Los bordes de la cordura













Las voces interiores son las que dan   
cierto tinte de locura en quienes   
no saben escucharlas de manera sabia.

La gran casa se abría paso en aquella ominosa cuadra donde los árboles y las veredas eran lo suficientemente espaciosas como para jugar incansablemente horas y horas a cualquier cosa que sus dueños se propusiesen.
El Volkswagen verde se detuvo frente a aquella imponente edificación que databa de mediados de siglo. Era tal su magnificencia que cuando los vecinos, que metódicamente todas las mañanas salían a correr por las calles del vecindario, giraban su vista para posarla sobre ella quedaban una y otra vez estremecidos por su fina y delicada fachada, y al mismo tiempo no a más de uno un escalofrió le recorrió su espalda sudorosa. La magnífica casa se emplazaba sobre aquella vereda dividida en dos plantas. Las ventanas que daban al frente –de un gótico estilo- parecían observar el exterior con un aire plagado de intriga, como quien mira hacia la calle tratando de comprender lo incomprensible, buscando respuestas a mañanas monótonas y noches desoladas por el invierno abrasador.
La planta baja que de por sí era extremadamente amplia estaba perfectamente distribuida con el diseño de un ojo experto. El arquitecto que la había construido vivió allí dos años para luego venderla a una pareja del este que buscaba un lugar acogedor para la pequeña familia conformada por los padres y dos hijos cuasi adolescentes. Pero al poco tiempo de haberse mudado, nuevamente se puso a la venta, los habitantes reunieron sus pertenencias y con el alquiler de un camión de esos que realizan las mudanzas se fueron del lugar sin despedirse de los vecinos. Así de rápido, así de simple.
Hacia el frente un amplio comedor se abría paso entre cuadros no menos costosos y muebles de caoba barnizados a mano de un brillo que cegaba los ojos. Una amplia mesa con seis sillas, una cocina que era el sueño de toda mujer y hacia la parte trasera un living que gracias a grandes ventanales permitían ver un espacioso jardín interno con un césped cortado al ras del suelo de manera casi maniática. Hacia el costado derecho se encontraba un baño de servicio para los invitados, con mármoles de adorno en pisos y lavabos, además de una bañadera sumamente grande apoyada sobre cuatro patas de bronce que parecía descansar su laboriosa fatiga como tal sobre un piso que daba la sensación, a primera vista, de ser una extensión del gran espejo que había frente a la doble pileta principal. Las griferías estaban cuidadosamente lustradas y pulidas por el empleado de la inmobiliaria que días antes de que el nuevo dueño llegase, había puesto el mayor de los empeños en hacerlas parecer recién instaladas.
Las paredes en ciertos lugares estaban tapizadas con papeles color beige cálido, en otros se erigían imponentes, placas de una madera entre marrón oscuro y negro, que de por sí hacían juego con los marcos de las ventanas que las rodeaban. Era todo perfecto, en su justa medida y con el gusto de aquel arquitecto que al parecer la había construido y decorado de acuerdo a sus más delicadas pretenciones, no por nada había viajado por Viena, y la Republica Checa para diseñar y ¨robar¨, por decirlo de alguna manera, ideas para aquella lujosa vivienda. Una escalera compensada con escalones de un mármol gastado pero no menos sobrio conducía a la primera planta. Tres habitaciones no menos exuberantes aguardaban a ser vueltas a habitar, la vista era perfecta, una de ellas hacia la calle arbolada y las otras dos hacia el patio trasero donde un nogal dejaba caer sus ramas sobre la cerca circundante. El baño principal era del doble de tamaño que el de visitantes, y por supuesto no menos ostentoso que aquel.
Por debajo de la planta baja un sótano albergaba las calderas para las estufas y el agua caliente de la cocina, baños y los radiadores para la calefacción invernal. Una bombilla que apenas alumbraba unos pocos metros era la única fuente de iluminación de aquel lugar un tanto lúgubre, y con atisbos de una humedad que se había apoderado del lugar al parecer durante algunos años de descuido y poco mantenimiento. Todo lo demás que formaba parte de aquella morada era algo que es prácticamente indescriptible en pocas o muchas palabras, sólo basta con decir que todo era perfecto, pero al mismo tiempo para el ojo inexperto, ciertos detalles se perderían si no fuesen observados con la delicadeza pertinente.
La puerta izquierda del Volkswagen se abrió con un leve chirrido y unos finos zapatos tocaron el asfalto con una cierta delicadeza. El señor Valmayor (val), era el nuevo flamante propietario de aquella pequeña mansión. Val era un hombre meticuloso, de unos cuarenta años de edad que había visto paisajes y lugares recónditos de toda América. Su trabajo como inversionista lo había llevado a conocer los lugares más extravagantes y exóticos que cualquier hombre quisiese conocer. Era un ¨hombre de mundo¨, como le gustaba que lo llamasen sus amigos y conocidos. Dos años atrás se sumergió en las selvas del Amazonas en un viaje de placer que al parecer, dicho esto por sus allegados, le cambió radicalmente la vida. Su estilo de vida. Luego de aquel viaje Val no había sido el mismo de antes, algunos rumores dejaron la puerta abierta a las más alocadas historias, desde que hubo encontrado una tribu nómade que lo mantuvo cautivo durante semanas, hasta descabellados relatos de que fue acogido por algún Chamán que le enseñó a ver cosas que nunca antes había visto. En fin, las anécdotas luego de aquel viaje fueron diversas y alocadas, pero él jamás habló a ciencia cierta de lo que allí en aquel lugar le había sucedido. Cuál era el motivo de que su personalidad en principio vivaz y alocada, se convirtiese en la antítesis más confusa e irremediablemente drástica como para que ahora sea prácticamente un ermitaño, era una incógnita. Aquella casa la adquirió gracias a un amigo que hizo de contacto con la familia que desalojó repentinamente la casa, y luego de algunas semanas de negociación se apropió por derecho propio de su nueva morada.
Su metro setenta se irguió frente a la casa y con un aire de satisfacción esbozó una mueca casi parecida a una sonrisa, la mansión por fin era suya.
Caminó hacia la puerta principal con pasos firmes y decididos hasta que justo en frente de la cerradura sacó de su bolsillo la llave que le otorgaría el titulo de ¨dueño¨. Aunque ya lo fuese, ese insignificante requisito de girar la llave le decía en su mente que aquella obra de la arquitectura gótica le pertenecía.
Un vecino justo en ese momento pasó caminando por el frente de la fachada y se detuvo a mirar al nuevo vecino, lo contempló de espaldas como si mirase una estatua o algún ornamento más de aquel lugar, quiso saludarlo desde la vereda pero al ver que el otro no se había percatado de su presencia ahogó sus palabras y siguió caminando hacia la esquina, luego de doblar hacia su derecha un pensamiento se le vino de pronto como un huracán descontrolado: otro más que pronto se irá. La casa había estado en boca de muchos vecinos, y en cierta ocasión cuando hubo una reunión en el parque central sobre los temas de seguridad del vecindario alguien recordó que desde que había vivido allí, al menos unos veinte años, aquel lugar, aquella casa la mayor parte de ese tiempo había estado deshabitada, y que los dueños que allí vivían, o vivieron, de manera confusa y espontánea abandonaban la vivienda sin dar explicaciones. Alguien soltó una carcajada que desencajó a los presentes. Hubo un murmullo que no pudo escucharse con certeza y la mayoría de los presentes abandonaron la reunión abruptamente. Aquel que soltó la grotesca sonrisa se encogió de hombros y entre dientes balbuceó algo incomprensible, sólo un joven que se encontraba a su lado pudo escuchar una sola palabra entre aquella maraña de incoherencias: MUERTA. Luego de aquel suceso nadie más volvió a nombrar aquella casa, y parecía que en cierta forma causaba un tedioso pesar para los vecinos que la circundaban. Era por las noches un lugar lúgubre, donde habitaba la soledad y la indiferencia. En otra ocasión uno de los niños que vivía cerca de allí le contó a su madre como se había sentido atraído a entrar en aquel lugar, como si una especie de fuerza centrífuga lo empujara hacia las entrañas del porche y que aquellas hermosas y delicadas ventanas habían cobrado vida tal como un hombre enojado frunce el ceño ante una palabra humillante. Su madre le hubo dicho que no volviese a pasar por allí, que había otro camino para llegar a la escuela, entonces el niño a partir de ese momento evitó por todos los medios de volver a pisar la vereda de la casa.
Val ingresó al cuarto de recepción con la satisfacción en su rostro, cerró cuidadosamente la pesada puerta y tal vez al otro día llegarían sus pertenencias. Por el momento todo lo que necesitaba era estar solo y recorrer su propiedad con el menor de los apuros. Disfrutando de cada rincón, de cada mueble, de cada detalle que hacía que ¨su¨ casa fuese única. Acariciaba como a un cachorro cada una de las mamposterías, los muebles, las ventanas, todo aquello que cruzaba al pasar y que le causaba un éxtasis proporcional a aquella aventura en el Amazonas. Exploró cada detalle, cada cuadro, las lámparas de un estilo veneciano, y se sorprendió al descubrir que en aquella cocina simplemente no había cuchillos, por lo demás la vajilla estaba perfectamente completa e intacta. No le dio importancia. Siguió su recorrido como un excursionista sigue a su guía, fascinado por cada detalle, por cada sutil borde espléndido de los techos de un yeso tan blanco como su camisa. Todo era fascinante en aquel lugar, era su lugar soñado.
La primera noche solo en aquella inconmensurable casa. Había encendido el hogar con unos leños apilados meticulosamente a un costado y prendió la luz del comedor principal. Ésta era tenue pero al mismo tiempo cálida, algunas sombras se proyectaban sobre las paredes producto de un par de lámparas de pie que en los rincones permanecían estáticamente erguidas sobre sus patas. Val encendió su pipa y se acomodó en el sillón principal del living, no sin antes servirse una copa de ron que había quedado guardada en una gaveta, tal vez la hubiesen dejado los dueños anteriores pensó, y mientras el humo del tabaco se esfumaba en el ambiente, su vaso parecía cobrar vida y en un ir y venir, el amarillento líquido se consumía lenta y gradualmente. De esta manera transcurrieron un par de horas, hasta que presa de un sueño pesado cayó en el más profundo de los abismos de su extraña mente. Al cabo de –probablemente- una hora se despertó sudoroso y sobresaltado, las manos le temblaban y el cuerpo estaba adherido a aquella blanca e impecable camisa que todavía llevaba puesta. Había tenido una pesadilla, había recordado –tal vez- aquellos encuentros con esas personas extrañas del Amazonas. Era todo confuso, dirigió una mirada torpe a uno de los cuadros del estar y con sorpresa y por qué no asombro también, una figura que no era aquella plasmada en el óleo, se le representó vivamente. ¡Si, era uno de aquellos seres que lo habían capturado en la última expedición! ¨Antíope¨ retumbó en su cabeza.
Se incorporó de una forma drástica, sus ojos miraban a su alrededor como en busca de algo que no encontraba, cuando levantó la vista, el techo pareció tomar la forma de un ente amorfo. Estaba alucinando, aún así con su brazo derecho cubrió su cara y como un niño se agachó para protegerse de aquella visión que lo atormentaba. Los Anunakis junto a los Sumerios fueron tal vez las primeras ¨civilizaciones¨ que colonizaron la tierra, de una de ellas se tienen certezas palpables, de la otra son meras e inverosímiles teorías paradigmáticas. Al parecer los Antíopes fueron sus sucesores. Cuando Val se hubo recuperado de aquella fantasmagórica visión –pero que en su mente fue tan real como muchos de sus encuentros con estos extraños seres- volvió a recobrar lentamente la razón que en aquel momento pareció escurrírsele entre los dedos de las manos. Por unos instantes volvió a sentarse en el sillón recordando, y a la vez tratando de olvidar, aquellos encuentros que jamás pudo explicar y de los que no habló con nadie nunca jamás. El vago recuerdo de una vieja choza en el medio de un pantano pegajoso corrompido por la existencia de una naturaleza extraña circundante, lo llevó a una breve pero al mismo tiempo angustiante imagen. Una silueta afuera de aquella escalofriante pocilga que lo albergaba en medio de la selva, hubo de acercarse hacia él hasta una proximidad que casi le permitió tocarla. Estaba bajo los efectos de un brebaje que aquel Chamán le había dado de beber, y en su casi adormecimiento, o tal vez fuese por los efectos sedantes de aquella bebida, ese extraño ser se paró frente a Val observándolo con sumo interés, tratando de abrir lo más que pudo sus ojos pudo escudriñar, si era esto posible, un ser delgado, con brazos que llegaban por debajo de la cintura, con una forma cefalea casi sin sentido dentro de los parámetros humanos, con un tipo de piel que parecía estar pegada a lo que se suponía debía ser su propio esqueleto.
Hubo un contacto entre ellos, no de palabras, pero si podría decirse ¨mental¨. Lo único que pudo comprender era que se hallaba en peligro. Ahora sentado aquí en el sillón de la sala rememoró aquel suceso con una angustia inusitada.
El amanecer fue apacible en la vieja casa, sin saber cómo, se encontraba sobre la cama del dormitorio principal en la primera planta. Aún sin desvestirse y con la camisa blanca a esas alturas desencajada de su pantalón de vestir. Por un momento, cuando recobró la lucidez, las imágenes que la noche anterior se habían hecho presentes en su mente, parecieron ser sólamente fotogramas de una película vieja, postales ensambladas dentro del álbum de los recuerdos. Val se incorporó al costado de la cama y decidió bajar a beber agua fresca y luego darse una ducha reparadora. Algunos portales se abren en los lugares menos esperados, algunos recuerdos no son más que realidades que la mente del ser humano conecta con terminales del presente y que en definitiva jamás pueden borrarse de la memoria.
Luego de tomar la ducha decidió telefonear a la compañía que había contratado para hacer la mudanza de sus pertenencias. -¡sus cosas están en camino señor Valmayor, a más tardar a las cinco de la tarde todo estará allí, en su nueva casa¡ había contestado alguien del otro lado de la línea telefónica. Decidió prepararse un desayuno con algunas provisiones que él mismo había traído, se llegó hasta la cocina para empezar a calentar el agua para su café cuando de pronto el teléfono sonó inesperadamente. Llevó el tubo a su oreja y con una voz amable pronunció un casi imperceptible ¨hola¨. Por unos instantes la línea pareció esgrimir unos ecos propios de una llamada de larga distancia. Val quedó en silencio tratando de escuchar a su interlocutor. Pero por más que se esforzase en agudizar su oído, ninguna voz parecía hablarle del otro lado, creyó que habían equivocado el número telefónico y en el preciso instante en que iba a despegar el auricular de su oído, débilmente escuchó una lejana voz que pronunció algo casi incomprensible pero que le llamó poderosamente la atención: Koquedy. Inmediatamente colgó el tubo y por un instante su mano seguía sosteniéndolo sobre el aparato que se encontraba en una pequeña mesita junto a una de las lámparas de pie. ¨Koquedy¨ repitió para sí. Aquella palabra significaba algo, debía tener algún significado que ahora no podía comprender sensatamente.
Como quien quiere cortar el viento con cuchillos invisibles, trató de llegar lo más pronto hacia la cocina donde la cafetera estaba lista para preparar su café matutino. Se sentó en la pequeña isla en medio de aquel lugar y con la taza en la mano empezó a examinar recuerdos que le permitiesen poder llegar a alguna comprensión lo más aceptable posible –si es que la había- para aquella palabra que había escuchado al otro lado del teléfono. ¨Koquedy¨.
Un amigo del trabajo fanático de los libros había puesto en sus manos años atrás un ejemplar comprado en una tienda sobre un extraño manuscrito indescifrable, unas escrituras que nunca habían podido ser reveladas para la comprensión humana. Claro que allí no se encontraba aquella palabra. Pero casi instantáneamente recordó que alguien había escrito algún tipo de ensayo sobre aquel misterioso libro donde –ahora lo recordaba con lucidez-, la palabra KOQUEDY se había pronunciado varias veces. Recordaba que quien quiso descifrar el manuscrito terminó ahorcándose a causa de aquella endemoniada cadena de sonidos sin sentido al no encontrarle un significado posible, certero. Estaba de acuerdo con que aquello era una simple hipótesis manejada por alguien que quiso tratar de escribir algo sobre ese incongruente manuscrito, pero la palabra se encontraba allí en aquellas páginas y él la recordaba con absoluta claridad. Trató de espabilarse y olvidar aquello. Había sido bastante por lo que había pasado entre la noche y esta llamada telefónica misteriosa. Terminó su café y luego de cambiarse la ropa por algo más cómodo decidió empezar a recorrer la casa, no había tenido tiempo de explorar el patio trasero y el sótano donde le había dicho el agente inmobiliario se encontraba la caldera que calefaccionaba el lugar.
Abrió una gran puerta corrediza y se encontró con la fascinante vista que le proporcionaba aquella textura verde tan parecida a un campo de Football, en los que jugaba con gran entusiasmo en sus épocas universitarias. Halló sobre el costado derecho una pequeña pérgola con una hamaca, propicia para sentarse los días calurosos o las noches estrelladas. Decidió descansar allí, sentándose y observando el gran árbol que dejaba caer sus hojas sobre aquel manto verde que lo cubría todo. Por momentos se sentía un adolescente. Fijaba la vista en una madera, en un pájaro que momentáneamente se posaba sobre la cerca, y en ciertas ocasiones elevaba la vista al cielo para contemplar las nubes que se disipaban a miles de metros con el viento. ¡KOQUEDY!, inesperadamente volvió como una puñalada a su memoria, entonces se preguntó qué o quién podría haber pronunciado aquella palabra indescifrable, y más aún, con qué motivo. No encontró una respuesta a aquello, y se perdió en pensamientos vagos, en viajes pasados donde había conocido los más excelsos lugares, tratando de evitar en su mente su estadía en aquel lugar de Centroamérica, más precisamente el Amazonas.
A las seis en punto alguien tocó el timbre y Val entendió que sus pertenencias habían llegado por fin. A paso ligero se dirigió hacia la puerta de entrada y efectivamente el empleado de la compañía de mudanzas lo esperaba del otro lado con una sonrisa complaciente. ¡llegaron sus cosas señor Valmayor!, había dicho lacónicamente el muchacho. El proceso no duró más de una hora y al cabo de este corto lapso de tiempo todo estaba apilado en el salón principal. El empleado se retiró con una pequeña propina que aceptó con un desagrado visible en su rostro y Val pensó que todo quedaría allí hasta el día siguiente. Una de las cajas contenía algunos de los libros que había leído no hacía mucho tiempo, y creyó recordar que en esa misma caja se encontraba tanto aquel misterioso libro con el manuscrito como así también el ensayo donde aparecía aquella palabra. Desarmó la caja en busca de los ejemplares y luego de desparramar hacia todos lados revistas y demás, pudo encontrar sólamente el ensayo. Al pie una firma con el nombre de FRIENDRICH daba conclusión a aquella hipótesis, una mirada rápida encontró aquella execrable palabra, repetida de manera casi frenética a lo largo del escrito. Con un poco más de calma tomó aquellas hojas y empezó a releerlas sentado en el sillón. Todo era una maraña de palabras inconexas y alocadas que no aportaban ningún dato de peso sobre su significado, y en la última página una copia adjunta de un informe policial en breves líneas decía que aquel hombre se había ahorcado sin antes haber escrito en todas las paredes de su casa la palabra KOQUEDY. Un escalofrió recorrió su cuerpo, casi inconscientemente dejó caer los papeles al piso, como si le hubiesen dado una repentina descarga eléctrica en sus manos. Trató por unos instantes de despejar su agobiada mente, el escrito se hallaba en el piso a sus pies, y en la primera página escrita en letra mayúscula se podía divisar nuevamente aquella palabra, como si estuviese ligada a él por algún tipo de fuerza extraña y abrumadora. Decidió guardar los papeles nuevamente en la caja y tratar de olvidar aquello. No sólo la palabra sino también la llamada telefónica.
La noche comenzó a caer lenta y silenciosamente sobre la casa, no había podido escudriñar el sótano, lo inundaban pensamientos de todo tipo. Se había recostado en el sillón nuevamente con su pipa y el vaso de ron en su mano izquierda. Hacia las tres de la madrugada cuando se hallaba desparramado en aquel mullido sofá preso de un pesado sueño, un sonido proveniente de algún lugar de la casa lo sobresaltó llamando su atención. Posó el vaso sobre la mesita y dejó a un lado la pipa ya apagada para tratar de escuchar nuevamente –si es que se producía- aquel sonido que había oído pero que no pudo descifrar. Con sumo esfuerzo se levantó y comenzó a abrir las puertas del baño, de la cocina y hasta la ventana corrediza que daba al patio. No se oía absolutamente nada que no fuese el sonido del viento acariciando las hojas del gran árbol. Cerró nuevamente la ventana y volvió sus pasos hacia la escalera para investigar las habitaciones de la planta alta. Nada. Tal vez fue una pesadilla –pensó-, pero aquel sonido en su profundo y aletargado sueño había sido más que real, no sólo en el sueño, aquel ruido había provenido del interior de la casa. Los encuentros con seres inexplicables lo siguen a uno, vaya donde vaya. Sin excepción una vez que se tuvo contacto, aquel ente estará por siempre con la persona, aunque sea en un pasado lejano.
Val decidió terminar la noche en la habitación principal y la cosa transcurrió de manera normal, como si nada hubiese pasado. Despertó hacia las nueve de la mañana y antes de ir por una ducha bajó hacia la cocina a poner en marcha la máquina de café. Todo estaba bien, la mañana era acogedora, y el sol entraba por la ventana dejando ver sus rayos que se proyectaban sobre la mesada de la isla. Tomó la máquina, la cargó de agua y en el preciso instante en que se volvió hacia la ventana para observar unos niños que jugaban en la vereda de enfrente, extrañamente, incomprensiblemente halló escrita en una caligrafía que atendía a la mano de alguien que mientras la escribía titubeaba al hacerlo la palabra KOQUEDY. La expresión de su rostro se transformó, se desfiguró. Al contemplar aquella escritura soltó un leve gemido que casi fue imperceptible para sus propios oídos. No podía dar crédito a lo que estaba viendo, ¿quién había escrito esa palabra en la mesada?, cómo. Se acercó  para observarla con más detalle, como tratando de descifrarla aunque ya de antemano sabía que no lo haría, pero por el contrario, no quería descifrarla, comprenderla, quería examinarla detenidamente ya que no se había escrito con tinta ni con algún tipo de pintura, por el contrario cuando hubo de acercarse lo suficiente su olfato percibió un olor nauseabundo, sutil pero abominablemente despreciable que provenía de aquella escritura. Sea lo que fuere estaba seco, como si un antiguo jeroglífico hubiese sido tallado en aquel mármol de su cocina. Pero a diferencia de aquel, éste no estaba tallado, se encontraba escrito sobre la misma mesada. Al sentir el nauseabundo olor se alejó impulsivamente retrocediendo con tal asco y fuerza que su espalda dio contra el aparador que estaba a sus espaldas. Sintió un fuerte dolor en la cintura y se dejó caer al suelo como quien se siente exhausto. No había lugar en su conciencia, en su mente o en sus pensamientos para algo que pueda concebir que aquello que había leído en un ensayo y que débilmente se le susurró al oído por la línea telefónica, ahora esté plasmado delante de sus ojos, como un objeto más de aquella casa, como la heladera o la cafetera ocupaban su lugar en la cocina, la palabra KOQUEDY ocupaba ahora un lugar al lado de la pileta de lavar los platos. Sintió terror, un pánico se apoderó frenéticamente de él y nuevamente su cuerpo comenzó a temblar, sus manos no dejaban de moverse aunque tratase de apretarlas fuertemente una contra la otra. Estaba sumergido en un abismo mental, un pozo que lo conducía nuevamente a lugares recónditos de sus recuerdos, aquellos que quería guardar en un cajón de plomo. Infantilmente esbozó una sonrisa, y lentamente con la ayuda de sus manos se incorporó, -tal vez cuando se hubiese levantado aquella palabra hubiere desaparecido-. Lentamente se asomó hacia el filo del mármol y con una timidez miedosa y al mismo tiempo palpitante observó. La palabra seguía allí, adherida a su mesada. No había desaparecido, por el contrario ahora la luz del sol la hacía resplandecer aún más. Se tomó la cabeza con las manos, e inconscientemente trató de arrancarse la negra cabellera. Fue en busca de algo para limpiar aquello, roció la mesada con un potente líquido y fregó aquella palabra frenéticamente con una virulana que tenía a mano. Pero sus esfuerzos fueron en vano, la palabra seguía allí. Observándolo silenciosamente. Buscó un cuchillo, pero no encontró ninguno en la casa, quiso rasparlo con un tenedor que estaba junto a él pero nada parecía hacer desaparecer aquella escritura de su vista. Se dio por vencido. En un instante de lucidez pensó que llamaría algún contratista para remover la mesada, para que esta despreciable e incongruente escritura desapareciese delante de su vista. Como un rayo se abalanzó sobre el teléfono y llamó a la operadora, tratando que le proporcionasen algún número de quien pudiese cambiar aquella mesada. Del otro lado se escuchó una voz femenina y cuando Val hubo explicado su necesidad apremiante, un sonido de clavijas sordo e inmutable se oyó del otro lado de la línea, pocos segundos después la voz de una persona atendió la llamada, una vez explicado el inconveniente escuchó decir que la tienda de reparaciones se hallaba colapsada de trabajo, al igual que otras del pueblo. Con un nefasto movimiento dejó caer el tubo sobre el aparato y eso fue todo.
Las horas pasaban de manera lenta y pegajosa ante la mirada de Val que otra vez se había acercado a la mesada para tratar de entender por qué esto le estaba sucediendo allí en su propia casa. El silencio que precedía a la noche se hacía abrumador para sus oídos, le causaba repulsión escuchar el viento haciendo eco sobre las habitaciones o sobre el árbol del patio trasero. Ahora se volvió a desplomar sobre el sofá del living pero ya no con un vaso de ron en la mano, la botella relucía bajo la tenue luz que colgaba de la lámpara del techo. Comenzó a beber largos sorbos directamente del pico, el vaso que estaba a su costado derecho era fiel testigo de la premura con la que iba vaciando aquella botella sostenida por una mano temblorosa. La pipa parecía acongojarse ante aquella vista drástica y patética que Val estaba ofreciendo a cada uno de los objetos que lo rodeaban como espectadores de una obra dramática. Cuando hubo sorbido hasta la última gota de aquel líquido, una cálida somnolencia se comenzó a apoderar de su cuerpo. No estaba consciente. El alcohol había producido una borrachera que parecía alejarlo de esta pesadilla y trasladarlo a un mundo paralelo, allí donde todo es de ensueño, donde las cosas son buenas, y no hay lugar para malos pensamientos. De pronto la botella se resbaló de su mano y con un sordo ruido cayó al piso a un costado de su pie derecho. Todo estaba oscuro en su mente, sus manos ya no temblaban y los espasmos de su cuerpo habían cedido momentáneamente.
Pasaron un par de horas desde que había perdido por completo la conciencia, pero no así la agudeza de su oído, que aunque borracho no lo había abandonado. Nuevamente sintió ruidos que por su estado no supo discernir de qué parte de la casa provenían. Estaba a merced de lo que fuese a suceder, estaba débil tanto física como mentalmente. Los ruidos se hicieron cada vez más cercanos, no eran golpes sordos ni tampoco pasos que acortaban la distancia hasta el sillón, por el contrario escuchaba entre la conciencia vapuleada por el ron y su sentido de audición, un murmullo que se hacía cada vez más latente y nefasto. Balbuceó un par de frases sin sentido y largó una risotada que hizo eco en cada rincón de la casa. Pero al terminar la última oración, involuntariamente articuló aquella abominable palabra. Volvió a soltar una carcajada. Con los ojos cerrados se perdió en aquel Amazonas donde el Chamán le había concedido aquella pócima anestésica, hasta el presente no había podido comprender el porqué de aquel brebaje, con efectos alucinógenos que trastocaban sus imágenes mentales. Débilmente se incorporó en un atisbo de lucidez y observó a su alrededor, las lámparas de pie habían tomado la forma de extrañas enredaderas, idénticas a las que lo rodeaban en aquella choza perdida en medio de un impenetrable monte. La alfombra que se extendía sobre toda la habitación había tomado la forma de la hojarasca que dejaban caer aquellos árboles por las heladas nocturnas. El cielorraso blanco y con los mejores detalles de yeso se convirtió en ramas de juncos para parar las fuertes tormentas que azotan aquellos parajes. No supo si producto de su embriaguez o de alguna alucinación, nuevamente aquel ensayo se hallaba tirado a sus pies, dejando ver en una gran letra imprenta la palabra KOQUEDY, se inmutó repentinamente. Trató de levantar aquellas hojas cuando por fuerza de la gravedad y la borrachera se hundió en el suelo, prácticamente desplomándose sobre sí. Ahora el ruido se había convertido en voces que murmuraban a su alrededor con un claro tono metálico, al principio no las comprendía completamente. Pero con los ojos cerrados pudo escuchar en su oído derecho y luego en el izquierdo, primero su nombre, luego la voz patente de aquel Chamán que lo había albergado durante su estancia allí. Manoteó al aire, como queriendo desacérese de aquella figura que entre párpados y ojos se le representaba, pero nada podía tocar, porque allí no había nadie.
Se sintió flotar en el aire, sintió que manos heladas lo agarraban a ambos lados y que con un movimiento suave lo trasladaban a lugares desconocidos, tal vez era producto de aquella atroz borrachera, pero pudo sentir que era arrastrado con una fuerza extrañamente sutil hasta donde nunca había querido volver.
Sus piernas estaban paralizadas, y por más que quisiese moverlas nada impedía que estén a merced de aquel extraño suceso que le estaba aconteciendo, sin quererlo ni buscarlo. Lo había dejado en el pasado, había tratado de borrar todos y cada uno de los recuerdos que lo retrotraían a aquella pesadilla que había vivido y de la cual era presa y aunque jamás pudo deshacerse de ellos, seguían estando latentes allí, en su cuerpo y en su mente. Todo ahora se había convertido en una oscuridad total, la humedad del bosque amazónico lo estaba volviendo a impregnar, punzaba fuertemente cada uno de sus sentidos. Y Val sabía que tarde o temprano volvería a ser llamado para terminar con aquella experiencia nefasta que había vivido, de la cual había sido experimento y experimentado. Las voces aumentaban y susurraban a su oído, las mismas que en aquella choza le hablaban cosas incoherentes pero que su mente podía comprender con suma facilidad. Miró hacia ambos lados, entrecerró los ojos para tratar de ver un poco mejor qué estaba sucediendo. Nuevamente observó el techo y pudo ver ahora un cielo completamente estrellado y diáfano, al igual que en otras épocas cuando lo dejaban a la intemperie desnudo y conectado a un aparato que emitía sonidos agudos que traspasaban sus tímpanos al punto de volverlo loco. La nefasta palabra se escuchó como un eco en su mente: KOQUEDY, y sonrió. Estaba allí recostado desnudo sobre aquel manto de hojas húmedas, conectado a aquella máquina que le carcomía los oídos, a lo lejos vio como una figura se acercaba lentamente hacia él para ratificar que todo estaba en orden. Estaba en Antíope, aquel lugar donde luego un fuego abrazador concluyó con aquella maldad atroz e interminable. Lo habían dejado salir para que pudiese ver qué era lo que sucedía en el mundo exterior, para que su mente guardase imágenes de lugares humanos, de niños jugando, de personas diferentes a él. Aquellos que posteriormente serían –como él- presa de los más atroces experimentos. Se fue desvaneciendo en un sueño profundo. Y aquel irritante sonido fue mermando en sus oídos hasta desaparecer.
Al amanecer el Chamán había desaparecido, la casa estaba vacía y la choza guardaba todavía el calor de la fogata nocturna. Estaba rodeado de aquellos seres, aún desnudo sobre el suelo pudo contemplar su cuerpo, pudo ver que su carne estaba adherida a su propio esqueleto. Comenzaron una conversación sin palabras, se miraron fijamente, y lo observaron como a uno más. Las mentes de quien lo rodeaban –si así pudiese llamarse a aquella inteligencia-, ahora habían recabado más información del mundo que ellos nunca habían conocido. Todos adoraron una estrella nunca antes vista en las constelaciones terrestres, un momento después se esfumó hacia un costado sin dejar rastros. Val no entendía cómo había podido haber vivido la vida humana durante un periodo fugaz de tiempo en aquella casa de ensueño, la que le había vendido el conocido de un amigo. Su Volkswagen verde había sido proyectado, insertado en su mente de la misma manera que cada uno de los momentos que hubo vivido. Miró a un costado y vio la lámpara que todavía era testigo de su borrachera de la noche anterior. En el piso vio los apuntes de aquel ensayo que contenía la abominable palabra. La botella de ron estaba vacía por completo, se estremeció ante un espasmo estomacal que hizo que devolviese todo lo que había bebido. El techo volvió a tomar el color blanquecino del yeso impecable. Se levantó no sin esfuerzo y se dirigió al baño para pegarse una ducha. Se sacó la ropa por completo, cuando miró su cuerpo en el espejo, contempló sin reparos que su piel estaba efectivamente adherida a su esqueleto. Al salir de la ducha limpió el espejo sobre el lavabo y escrito sobre éste la palabra KOQUEDY se hallaba plasmada con caracteres que él mismo reconocía, porque eran propios. Al salir, en la sala principal vio que lo estaban visitando, él envuelto en un tohallón dejaba ver su torso desnudo. Las miradas de los otros fueron de satisfacción, él también sonrió y cruzaron unas palabras incomprensibles. Dejó caer aquel absurdo atuendo que lo tapaba y todos se dirigieron a diferentes lugares de la casa. La noche se volvió a apoderar de la mansión con tintes góticos y aquellas figuras que horas atrás estaban juntas, ahora habían desaparecido hundiéndose entre las paredes, los mármoles y las lámparas de aquel lugar. La abominable palabra había desaparecido. Todo estaba en un silencio sepulcral. De tanto en tanto un murmullo se dejaba oír con un sonido incomprensible. El ambiente era pesadamente lúgubre y parecía que todo había vuelto a la normalidad.
A la mañana siguiente, el mismo vecino que quiso saludar a Val cuando hizo su entrada triunfal en la casa, pasó por al lado del Volkswagen y pensó: ¡al fin un habitante que pudo resistir al menos una semana en esta casa maldita!

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Lo desconocido



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Una mañana de febrero había llegado yo al cabo de doce horas de viaje, al pequeño pueblito alejado tanto como deseaba de aquella pegajosa y detestable jungla de cemento en la que vivía los días de mi cansada y ajetreada vida. Yo era, -soy-, trabajador en una oficina de esas donde la humedad y la luz artificial se combinan allí abajo, en el sótano de una torre de cemento de más de treinta pisos. Allí confinado a mis tareas diarias, que no correspondían a otra cosa que estar no menos de diez horas frente a una pantalla para cargar datos de otras empresas, era algo que tediosamente llevaba adelante con el mayor de los desagrados. Era el único empleo que me proporcionaba el sustento diario y la renta del departamento que alquilaba en aquella monstruosa ciudad llena de gentes que no conocía y -creo-, no llegaría a conocer jamás, no porque no me importase, no porque fuese un ermitaño, pero el tedioso trabajo sólo me daba tiempo para ir hasta aquella oscura caja que día a día me absorbía y luego me dejaba regresar con las fuerzas de un niño cansado a mis aposentos para comer, dormir y al otro día volver a empezar.
Bajé de mi automóvil para estirar las piernas y poder contemplar unos instantes aquel paisaje solitario, plagado de árboles y coníferas que me rodeaba inmensamente. Me sentí por un momento renovado, y al respirar el aire fresco y perfumado por aquella naturaleza que me daba la bienvenida, no pude pensar en otra cosa: (soy por unos días libre). Estaba parado a un costado del camino, en una banquina impregnada por la humedad glaciar de aquellos árboles. Decidí volver al auto para recorrer los últimos kilómetros que me separaban de mi casa de fin de semana. Encendí el motor y cuando en el preciso instante que quise retomar la carretera, las ruedas traseras de mi auto se convirtieron metafóricamente en palas que quieren surcar un océano revuelto por el más furioso de los vientos. Sentí como cada vez que aceleraba me hundía más y más en ese fango pegajoso, hasta que de pronto estuve a dos metros por debajo del nivel del camino. Increíblemente había caído en aquel barranco sin haberme percatado previamente que no debí estacionarme sobre aquella pequeña explanada barrosa.
Caí en cuenta que estaba oscureciendo y que los pocos rayos de sol que se colaban entre aquel bosque estaban mermando lentamente para dar paso a una silenciosa oscuridad. Debería esperar tal vez que algún vecino u habitante de aquel lugar llegase para poder socorrerme. Por suerte, si debiese pasar allí la noche había tenido la precaución de llevar en el baúl algunos alimentos y agua para abastecerme durante al menos un día llegado el caso que arribase de noche a la cabaña y tuviese que salir al otro día a por las provisiones. Habían pasado al menos dos horas desde que me había enterrado en aquel pozo, ya la noche era bastante oscura y no había señales de que algún auto a esas horas anduviese por aquellos caminos. Pero pensé que tal vez al amanecer, alguien pasaría y lograría rescatarme de aquel lugar donde me había sumergido accidentalmente.
A las pocas horas, -según mi reloj la media noche- empecé a sentir hambre y bajé hacia la parte trasera para hacerme de algunas provisiones para saciar el apetito. Dentro de una mochila había queso, algún salamín y una botella con agua, agarré un pedazo generoso de pan y un cuchillo. Bastaba para tener una cena decente por lo menos aquella noche. Volví a encerrarme dentro del habitáculo, encendí la luz del techo interior y comencé a preparar una pequeña pero sabrosa picada. El asiento del acompañante me sirvió de provisoria mesa puesto previamente sobre éste un saco que llevaba en la parte posterior del asiento para no arruinar el tapizado. Comencé cortando el salame, el queso y el pan para hacerme dos o tres sanguches que calmasen mi hambruna. Tomé algunos sorbos de agua y por esa noche fue suficiente. Comenzaba a apoderarse de mi un sueño lento pero progresivo. Dejé los utensillos y restos de comida en el asiento trasero y recliné la butaca donde me hallaba sentado para poder conciliar el sueño que me estaba dominando.
No habrían transcurrido dos horas de haberme dormido profundamente, cuando del otro lado del camino, -yo no podía verlo debido a que me hallaba al menos dos metros por debajo de éste-, cuando de pronto una luz que al principio era tenue, fue tomando un poco más de fuerza al cabo de unos minutos. No podría describir con exactitud la intensidad de su luminiscencia debido a que como dije no me llegaba directamente. Lo único que puedo decir era que si estaba del otro lado y el camino no dejaba que me alumbrase directamente, aquella debería de ser lo suficientemente fuerte como para encandilar a cualquier vehículo que transitase la carretera. Llamó ésto poderosamente mi atención y decidí bajar del automóvil para ver de qué se trataba aquello. Para mi sorpresa, la puerta del vehículo no se abría, pensé por un momento (absurdamente), que el impacto de la caída había provocado algún tipo de avería en la cerradura. Traté de bajar el vidrio y para peor, la palaquilla se partió como un escarbadientes. Sin perder la calma me moví hacia el asiento del acompañante y realicé idéntica tarea, al igual que del otro lado, la puerta estaba cerrada y por más que tratase con todas mis fuerzas de empujarla, no pude abrirla, idénticamente sucedió con la palanquilla del vidrio. Pensé que estaba viviendo algún tipo de sueño irreal, tal vez fuese una pesadilla, pero todo era producto de mi imaginación, ninguna pesadilla me oprimía y aquello estaba sucediendo realmente. Decidí repetir la tarea en las puertas traseras, pero sucedió exactamente lo mismo. No pude abrirlas. Volví a mi asiento delantero y contemplé aquella misteriosa luz que del otro lado iluminaba por completo los árboles hasta su copa, así de intensa y poderosa era.
El sueño que unos instantes atrás invadía mi mente, se había disipado por completo. Ahora perplejo observaba aquella extraña luminiscencia que del otro lado del camino parecía abarcarlo todo por completo. Así sentado en la butaca quedé absorto por algunos momentos perpetuando un hipnotismo que parecía invadirme por completo. Posiblemente luego de diez o quince minutos lentamente aquél irritante y condenado sol que estaba al otro lado comenzó a mermar lentamente. Como si el alma de un ser viviente se apagase de a poco delante de mis ojos. Creo que cuando habrían pasado unos veinte minutos la luz feneció por completo. Increíblemente la puerta de mi lado se abrió sin que hiciese el menor esfuerzo, sin que tratase por mis propios medios de abrirla. Decidí, no sin un poco de temor, bajar del vehículo y escalar hasta el camino para acercarme al otro lado y observar si encontraba la fuente que la había provocado; pensé por unos instantes que alguien con un tractor o algo así me hubo visto descender hasta aquella banquina y no pudo poder rescatarme. Pero si hubiese sido así, ¿por qué no se acercó hacia mi para tratar de brindarme ayuda?, al momento aquel pensamiento fue descartado y escudriñé otras alternativas que no me ayudaron a develar lo misterioso que había sido aquel suceso mientras duró. Miré a mi alrededor y la noche era tan cerrada que no podía distinguir los árboles que me circundaban, y para mi pesar, la luna no estaba presente en el punto más alto del cielo. Con un cansancio más que evidente volví a subir al automóvil para tratar de conciliar el sueño y tal vez al amanecer, nuevamente surgió la idea, alguien pasaría en mi ayuda. Me recosté y aquello fue todo, me sumí en un sueño profundo alejado de los pensamientos que me embargaban y que trataban de explicar aquella situación con la mayor coherencia posible.
El amanecer recién estaba dejando ver sus primeros destellos sobre los troncos de los árboles, cuando de pronto sentí en medio de mi lento despertar un fuerte golpe sobre el lado izquierdo de la chapa, creí que se trataba de alguien que había golpeado con fuerza mi puerta para hacerme levantar, pero en cambio cuando descendí pude ver que una gran piña de uno de los pinos había hecho una abolladura en la puerta delantera. No se trataba de alguien, sino de algo lo que había sentido. Permanecí fuera del vehículo para estirar las piernas y volver a percibir aquel aroma que me resultaba agradable. Nuevamente miré a mi alrededor y me acerqué hacia el borde del camino para ver si por alguna razón encontraba alguna huella que me indicase que se hubiese tratado de algún vehículo el que había venido en mi ayuda, pero la hojarasca que había caído de los pinos durante no sé cuánto tiempo se veía intacta, sin el más mínimo atisbo de que algún aldeano o vecino hubiese venido en mi socorro. Decidí descender hacia el lado opuesto adonde se encontraba mi auto para escudriñar mejor el lugar. Caminé unos metros y una vez bajado el suave barranco  no pude ver absolutamente nada. Todo estaba intacto y no había ningún rastro de vehículo o algo similar. Me adentré un poco en el bosque y la hojarasca se extendía como un manto amarillento por todas partes sin ningún rastro humano o de maquinaria alguna. Al cabo de un par de minutos me encontraba a unos cuantos metros del pie del barranco y decidí volver mis pasos para llegarme a mi coche. Cuando de pronto sobre la corteza de uno de los pinos a tientas pude observar que en dirección a donde se había proyectado aquella cegante luz, había un signo de quemadura, no podría explicarlo bien, pero cuando me acerqué a aquel árbol, pude ver que efectivamente parte de la corteza se había pulverizado, como si se hubiese quemado y dejaba ver al desnudo lo blanquecino del tronco.
Me sorprendió muchísimo aquella visión dado que lo que yo había imaginado, era que simplemente se trataba de algún tipo de fuente de iluminación, pero al parecer había algo más que ello, dado que una simple luz no puede barrer la corteza de un árbol a menos que ésta haya sido removida previamente por alguna mano humana o animal. Como todavía no eran las doce del mediodía decidí comenzar a caminar en dirección a donde me dirigía, tal vez con suerte pudiese encontrar alguna casa y si la casualidad estuviese también de mi lado podrían ayudarme a sacar mi coche de aquella hondonada. Comencé mi travesía mirando los árboles que me circundaban y la espesura de aquel bosque. Todo parecía que se trataba de un enredo o maraña de árboles, ramas y hojas secas desparramadas en un manto que lo cubría todo. Luego de haber caminado unas dos horas me percaté de que no me había aprovisionado de comida o bebida alguna, y a esas alturas el calor se estaba haciendo cada vez más crudo, y con la mezcla de la humedad proveniente del bosque el sopor era lo bastante insoportable como para seguir mi excursión. De más está decir que en aquellas horas que caminé por el borde de la ruta, no conseguí divisar ni una sola casa o rancho a quién pedir auxilio.
Por un momento pensé que nuevamente esto se trataba de un sueño, que era imposible que durante kilómetros no hubiese encontrado un alma, ni de a pie, ni en automóvil que pasase por aquel camino solitario, solamente yo me encontraba en las fauces de este inmenso bosque y este derrotero que parecía interminable, con un zigzagueo permanente y un rumbo aparentemente incierto. Decidí emprender la vuelta con la esperanza de cruzar a alguien, y de llegar para comer algo que me calmase el apetito. No habría hecho unos cuantos kilómetros cuando en un punto no muy bien definido por mí, creí haber visto en la línea del horizonte sobre aquel camino que transitaba a pie, algún tipo de vehículo que se acercaba pero que no podía vislumbrar con exactitud. Era mucha la distancia que me separaba pero aún así podía ver que se trataba de algo que venía en dirección a mi. Seguí caminando a paso normal y esa masa amorfa que con los rayos del sol y la distancia no me permitían distinguir con certeza de qué se trataba se estaba acercando lentamente. Cuando por fin estuve relativamente cerca comencé a darme cuenta que aquello era algún tipo de vehículo que reflejaba potentemente los rayos del sol, y cuanto más me acercaba a él debía por la fuerza luminosa que emanaba entrecerrar los ojos para que no me encegueciera. Por último opté por pararme en medio de la ruta y cubrirlos con ambas manos para no quedar ciego. A medida que más se acercaba, el calor era proporcionalmente nefasto, agobiante. Luego de unos instantes de permanecer con la cara cubierta por mis manos y sin poder mirar aquel objeto, el calor repentinamente desapareció, fue entonces cuando abrí nuevamente los ojos y con asombro pude ver que aquella cosa que estaba a cientos de metros frente a mi había desaparecido de la faz de la tierra.
Sin poder comprender qué había sido aquello, proseguí mi camino hasta el auto tratando de escudriñar las más amplias posibilidades de un hombre crédulo pero a la vez reticente. ¿Qué había sido lo que había ocurrido la noche anterior, qué era lo que ahora había visto y que de pronto así como apareció se esfumó sin dejar rastro alguno?. Mi mente daba vueltas sobre las más alocadas hipótesis, desde algún tipo de broma de cualquier lugareño hasta imágenes de películas que había visto de chico sobre la existencia de vida extraterrestre. Cuando llegué al automóvil me dirigí hacia la parte posterior para volver a buscar comida y saciar mi apetito que a esas alturas era abundante. Abrí la caja del baúl y para mi sorpresa, ¡estaba vacía!. No había restos de la comida que había dejado la noche anterior pero lo demás estaba intacto, en uno de los bolsillos de la mochila busqué mi billetera y encontré todo en su lugar, o casi todo, ya que luego de examinarla exhaustivamente me di cuenta que mi credencial de identidad no estaba. No recuerdo haberla olvidado, siempre salía con todos mis papeles personales, más aún tratándose de un viaje de estas características. Me sorprendí en gran manera. Busqué en mis bolsillos, en el interior del coche, en la guantera, pero la búsqueda no dio resultado. Mi credencial no aparecía por ningún lado.
Me sentí desolado, con una fuerte frustración. Tenía hambre, sed y por algún motivo mi credencial personal no se hallaba entre mis pertenencias. Lo peor era que no podía explicarme cómo si en ningún momento me había cruzado con un alma viviente a lo largo del camino, y mirando exhaustivamente en derredor mío aquel bosque era infinitamente solitario y fantasmal, alguien (no sé qué o quién) hubo podido tomar mis pertenencias a plena luz del día y con tanta impunidad. Volví a la parte trasera nuevamente como tratando de imaginar que esto no podía ser posible, pero al fin de cuentas, todo estaba como cuando abrí el maletero, la comida no estaba. Me dejé caer a un costado del vehículo y tomé la cabeza entre mis manos, tratando de darle una explicación lógica a lo que me estaba sucediendo. Al fin y al cabo solamente quería unas vacaciones de mi trabajo, de aquella ciudad que me oprimía pero ahora sentía angustia y temor, sin comida y sin ningún alma a kilómetros a la redonda en cuestión de días si no encontraba una solución a aquella situación acabaría muerto de inanición o de sed. El sol estaba empezando a esconder sus rayos tras los altos árboles, la noche se volvía a acercar oscura y entonces decidí que lo mejor sería entrar en el auto y comer los restos de la noche anterior y la poca agua que había quedado en el botellón. Mis labios ardían y mi estómago crujía. Con avidez devoré cuanto pude rescatar y sorbí hasta la última gota que quedaba en el bidón de agua. Por el momento estaba saciado, pero sabía que el próximo día sería aún peor y que ya sin comida ni agua las cosas empeorarían. Encendí la radio para escuchar un poco de música y poner a tiro mis nervios que me estaban jugando una mala pasada. De punta a punta recorrí el dial en busca de alguna estación de radio pero lo único que logré fue captar un ruido monótono, un susurro que por momentos desaparecía hasta hacerse imperceptible y por otros  se tornaba tan agudo que debía bajar el volumen, ¿qué es esto? Pensé. Y sin dudarlo apagué el receptor. Ya la noche estaba abrazando el bosque y ya sea por el cansancio o por el poco alimento que había ingerido, mi cuerpo estaba entrando en una somnolencia que hacía que mis párpados se cerraran pesadamente. No recuerdo con certeza la hora en la que ocurrió el nuevo suceso, lo único que puedo decir es que éste fue más espantoso que el de la noche anterior. Ahora no era aquella luz que se había posado del otro lado del camino, por el contrario y para mi perplejidad, sentía que el auto se tambaleaba fuertemente, miré por las ventanillas, la noche era oscura pero no tanto como para no darme cuenta si alguien estaba moviendo el carro. Salté al asiento trasero, miré por la luneta, me abalancé hacia adelante, traté sin poderlo de bajar los vidrios y no pude ver nada en absoluto, nada que hiciese que el auto se moviese con tal furia que parecía que de un momento a otro iba a volcar, a ponerse patas para arriba. Era tan fuerte el balanceo que comencé a gritar de desesperación, un miedo espeluznante se apoderó de mi y a lo único que atiné fue a recostarme en el asiento trasero para tratar de amortiguar aquellas embestidas infernales de las cuales estaba siendo víctima. Me tapé los oídos con las manos, puesto que se comenzó a oír un murmullo ensordecedor, los movimientos frenéticos y violentos no cesaban y aquel ruido era cada vez más alto e impetuoso. Aún con las manos en mis oídos apretando fuertemente los escuchaba como si los tuviese dentro de mis tímpanos. Aquello que estaba viviendo era terrible, era en el mejor de los casos la peor pesadilla que jamás haya soñado. Todo dentro del móvil se movía de un lado hacia el otro, y en un momento la violencia de aquellas embestidas hicieron que me cayese al suelo, boca abajo. Soporté todo lo que pude, y ¿qué podía hacer sino esperar que aquella tortura enviada desde los propios infiernos terminase de una vez?. Creo que luego de unos diez minutos el movimiento cesó, no así el agudo sonido que todavía podía escuchar, pero que lentamente sentí que se perdía tragado por el bosque.
Me desperté porque un rayo de sol daba sobre mi frente. Todavía estaba aturdido y sentía que mi cabeza estaba a punto de estallar. Mi boca reseca y mi estómago hambriento eran la más sublime atrocidad que me estaba tocando vivir. No podía creer aquella situación, no entendía qué había sido aquello que me había sacudido con una fuerza que era igual a la de diez hombres tratando de voltear el vehículo y aún más, qué es lo que había producido ese extraño zumbido que prácticamente me había dejado ensordecido.
Cuando logré espabilarme un poco, recordé las estaciones de radio que captaba el transmisor la noche anterior y escudriñando en mi mente y dentro de mis recuerdos cercanos, comprendí que aquel sonido que acompañaba los infernales sacudones era idéntico al que había escuchado en el radio. Mi boca seguro en ese momento al igual que mi rostro deben haber reflejado una expresión de terror. Me hallaba solo en medio de un bosque donde no parecía habitar ser alguno, y que las cosas que habían sucedido y por las que había pasado mi mente podía catalogarlas de sobrenaturales, golpee fuertemente mi cabeza y me dije que esto no era posible, que solamente me hallaba en un bosque al costado del camino y que debía de una u otra forma volver a tomar la ruta, como fuese, para llegar a destino.
Encendí el motor de mi auto que por milagro aulló sin inconvenientes, cerré los ojos y me encomendé a Dios para que pudiese enderezarlo y ayudado por el envión pudiese escalar aquella pendiente que con el paso de dos días se había puesto más firme. Aceleré con furia y conecté la primera marcha. El motor bramaba con todas sus fuerzas y sin dudarlo solté el embrague. Zigzagueando de un lado al otro me desplazaba lentamente por el fondo de aquella ladera adquiriendo poco a poco más velocidad, cuando en el momento en que pensé que había alcanzado la suficiente, pegué un volantazo hacia la carretera para subir aquella hondonada, el auto parecía querer agarrarse con todas sus fuerzas a la pendiente que nos llevaría al borde del camino, ¡vamos! Grité desesperado, y mi sonrisa llegó de oreja a oreja cuando por un momento la rueda delantera pisó el asfalto. Era tanta la velocidad y la fuerza que habían tomado las ruedas traseras que ni bien la trompa del vehículo piso el asfalto el volante se me transformó en una calesita incontrolable entre las manos, se sacudía de derecha a izquierda sin que pudiese hacer nada al respecto, pero lo único que pensaba era que si lograba que las ruedas traseras mordiesen la calzada, podría salir airoso de aquel lugar. En un abrir y cerrar de ojos esto se había producido, y con tal fuerza que imprimía el motor a la tracción del auto, al lograr estar nuevamente sobre el asfalto un sacudón, no sé si del volante o de la propia inercia hicieron que la trompa encarase nuevamente hacia el fondo de aquella banquina siniestra. ¡No, no! Aullé, pero aunque mis fuerzas por contener aquella máquina eran descomunales, nada impidió que descendiese con la furia de un huracán pero esta vez en dirección a un árbol. Traté como pude de esquivarlo para no dañar el vehículo, pero todo fue en vano, choqué violentamente contra la base del tronco de un gran pino destrozando por completo el frente de mi coche. El sacudón fue tan fuerte que mi cabeza dio contra el volante y de un solo movimiento mi cuerpo al igual que el espasmo de un moribundo me arrojó contra el asiento para dejarme inconsciente.
Desperté luego de no sé cuántas horas, y por el dolor de mi frente presentí que me había golpeado fuertemente. Al mirar por el espejo retrovisor mi rostro pude ver que de mi frente manaba un hilo delgado de sangre producto de un corte que se había producido. No parecía ser grave, pero cuando traté de tocarlo me di cuenta que la herida era bastante profunda. No puedo explicar cómo me sentí en aquel momento. Estaba desalentado. Había agotado la última esperanza de poder salir de aquel lugar, en cambio ahora el auto no servía ni serviría si alguien pasase y me sacase de allí, (todavía albergaba esa esperanza en mi corazón). Traté de tranquilizarme y lentamente, ya que me dolía todo el cuerpo, salí como pude de adentro de aquel funesto habitáculo. Fui hacia la parte delantera y confirmé que el auto estaba inservible. Sin comida, sin agua y ahora sin un vehículo que me llevase a algún paraje cercano, y menos aún, nadie que en dos días pasase por aquel camino era algo que me atormentaba inexorablemente y debilitaba poco a poco mis esperanzas de salir vivo de aquel lugar. Unas simples vacaciones.
La noche se acercaba nuevamente y mis temores con ella. No tenía la menor idea de lo que iba a ocurrir hoy, con las dos noches anteriores que me habían causado tanto espanto, pensé que lo mejor sería permanecer dentro del auto con las puertas trancadas y esperar al amanecer para emprender un tedioso y calvárico camino hacia un horizonte desconocido. Estaba eufórico, asustado y con el agravante que para esta noche no tenía ni siquiera una gota de agua que beber. Entonces se me ocurrió una idea tan simple como descabellada, porque más allá de todo lo importante era seguir con vida, y sentía como poco a poco mi cuerpo se iba debilitando tanto mental como físicamente. Entonces abrí con un poco de esfuerzo el retorcido capó del auto y saqué el recipiente de agua del motor que para mi fortuna se encontraba lleno. El agua era de un color amarillento, producto de la herrumbre del motor, pero con la sed que dominaba por completo mi cuerpo esto no importó, y casi sin pensarlo me agoté aquel recipiente aunque de pronto y súbitamente dejé que la mitad de agua quedase allí, ya que al otro día el calor y la humedad serían insoportables y necesitaría del preciado líquido para poder sobrevivir.
Me encerré dentro del vehículo, temiendo que lo peor pasaría nuevamente esta noche. Tal vez aún peor que las dos noches anteriores. Resolví trabar las puertas y recostarme en el asiento trasero por si nuevamente aquellos infernales cimbronazos me tomaban por sorpresa. Me sumergí en un profundo sueño no sin antes sentir el dolor de mi estómago que pedía a gritos algo que comer. Para mi sorpresa desperté el tercer día sin ningún tipo de sobresaltos, increíblemente ni aquella terrorífica luz, ni tampoco aquellos frenéticos sacudones me habían despertado por la noche, y luego de espabilarme un poco volví a sentir la ausencia de comida en mi estómago, cosa que estaba deteriorando mi carácter rápida y visiblemente. Para mi sorpresa, cuando bajé del vehículo un manto de musgos verdes lo cubría todo. Desde el frente hasta la parte posterior, el automóvil parecía una pintura de algún artista moderno, era como si una telaraña de musgos y plantas hubiesen camuflado el vehículo para que no fuese visto o mejor dicho, para que se confundiese con la forestación circundante. No puedo describir mi asombro ante tal descubrimiento, ya que era imposible que en una noche aquella vegetación hubiese crecido de tal manera que se apoderase de tal forma de un monstruo de hierro de tales características. Me alejé unos metros y lo contemplé como si fuese un niño mirando su juguete preferido aplastado por un pie gigantesco. Estaba (debo reconocerlo) empezando a sentir que comenzaba a volverme loco, la falta de alimento y lo que estaba viviendo era algo que no podía comprender con certeza, pero había ocurrido y sucedía allí, delante de mis ojos.
Decididamente me mentalicé que debía seguir aquel camino costase lo que costase, que seguramente al final iba a encontrar alguien que me socorriera, no podía ser que en dos días no hubiese pasado nadie por aquel camino y que tampoco encontrase alguna señal de vida, más allá de los extraños sucesos que habían acontecido y que quería borrar de mi mente. Por la posición del sol calculé que serían aproximadamente las diez de la mañana, llevaba conmigo el recipiente de agua que hasta el momento no había querido tocar, pero nuevamente mi estómago me estaba haciendo sentir el rigor del hambre y los fuertes calambres que sufría mientras caminaba, por momentos producían tales espasmos que debía arrodillarme sobre el asfalto, simplemente... dejándome caer. Bebiendo a sorbos la poca agua que quedaba en mi dispensario y caminando lo más rápido que podía, desandaba el medio de aquella ruta que parecía conducirme a mi propia muerte. Kilómetros y kilómetros de un espeso bosque me rodeaban a ambos lados del camino, pinos estupefactos, como si observaran mi lenta agonía se erigían al costado del camino dejándome atrás una y otra vez. El paisaje se repetía desagradablemente ante mis ojos de manera incansable.
Luego de algunas horas de monótono tránsito, a lo lejos divisé a un costado del camino una casa, o al menos eso parecía a la distancia, y mi corazón se estremeció de alegría. Con las pocas fuerzas que me quedaban apuré el paso y lo que parecía que estaba allí al alcance de mi mano, cuanto más rápido caminaba parecía que de la misma manera más rápido se alejaba de mi. Me dejé caer en el suelo exhausto, ya casi sin agua y deteriorado por la falta de alimento, mis piernas se habían acalambrado fuertemente, mientras me retorcía de dolor sobre aquel siniestro asfalto miraba el cielo buscando una respuesta a este castigo que ni siquiera comprendía por qué estaba sucediéndome a mi. Al cabo de unos minutos, tal vez una media hora, los calambres cesaron, no así el dolor en mi estómago, que con el transcurso del día se había tornado insoportable. Me erguí nuevamente y volví a emprender el viaje hacia aquella figura amorfa a la vista que parecía ser una vivienda. El calor estaba mermando y los rayos del sol estaban comenzando a desaparecer en medio de los árboles y el horizonte rojizo. Pasada una hora la noche se había convertido en una oscuridad monstruosa, ya a esa altura y con tal desesperación por salvar mi vida no sentía miedo, lo que me gobernaba era el hambre y los pensamientos en mi mente que me jugaban la peor de las pasadas de mi vida, y en este momento me sentí putrefactamente miserable. Me senté por un momento al costado del camino con la única luz que me guiaba y que parecía provenir de aquella casa que ahora podía distinguir cercana. De pronto sin saber por qué, se adueñó de mi un sueño paulatino pero persistente, las fuerzas me estaban abandonando y pensé que aquella sería mi última noche con vida. Dejé a un costado el recipiente con apenas unas gotas de agua, alcé mis manos hacia el cielo que se veía diáfano e increíblemente estrellado. Aunque no soy muy creyente, recé una plegaria, tal vez la única y la última de mi vida, suponiendo que si algún Dios existiese, llevase mi alma consigo, para que no sea presa de algún animal salvaje que aún estando vivo despedace mi cuerpo sintiendo yo cada desgarro nefasto de mis músculos.
No sé si fueron minutos u horas, pero puedo decir con suma certeza que sentí una luz sobre mi cabeza que cegó mis parpados cerrados, cuando los hube abierto, vi sin ninguna duda que una esfera redonda y reluciente como la misma plata destellaba luces que iluminaban todo el bosque oscuro como el mismo Hades. En esta oportunidad esa misma luz no me cegó, por el contrario causó una paz en mi que hasta produjo que los calambres que sufría mi estómago desapareciesen por completo. Me sentía igualmente debilitado, pero me volví sobre mi y pude ver que aquella esfera luminosa se hizo una sola con lo que a lo lejos parecía que era la casa que veía hacía kilómetros. No me sorprendí, no sentí miedo, por el contrario, volví a levantarme y aunque muriese en el intento decidí llegar hasta aquel lugar. Caminé en la oscuridad que a medida que me acercaba a aquella luz que emanaba de la choza hacía que el bosque se tornase menos oscuro y mortífero ante mis cansados ojos. Al cabo de un par de kilómetros comencé a sentir como si mi cuerpo se sintiese atraído por aquella destellante y blanquecina luz, que ahora me daba cuenta no se trataba de ninguna choza, sino por el contrario no podría definir con exactitud qué diablos era lo que tenía ante mi vista. La atracción era cada vez mayor, y estando a unos cientos de metros del tan esperado lugar, comencé a sentir un alivio en todo el cuerpo, como si de pronto me hubiese rejuvenecido. El hambre y la sed habían desaparecido por completo, el cansancio no podía percibirlo mi cuerpo que minutos atrás se sentía exhausto. Me detuve frente a aquella cosa y lo único que mi mente me decía era: ¡ven, ven!. No puedo explicar si eran mis pensamientos o si alguna fuerza extraña me atraía al interior de aquel lugar indescriptible. Caminé unos pasos más y sentí mi humanidad gravitar sobre el suelo, me dejé llevar, no podía discernir si era atraído por ella o si en realidad mis pies estaban caminando de manera autómata. Muchas personas me han dicho que cuando uno muere, al fin del camino se ve un túnel con una luz de una blancura nunca experimentada por el ser humano, que es como si uno entrase por ese mismo camino donde se siente una paz infinita y reconfortable. Sentía voces que me hablaban y que comprendía perfectamente, pero aún mi cuerpo gravitaba atraído hacia el interior de aquella indecible y perfecta luz. Cuando hube de traspasar el umbral de lo que parecía una puerta de entrada, o quizás la boca de ese túnel que tanto me habían hablado, entré en un estado completo de somnolencia pero antes me permitió distinguir que me había convertido en parte de aquella cosa indescriptible, y pude sentir en la boca de mi estómago como la fuerza de la gravedad ahora no reinaba sobre mi cuerpo, por el contrario, en ese momento en siquiera una milésima de segundo había atravesado aquel cielo diáfano y las estrellas se convertían en constelaciones jamás vistas por mí en mi vida en aquella tierra, nunca jamás.

Martín Ramos.


H.P. Lovecraft

                                                 
















ALGUNAS NOTAS SOBRE ALGO QUE NO EXISTE
por H. P. Lovecraft (1890-1937).
Escrito publicado de forma póstuma.
Título original en inglés: «Some Notes On A Nonentity»
Para mí, la principal dificultad al escribir una autobiografía es encontrar algo
importante que contar. Mi existencia ha sido reservada, poco agitada y nada
sobresaliente; y en el mejor de los casos sonaría tristemente monótona y aburrida
sobre el papel.
Nací en Providence, R.I. -donde he vivido siempre, excepto por dos pequeñas
interrupciones- el 20 de agosto de 1890; de vieja estirpe de Rhode Island por parte
de mi madre, y de una línea paterna de Devonshire domiciliada en el estado de
Nueva York desde 1827.
Los intereses que me llevaron a la literatura fantástica aparecieron muy temprano,
pues hasta donde puedo recordar claramente me encantaban las ideas e historias
extrañas, y los escenarios y objetos antiguos. Nada ha parecido fascinarme tanto
como el pensamiento de alguna curiosa interrupción de las prosaicas leyes de la
Naturaleza, o alguna intrusión monstruosa en nuestro mundo familiar por parte de
cosas desconocidas de los ilimitados abismos exteriores.
Cuando tenía tres años o menos escuchaba ávidamente los típicos cuentos de
hadas, y los cuentos de los hermanos Grimm están entre las primeras cosas que
leí, a la edad de cuatro años. A los cinco me reclamaron Las mil y una noches, y
pasé horas jugando a los árabes, llamándome «Abdul Alhazred», lo que algún
amable anciano me había sugerido como típico nombre sarraceno. Fue muchos
años más tarde, sin embargo, cuando pensé en darle a Abdul un puesto en el
sigloVIII y atribuirle el temido e inmencionable Necronomicon!
Pero para mí los libros y las leyendas no detentaron el monopolio de la fantasía.
En las pintorescas calles y colinas de mi ciudad nativa, donde los tragaluces de las
puertas coloniales, los pequeños ventanales y los graciosos campanarios
georgianos todavía mantienen vivo el encanto del siglo XVIII, sentía una magia
entonces y ahora difícil de explicar. Los atardeceres sobre los tejados extendidos
por la ciudad, tal como se ven desde ciertos miradores de la gran colina, me
conmovían con un patetismo especial. Antes de darme cuenta, el siglo XVIII me
había capturado más completamente que al héroe de Berkeley Square; de manera
que pasaba horas en el ático abismado en los grandes libros desterrados de la
biblioteca de abajo y absorbiendo inconscientemente el estilo de Pope y del Dr.
Johnson como un modo de expresión natural. Esta absorción era doblemente
fuerte debido a mi frágil salud, que provocó que mi asistencia a la escuela fuera
poco frecuente e irregular. Uno de sus efectos fue hacerme sentir sutilmente fuera
de lugar en el período moderno, y pensar por lo tanto en el tiempo como algo
místico y portentoso donde todo tipo de maravillas inesperadas podrían ser
descubiertas.
También la naturaleza tocó intensamente mi sentido de lo fantástico. Mi hogar no
estaba lejos de lo que por entonces era el límite del distrito residencial, de manera
que estaba tan acostumbrado a los prados ondulantes, a las paredes de piedra, a
los olmos gigantes, a las granjas abandonadas y a los espesos bosques de la Nueva
Inglaterra rural como al antiguo escenario urbano. Este paisaje melancólico y
primitivo me parecía que encerraba algún significado vasto pero desconocido, y
ciertas hondonadas selváticas y oscuras cerca del río Seekonk adquirieron una
aureola de irrealidad no sin mezcla de un vago horror. Aparecían en mis sueños,
especialmente en aquellas pesadillas que contenían las entidades negras, aladas y
gomosas que denominé «night-gaunts» [espectros nocturnos o alimañas
descarnadas].
Cuando tenía seis años conocí la mitología griega y romana a través de varias
publicaciones populares juveniles, y fui profundamente influido por ella. Dejé de
ser un árabe y me transformé en romano, adquiriendo de paso una rara sensación
de familiaridad y de identificación con la antigua Roma sólo menos poderosa que
la sensación correspondiente hacia el siglo XVIII. En un sentido, las dos
sensaciones trabajaron juntas; pues cuando busqué los clásicos originales de los
cuales se tomaron los cuentos infantiles, los encontré en su mayoría en
traducciones de finales del siglo XVII y del XVIII. El estímulo imaginativo fue
inmenso, y durante una temporada creí realmente haber vislumbrado faunos y
dríadas en ciertas arboledas venerables. Solía construir altares y ofrecer sacrificios
a Pan, Diana, Apolo y Minerva.
En este período, las extrañas ilustraciones de Gustave Doré‚ -que conocí en
ediciones de Dante, Milton y La balada del Antiguo Marinero- me afectaron
poderosamente. Por primera vez empecé‚ a intentar escribir: la primera pieza que
puedo recordar fue un cuento sobre una cueva horrible perpetrado a la edad de
siete años y titulado «The Noble Eavesdropper» [El noble fisgón]. Este no ha
sobrevivido, aunque todavía poseo dos hilarantes esfuerzos infantiles que datan
del año siguiente: «The Mysterious Ship» [La nave misteriosa] y «The Secret of
the Grave» [El secreto de la tumba], cuyos títulos exhiben suficientemente la
orientación de mi gusto.
A la edad de casi ocho años adquirí un fuerte interés por las ciencias, que surgió
sin duda de las ilustraciones de aspecto misterioso de «Instrumentos filosóficos y
científicos» al final del Webster's Unabrigded Dictionary. Primero vino la
química, y pronto tuve un pequeño laboratorio muy atractivo en el sótano de mi
casa. A continuación vino la geografía, con una extraña fascinación centrada en el
continente antártico y otros reinos inexplorados de remotas maravillas.
Finalmente amaneció en mí la astronomía; y el señuelo de otros mundos e
inconcebibles abismos cósmicos eclipsó todos mis otros intereses durante un largo
período hasta después de mi duodécimo cumpleaños. Publicaba un pequeño
periódico hectografiado titulado The Rhode Island Journalof Astronomy, y
finalmente -a los dieciséis- irrumpí en la publicación real en la prensa local con
temas de astronomía, colaborando con artículos mensuales sobre fenómenos de
actualidad para un periódico local, y alimentando la prensa rural semanal con
misceláneas más expansivas.
Fue durante la secundaria -a la que pude asistir con cierta regularidad- cuando
produje por primera vez historias fantásticas con algún grado de coherencia y
seriedad. Eran en gran parte basura, y destruí la mayoría a los dieciocho, pero una
o dos probablemente alcanzaron el nivel medio del «pulp». De todas ellas he
conservado solamente «The Beast in the Cave» [La bestia de la cueva] (1905) y
«The Alchemist» [El alquimista] (1908). En esta etapa la mayor parte de mis
escritos, incesantes y voluminosos, eran científicos y clásicos, ocupando el
material fantástico un lugar relativamente menor. La ciencia había eliminado mi
creencia en lo sobrenatural, y la verdad por el momento me cautivaba más que los
sueños. Soy todavía materialista mecanicista en filosofía. En cuanto a la lectura:
mezclaba ciencia, historia, literatura general, literatura fantástica, y basura juvenil
con la más completa falta de convencionalismo.
Paralelamente a todos estos intereses en la lectura y la escritura, tuve una niñez
muy agradable; los primeros años muy animados con juguetes y con diversiones
al aire libre, y el estirón después de mi décimo cumpleaños dominado por
persistentes pero forzosamente cortos paseos en bicicleta que me familiarizaron
con todas las etapas pintorescas y excitadoras de la imaginación del paisaje rural y
los pueblos de Nueva Inglaterra. No era de ningún modo un ermitaño: más de una
banda de la muchachada local me contaba en sus filas.
Mi salud me impidió asistir a la universidad; pero los estudios informales en mi
hogar, y la influencia de un tío médico notablemente erudito, me ayudaron a
evitar algunos de los peores efectos de esta carencia. En los años en que debería
haber sido universitario viré de la ciencia a la literatura, especializándome en los
productos de aquel siglo XVIII del cual tan extrañamente me sentía parte. La
escritura fantástica estaba entonces en suspenso, aunque leía todo lo espectral que
podía encontrar -incluyendo los frecuentes sueltos extraños en revistas baratas
tales como All-Story y TheBlack Cat-. Mis propios productos fueron
mayoritariamente versos y ensayos: uniformemente despreciables y relegados
ahora al olvido eterno.
En 1914 descubrí la United Amateur Press Association y me uní a ella, una de las
organizaciones epistolares de alcance nacional de literatos noveles que publican
trabajos por su cuenta y forman, colectivamente, un mundo en miniatura de crítica
y aliento mutuos y provechosos. El beneficio recibido de esta afiliación apenas
puede sobrestimarse, pues el contacto con los variados miembros y críticos me
ayudó infinitamente a rebajar los peores arcaísmos y las pesadeces de mi estilo.
Este mundo del «periodismo aficionado» está ahora mejor representado por la
National Amateur Press Association, una sociedad que puedo recomendar fuerte y
conscientemente a cualquier principiante en la creación. Fue en las filas del
amateurismo organizado donde me aconsejaron por primera vez retomar la
escritura fantástica; paso que dí en julio de 1917 con la producción de «La tumba»
y «Dagon» (ambos publicados después en Weird Tales) en rápida sucesión.
También por medio del amateurismo se establecieron los contactos que llevaron a
la primera publicación profesional de mi ficción: en 1922, cuando Home Brew
publicó un horroroso serial titulado «Herbert West - Reanimator». El mismo
círculo, además, me llevó a tratar con Clark Ashton Smith, Frank Belknap Long,
Wilfred B. Talman y otros después celebrados en el campo de las historias
extraordinarias.
Hacia 1919 el descubrimiento de Lord Dunsany -de quien tomé la idea del
panteón artificial y el fondo mítico representado por «Cthulhu», «Yog-Sothoth»,
«Yuggoth», etc.- dio un enorme impulso a mi escritura fantástica; y saqué
material en mayor cantidad que nunca antes o después. En aquella época no me
formaba ninguna idea o esperanza de publicar profesionalmente; pero el hallazgo
de Weird Tales en 1923 abrió una válvula de escape de considerable regularidad.
Mis historias del período de 1920 reflejan mucho de mis dos modelos principales,
Poe y Dunsany, y están en general demasiado fuertemente inclinadas a la
extravagancia y un colorismo excesivo como para ser de un valor literario muy
serio.
Mientras tanto mi salud había mejorado radicalmente desde 1920, de manera que
una existencia bastante estática comenzó a diversificarse con modestos
viajes,dando a mis intereses de anticuario un ejercicio más libre. Mi principal
placer fuera de la literatura pasó a ser la búsqueda evocadora del pasado de
antiguas impresiones arquitectónicas y paisajísticas en las viejas ciudades
coloniales y caminos apartados de las regiones más largamente habitadas de
América, y gradualmente me las he arreglado para cubrir un territorio
considerable desde la glamorosa Quebec en el norte hasta el tropical Key Westen
el sur y el colorido Natchez y New Orleans por el oeste. Entre mis ciudades
favoritas, aparte de Providence, están Quebec; Portsmouth, New Hampshire;
Salem y Marblehead en Massachusetts; Newport en mi propio estado;
Philadelphia; Annapolis; Richmond con su abundancia de recuerdos de Poe; la
Charleston del siglo XVIII, St. Augustine del XVI y la soñolienta Natchez en su
peñasco vertiginoso y con su interior subtropical magnífico. Las «Arkham» y
«Kingsport» que salen en algunos de mis cuentos son versiones más o menos
adaptadas de Salem y Marblehead. Mi Nueva Inglaterra nativa y su tradición
antigua y persistente se han hundido profundamente en mi imaginación y
aparecen frecuentemente en lo que escribo. Vivo actualmente en una casa de 130
años de antigüedad en la cresta de la antigua colina de Providence, con una vista
arrobadora de ramas y tejados venerables desde la ventana encima de mi
escritorio.
Ahora está claro para mí que cualquier mérito literario real que posea
está confinado a los cuentos oníricos, de sombras extrañas, y «exterioridad»
cósmica a pesar de un profundo interés en muchos otros aspectos de la vida y de
la práctica profesional de la revisión general de prosa y verso. Por qué es así, no
tengo la menor idea. No me hago ilusiones con respecto al precario estatus de mis
cuentos, y no espero llegar a ser un competidor serio de mis autores fantásticos
favoritos: Poe, Arthur Machen, Dunsany, Algernon Blackwood, Walter de la
Mare, y Montague Rhodes James. La única cosa que puedo decir en favor de mi
trabajo es su sinceridad. Rechazo seguir las convenciones mecánicas de la
literatura popular o llenar mis cuentos con personajes y situaciones comunes, pero
insisto en la reproducción de impresiones y sentimientos verdaderos de la mejor
manera que pueda lograrlo. El resultado puede ser pobre, pero prefiero seguir
aspirando a una expresión literaria seria antes que aceptar los estándares
artificiales del romance barato.
He intentado mejorar y hacer más sutiles mis cuentos con el paso de los años,
pero no logré el progreso deseado. Algunos de mis esfuerzos han sido
mencionados en los anuarios de O'Brien y O. Henry, y unos pocos tuvieron el
honor de ser reimpresos en antologías; pero todas las propuestas para publicar una
colección han quedado en nada. Es posible que uno o dos cuentos cortos puedan
salir como separatas dentro de poco. Nunca escribo si no puedo ser espontáneo:
expresando un sentimiento ya existente y que exige cristalización. Algunos de mis
cuentos involucran sueños reales que he experimentado. Mi ritmo y manera de
escribir varían bastante en diferentes casos, pero siempre trabajo mejor de noche.
De mis producciones, mis favoritos son «The Colour Out of Space» [El color que
cayó del cielo] y «The Music of Erich Zann» [La música de Erich Zann], en el
orden citado. Dudo si podría tener algún éito en el tipo ordinario de ciencia
ficción.
Creo que la escritura fantástica ofrece un campo de trabajo serio nada indigno de
los mejores artistas literarios; aunque uno muy limitado, ya que refleja solamente
una pequeña sección de los infinitamente complejos sentimientos humanos. La
ficción espectral debe ser realista y centrarse en la atmósfera; confinar su salida
de la Naturaleza al único canal sobrenaturalelegido, y recordar que el escenario, el
tono y los fenómenos son más importantes para comunicar lo que hay que
comunicar que los personajes y la trama. La «gracia» de un cuento
verdaderamente extraño es simplemente alguna violación o superación de una ley
cósmica fija, una escapada imaginativa de la tediosa realidad; por lo tanto son los
fenómenos más que las personas los «héroes» lógicos. Los horrores, creo, deben
ser originales: el uso de mitos y leyendas comunes es una influencia debilitadora.
La ficción publicada actualmente en las revistas, con su orientación incurable
hacia los puntos de vista sentimentales convencionales, estilo enérgico y alegre, y
artificiales tramas de «acción», no puntuan alto. El mejor cuento fantástico jamás
escrito es probablemente «The Willows» [Los sauces] de Algernon Blackwood.
23 de noviembre de 1933.


Despedida

Cuando pensó que llegaría a destino, faltando pocos metros para cruzar el obscuro camino que la llevaría de nuevo a su casa, una mujer se in...