste jugar una vez en tu jardín. Hoy vendrás conmigo a mi
jardín, que es el Paraíso.
Y cuando llegaron los niños aquella tarde encontraron al gigante
tendido, muerto, bajo el árbol, todo cubierto de flores blancas.

Caín y Abel – Romulus et Remus, hermanos de la desgracia



Durante la invasión de los godos al imperio de Roma, se culparía al cristianismo por haber afeminado a todas las ciudades imperiales hasta hacerlas totalmente débiles. Agustín de Hipona, escribe basado en Las Sagradas Escrituras y presenta su concepción creacionista señalando que “Dios creó al mundo de la nada en tan sólo siete días”, así, antes de la creación del todo, no había nada; ni tiempo ni historia. Dios creó animales, plantas y demás entorno, e hizo al hombre y a la mujer, creada del mismo hombre.
Adán y Eva fueron los primeros vivientes en el paraíso, quienes inclinados a pecar por el diablo (disfrazado de serpiente) fueron desterrados y enviados al "valle de las lágrimas" en donde "las mujeres parirían con dolor y los hombres tendrían que trabajar con el sudor de su frente para conseguir el pan".
Ellos pecaron por comer de la fruta del árbol de la sabiduría, prohibido por Jahvé desde un principio, siendo responsables del destierro del paraíso al querer igualarse a Dios.
El pecado de todos los hombres, desde entonces es heredado de ellos, apareciendo desde la caída al mundo terrenal, a la historia y al tiempo.
Los paganos preguntan a Agustín de Hipona:
¿Por qué si Dios es bueno, hizo malo al hombre?
Puede parecer que Dios no hizo bueno al hombre porque éste infringió su mandato, pero Agustín responde “Dios es bueno y perfecto, y de lo bueno y perfecto no puede salir nada que sea su contrario, pero Dios le dio al hombre libertad, libre albedrío, para optar entre el buen camino (de amor a Dios) y el mal camino (de soberbia y el amor a sí mismo)”
Con respecto al mal, éste no existe como tal, sino más bien como ausencia del bien.
El mal, para Agustín, es visto como una ausencia de ser, y recibe un nombre para poder identificarlo mejor.
Los griegos postulaban que el mal era culpa de la ignorancia, quien hacia mal no lo hacía por quererlo en sí, sino porque no sabía lo que hacía.
Esto ya no es relevante para Agustín, en donde “la ignorancia no aparece como la madre del mal".
Un hombre puede ser totalmente ignorante, pero si sigue la palabra de Dios y las ordenes que le puedan dar los líderes políticos de su ciudad para encaminarlo hacia el camino de Dios, no haría ningún mal. Entonces, lo que para el griego era una cierta forma de ser y existente por culpa de la ignorancia, para Agustín y los cristianos será una privación de ser, pero conceptualizada para llevar la idea de manera más cómoda al contexto.
En la manera de pensar de Agustín, el mal está presente en el mundo por dos razones:
1. El "pecado original" del principio de la humanidad.
2. La "ausencia de bien" que está prevista en el plan divino que Dios tiene para los hombres, obviamente un plan que no puede ser cognoscible para el hombre pero independientemente de ello no hay que dejarlo de obedecer.
San Agustín reconoce el discernimiento, aún en la situación de caídos, el libre albedrío es la indeterminación de la voluntad, como la capacidad de elegir. Todo el mundo, aunque ayudado por la gracia divina para alcanzar la salvación, tiene libertad completa en su voluntad para elegir o rechazar el camino hacia Dios.
El "albedrío realmente libre”, sólo es obtenido por aquél que esté libre de pecados.
Caín y Abel hijos de Adán y Eva después del destierro no nacen en el paraíso.
Caín fue un agricultor y Abel un pastor, ambos amaban a Dios pero de diferente manera. Abel presentó una ofrenda al Señor con lo mejor de su rebaño, en cambio Caín frutas de su huerta, pero se reservó las mejores para él.
Dios estuvo complacido con el regalo de Abel más no tanto con el de Caín, y éste lleno de envidia matará a su hermano cometiendo el primer fratricidio de la humanidad y llevando consigo la culpa moral de haber matado a su propio hermano.
Por ello Dios condena a Caín a andar errante por el mundo y recibe en su seno a Abel.
Caín aparecerá como el primer jefe político y el fundador de la Ciudad Terrena, urbe fundada con la envidia, bajo el fratricidio y con un amor distorsionado, no a Dios, sino al hombre mismo.
Agustín concibe y establece una analogía entre Caín y Abel con Rómulo y Remo para explicar la fundación de Roma. Cuenta la leyenda de que Rómulo y Remo habían sido alimentados por una loba y cuando se hicieron más grandes disputaron la tenencia de Roma, llegando Rómulo a matar a Remo.
Para Agustín, Roma, por entonces, también sería fundada bajo las mismas condiciones de sangre que la Ciudad Terrena, pero habría una diferencia entre la situación de los hermanos Caín y Abel con la de Rómulo y Remo.
Caín había matado a su hermano por envidia, la envidia diabólica que apasiona a los malos contra los buenos, en cambio Rómulo había matado a Remo en una disputa por señoríos y gloria, lo que demuestra que ninguno buscaba la gloria de Dios, sino la de cada uno, siendo una disputa entre malos contra malos, lo que indica que Roma, como todo Estado de la tierra, por su misma naturaleza estaría destinada a perecer.
Pero ¿por qué Agustín hace esta analogía entre Caín y Abel y Rómulo y Remo?
Por el motivo de defenderse ante las acusaciones de que eran los valores morales cristianos los que habían llevado a Roma a su perdición, siendo que desde su fundación Roma estaba corrompida y lo que querían hacer los cristianos era cambiar esa naturaleza por verdaderos valores morales. También para hacer notar la diferencia clara de, el que es bueno no compite ni pelea con el otro que es bueno, pero sí en cambio, el malo contra el bueno y el mismo malo contra el malo.
Por ello la Ciudad Terrena se muestra como un caos de disputas y desorden, ya que hasta entre los mismos malos se hacen la guerra, no así en la Ciudad de Dios, donde sólo aquí hay personas buenas que no compiten entre sí y que viven en razón de la solidaridad y el amor a Dios.

Si Deus est ¿Unde malum? Si Dios es ¿De dónde el mal?
Si Deus non est ¿Unde Bonum? Si Dios no es ¿De dónde el bien?

Despedida


Cuando pensó que llegaría a destino, faltando pocos metros para cruzar el obscuro camino que la llevaría de nuevo a su casa, una mujer se interpuso entre la tenue luz de la calle y la pálida mirada de la luna, en ese instante en que el espíritu entra en la vigilia, le fue arrebatada la vida.

Martín Ramos

Efímera.


Ephemera, William Butler Yeats (1865-1939)

«Tus ojos, que nunca antes se cansaron de los míos,
se inclinan con pesar bajo tus párpados oscilantes
porque nuestro amor declina».

Y ella responde:
«Aunque nuestro amor se desvanezca,
sigamos junto al borde de este lago,
juntos en este momento solitario
en el que la pasión, pobre criatura agotada, yace dormida.
¡Qué lejanas parecen las estrellas,
lejano brilla nuestro primer beso,
y qué cansado parece mi corazón!».

Vagan pensativos entre las hojas marchitas,
mientras él, lentamente, sosteniendo su mano, replica:
«La Pasión ha consumido
nuestros corazones errantes».

El bosque los encierran, y las hojas, ya amarillas,
caían en la penumbra como lánguidos meteoros,
sendero abajo rengueó un animal viejo y cojo.
Sobre él cae el otoño; y ahora ambos se detienen
a la orilla del lago una vez más.
Volviéndose, vio que ella arrojaba hojas muertas,
húmedas como sus ojos, y en silencio, desiertas,
cubrieron su pecho y sus cabellos.

«No te lamentes», dijo él,
«estamos vacíos porque otros amores nos esperan,
odiemos y amemos a través del tiempo imperturbable,
ante nosotros yace, interminable, lo eterno,
nuestras almas son amor y un adiós perpetuo».

AMOR ETERNO


Acáricié suavemente sus labios, apartando los finos cabellos que cubrían su
rostro y con delicadeza desnude su cuello, una filosa espada corto el viento y
en su trayecto un grito insultó al silencio, un chorro de sangre escurría
apresuradamente sobre su pecho, su cuerpo se desplomó sobre la alfombra,
su cabeza se mantuvo erguida suspendida de su cabellera oscilando cual
hipnotizador péndulo, una dulce pero dolorosa mirada se mantuvo perenne
en su expresión.
Era el adorno perfecto para incrementar mi colección de preciados
ornamentos, su cabeza sería colocada en una bandeja y exhibida con orgullo
en la sala de mi casa. Aquella mujer fue solo una de tantas que tuvieron la
suerte de ser seducidas por mi divina presencia.
Mi vida transcurrió vacía y solitaria, pero luego de un tiempo conocí a
aquella que se convertiría en un gran amor para mí, sin embargo todo lo que
tiene un principio tiene también un final, y todo lo que vive debe morir , por
tanto el momento de acabar nuestra unión había llegado
Perdóname, tendré que matarte, no es porque ya no te quiera, es solo que ha
llegado el momento de terminar; pero no llores por mi, t e extrañaré pero
pronto encontraré alguien que llene tu vació. No estés triste, prometo llevar
flores a tu sepultura, ni la estatua de cristo impedirá que me a cerque al
lugar donde reposarás. Fuiste a quién más amé en esta vida, sería un honor
para mi conservar tan sólo un pedazo de tu cuerpo par a poder acariciarlo en
los momentos de tristeza y soledad.
Toma, bebe este líquido, t e hará olvidar el dolor, pronto no sentirás más
agonía, tus últimos la t idos responderán a la excitación de tu cuerpo.
Recuéstate sobre mi pecho y permite que bese tus labios, mientras mis
manos recorren traviésamente los intestinos que brotan de tu vientre.
Pedazos de mi cuerpo empiezan a desprenderse y caer suavemente sobre las
sábanas, es un delicioso dolor el que estoy sintiendo, creo que mi excitación
me hizo errar el golpe, perdóname cariño, la puñalada iba destinada a tu
corazón y en vez de eso, mi propia carne sufrió la s consecuencias de mi
euforia.
La noche casi llega a su fin, se que nos divertimos mucho haciendo el amor,
recordaré toda mi vida la forma como tu sangre se deslizaba por mi miembro
erecto, y sobre todo recordaré aquel momento en que sentí tu último aliento,
esa última respiración que pedía ser inmortalizada con un ardiente beso. De
todas las mujeres que he asesinado, tú eres sin duda la que más he amado.
Sabes algo luces tan linda con ese rostro pálido, tu pecho frío y
ensangrentado, no puedo creer que luzca s mucho más preciosa muerta que
viva, aunque ya no puedes mover t e estoy seguro que tu alma estaría
agradecida si descargo mi lujuria una vez más sobre tu inerte cuerpo.
Así paso el tiempo, yo y mi difunta amada nos divertíamos mientras
caíamos inmersos en insaciables orgía s de pasión, hasta que el cruel destino
se interpuso entre nosotros, las fuerzas de la naturaleza hacían efecto. Tu
cuerpo va perdiendo su lúgubre frescura, la sangre de tus venas se ha
agotado producto de mi insaciable sed, las heridas dejadas por mis garras en
tu espalda ya no sanarán jamás, y el perfume a formol ya no t e hace tan
sexy como solías serlo.
Estoy deprimido, t e estoy perdiendo y con ello también pierdo el deseo por
vivir, y se que todo esto es mi culpa, si no te hubiera matado seguiría s junto
a mi, abrazándome y brindándome tu ternura. En mi desolación solo percibo
una solución digna, te seré fiel y no te reemplazaré por otra, me gustaría
morir y reunirme contigo pero, tampoco puedo morir, no se puede matar lo
que no tiene vida, no se puede sacrificar lo que ya esta muerto.
Amada mía, te devolveré la vida, vivirás eternamente en mi interior, soy
consiente de que tu carne ya no es apta para el consumo humano, pero no es
problema para mí puesto que hace mucho que dejé de ser humano. Devoraré
lentamente tu carne, entrañas y huesos, tu difunto existir ser á ingerido por
mi inmortalidad, disfrútalo cariño, tu deseo de estar siempre unidos se hará
realidad.
Por siempre tu alma y tu cuerpo serán parte sagrada de mi ser, y aquellos
que digan estaré contigo hasta que la muerte nos separe, no saben lo que
es el amor. Yo soy eterno y mi amor por ti también lo ser á a no ser que no
me guste tu sabor y mi cuerpo te expulse en forma de vomito, en cuyo caso
tendrás que conformarte con haber acariciado mis entrañas.

Extraido del:  ¨Lord des morte¨

Despedida

Cuando pensó que llegaría a destino, faltando pocos metros para cruzar el obscuro camino que la llevaría de nuevo a su casa, una mujer se in...