Camino hacia el abismo



Capítulo 5

Amanda




Bajo el signo de Aries, una pequeña bebé que había nacido al anochecer en una vieja casona y cuyo nacimiento había sido asistido por una partera de campo; Amanda Marcela Gutiérrez Espinosa pesaba alrededor de tres kilos; Su madre después de amamantarla durante más de ocho meses falleció de una septicemia[1],  la que los médicos no pudieron detectar a tiempo y llegado el momento, tampoco curar.
Desde aquel día, la tía de Amanda hizo de madre y cumplió lo mejor que pudo aquel inesperado rol. Su tío que era peón de campo, mejor dicho, empleado de su propia madre, solía emborracharse y abandonar a ambas hembras, su esposa y su sobrina, por días. Amanda tuvo una infancia desdichada, rayana con la infelicidad propia de una chica huérfana. Los quince años se los festejaron con una fiesta a la que concurrieron todos los peones con sus mujeres e hijos en el casco principal de la estancia. Una fiesta sencilla como había pedido su tía. No faltaron ni el vino ni las achuras, lo que no asistió a la fiesta fue la felicidad, en cambio, la desdicha fue la anfitriona de honor en esa ocasión.
Una mujer mata a su esposo y logra escaparle a la absurda ley de campo. Esa historia ha sido contada y no es bueno caer en redundancias narrativas.
Amanda era rebelde, ya por no tener padre ni madre, ya porque su tía no lograba colocarla dentro de los límites. Era a sus dieciocho años una mujer bella, sin pretensiones, sin ambiciones que le quitaran el sueño. Había asistido a la escuela rural donde terminó su escuela primaria, y como es de ser en familias con dinero, también pudo lograr completar sus estudios secundarios.
Ernesto llegó a los diecinueve años, producto de un amorío con uno de los peones de la estancia, una vez había comentado algo sobre aquel peón, que luego fue leído a hurtadillas por su tía en el diario íntimo que guardaba con recelo en su habitación:

¨Estando yo en el jardín de la casona, ví pasar a uno de los peones de mi madre, creo que el más lindo de todos. Pasó a caballo hacia el establo, cuando lo miré él hizo un ademán con su mano que fue como un saludo, me sonrojé hasta la planta de los pies, pero al mismo tiempo sentí algo extraño; me pareció que en aquel instante el tiempo se detuvo, podía oír a lo lejos el canto de los pájaros y el sonido de las aspas del molino que estaba a en los confines de la estancia. Tal vez fue una impresión, pero así lo sentí. A los pocos instantes que el peón había pasado, intenté seguirlo hasta el establo, por la sola  curiosidad de saber quién era aquel hombre.
Llegué al gran portón del establo y entré con la timidez de una adolescente pudorosa. Allí estaba él, cepillando suavemente uno de los animales.
Ahora que lo escribo pienso qué fue realmente lo que me atrajo de aquel tipo que apenas conocía, pero puedo decir –y escribir con certeza en este momento- que fue su belleza exótica la que me atrajo con una fuerza desesperada para ir hacia su encuentro.
Cuando me vio entrar sonrió. Siempre traté de descifrar aquella sonrisa. Con el tiempo, luego de muchos años de recordarla una y otra vez, como alegóricamente uno escucha un redoblar de campanas me di cuenta de que las intenciones que había sacudido su pensamiento en aquel momento, coincidían con aquella sonrisa; no era de cordialidad, sino todo lo contrario, de un sarcasmo asqueroso que solo puede sentir un ignorante que nunca tuvo una mujer de verdad entre sus brazos.
No sé por qué me acerqué a él; tal vez por la curiosidad de sentir lo que creía                          –inocentemente- que él trataría de hacer con migo: charlar sobre los caballos.
Me violó, no importan los detalles, solo recuerdo que me sostenía fuertemente por las muñecas y que mis lágrimas caían por mis pómulos como gotas de lluvia amargas. Aquel asqueroso y repugnante animal, me había quitado la virginidad en apenas unos minutos. Eso fue todo¨.

Augusto Morales –el peón de la estancia- había muerto dos meses después. Lo encontraron ahorcado en el mismo establo donde había cometido su locura. Todos en aquel lugar supieron inmediatamente que se había suicidado, no había dudas de ello, pero los motivos nunca llegaron a conocerse con certeza.
Ocho meses después, Amanda daba a luz en el casco de la estancia a un bebé rubio de ojos pardos al que llamó Ernesto, en memoria de aquel que apunto directo a la frente de Morales mientras el otro imploraba clemencia hasta que por fin, antes de recibir un balazo que lo deje cuadripléjico, decidió tomar la drástica acción que terminó con su miserable vida. El homónimo del recién nacido, llegó en esa sola oportunidad a la estancia, nadie lo vio, nadie supo jamás de él, excepto Amanda.
Ernesto se crió en un ambiente eximio. Nunca fue carente, nunca fue necesitado o privado de nada; su tía y su madre cuidaban de él como quien lo hace con un muñeco de porcelana. El trastorno de Amanda producto de aquella violación hizo que no volviese a acostarse con ningún hombre por un período más que largo de tiempo. Tomaba pastillas para dormir y luego aquello se convirtió en un hábito tan necesario que si no se medicaba cada seis horas, los temblores de sus extremidades eran tales que los médicos creyeron que padecía del mal de Parkinson.
A los treinta años se licenció en Ciencias Biológicas. Su tía había pagado los estudios en Buenos Aires, más precisamente en la Universidad Nacional de la Plata. Vivía en un departamento alquilado con la plata que le era enviada todos los meses, y lo compartía con una compañera de Facultad de otra carrera.
Por supuesto que debió continuar con el tratamiento psiquiátrico, y por supuesto también que debió seguir medicada por sus trastornos de ansiedad con los ansiolíticos más conocidos. Llegó a obsesionarse a tal punto con ellos, que estudió químicamente cada uno de sus componentes para saber cuál era el efecto que éstos le producían al sistema nervioso central. Era –al principio de su investigación- inconcebible cómo una pastilla, un pequeño átomo de algún componente químico, pudiese desconectar, deshabilitar la llave que le producía aquella ansiedad espantosa, aquellos ataques de pánico que la hacían encerrarse en su habitación y recostarse en posición fetal en su cama, moviéndose de un lado a otro, con las manos en la comisura de los labios –a modo de rezo- y hablarle a la pared frases incomprensibles; con los ojos desorbitados y llorosos.
Aquellas pastillas (Seconal), tranquilizaban a Amanda, al menos por tres o cuatro horas. Comenzó ingiriendo dos miligramos diarios, a los pocos meses, para que el químico hiciera el efecto esperado, la dosis había aumentado el triple.
Debía entonces recorrer los hospitales en busca de psiquiatras que le recetaran el barbitúrico para poder obtener las cantidades diarias y mensuales necesarias para subsistir. Posteriormente conoció a un químico, que se dará a conocer mas adelante en esta historia, y que fue el que la ayudó a sintetizar la droga.
C 12 H 18 N 2 O 3. Había que sintetizar esa fórmula química, había que producirla –al principio en cantidades menores, luego en cantidades casi industriales-, para ella misma y para aquellos estudiantes de la universidad que necesitasen dar exámenes sin ansiedad, sin presión. El grupo de Barbie –como estos estudiantes se hicieron llamar- hacía referencia a una metáfora de la palabra barbitúrico.
En esto se parecen Amanda y Sofía, a ambas les atrae de una forma casi sexual por así decirlo, los barbitúricos. Cabe aclarar que el ermitaño con el cual se había encontrado Sofía, nada tiene que ver con el químico que consiguió Amanda para lograr su cometido. En poco tiempo había logrado convertirse en una experta en drogas sintéticas, más precisamente barbitúricos de alta peligrosidad médica.



[1] Infección grave y generalizada de todo el organismo debida a la existencia de un foco infeccioso en el interior del cuerpo del cual pasan gérmenes patógenos a la sangre.

Camino hacia el abismo

Capítulo 4

La invisibilidad

           
            En el pueblo, donde se compraban las provisiones para la semana, Braian Marcelo Pozo, era quien atendía el mercado central. Me enteré en su funeral de que así se llamaba. 
            Yo ví en su mirada, un atisbo de morbosidad. Me recorrió un sudor frío por la espalda que llegó hasta mis pantorrillas. El vestido que llevaba puesto parecía que era transparente ante su mirada. Este tipo que tenía enfrente mío y de Ernesto me desnudaba con la vista perversamente, me desnudaba con la mirada. Me retiré mentalmente de aquel lugar y pensé en el Boro[1]
            Recuerdo o mejor dicho recordé las clases de Química del profesor. Decía que aquel elemento era capaz –si se podía conseguir- de matar casi de manera inmediata a una persona sin dejar rastros en su sangre. Que ese mismo metal no podría ser encontrado mediante un análisis de sangre convencional. Uno más complejo era otra cosa.
            La invisibilidad con la que me sentía en aquel lugar y momento era fantástica, atemporal, sentí el placer de tener en mis manos el frasco de Boro y mezclarlo en la tasa de té de aquel hijo de puta. En alguna ocasión lo conseguiré. -¡van a llevar alguna cosa más!. –No por ahora- dijo Ernesto mientras me miraba para ver si yo aprobaba aquella decisión ya tomada por él. Asentí con la cabeza. -¡una cosa más! Dije. -¡usted dirá señorita!, ¡caía la baba de la boca del cerdo!. -¿Dígame usted donde puedo conseguir algunos materiales de limpieza?. Pregunté con la mejor de las indiferencias.
-¡El señor Eichmann es el químico del pueblo y tiene un almacén bastante completo, allí conseguirá lo que necesita!. –Gracias-. Respondí casi mecánicamente. –Vamos Sofía, tal vez consigamos lo que necesites antes de que se haga la hora de cerrar-.
            -¡De ninguna manera, no puedo ofrecerle ese producto si usted no es un químico matriculado o trabaja para la escuela local. ¡Discúlpeme, buenas tardes!-. Eso fue todo, allí se terminó la conversación con aquel químico.
            Amanda se había concentrado en preparar la cena. –El pollo con papas fritas noissette es lo que más me gusta comer por las noches-. Dijo casi con una mueca desorbitada en los ojos.
            -Entonces es lo que comeremos.
            Sentí que mi madre disfrutaba haciéndome este tipo de comidas que luego vomitaba en no más de un par de horas; de otra manera no hubiese puesto esa cara de satisfacción cuando pronuncio la fatídica palabra: (pollo)…
            -Las papas casi ni se ven, son pequeñas hebras finas que sirven de adorno.
            -Todo, pero todo lo que cocinás es una porquería, pero como tengo que ser lo suficientemente condescendiente contigo voy a decirte que debería gustarme. Pero igualmente no deja de ser una porquería.
            Hubiera querido matarla en aquel momento, pero el tiempo requiere del solo hecho de la minuciosidad de las acciones; al final todo encaja para llevar a cabo lo que siempre se anhela. Sólo debo esperar. Ernesto nunca sabrá la verdad, y si llega a enterarse perdonará, porque creo que me ama…
            Quisiera ser invisible. Hace un año que estoy viviendo aquí, las cosas son siempre iguales, nada cambia, todo se repite recursivamente una y otra vez, una y otra vez; cíclicamente como si esta casa funcionara en sincronía con el sistema solar. En ciertas ocasiones me siento como el centro del universo. Todos me miran, todos me juzgan, todos ven en mi lo que tal vez no vieron en algún otro en algún otro momento. ¡Brillante juego de palabras!. Estoy harta. Ernesto es el único que me motiva a seguir viva, porque sé que en algún momento seremos uno, porque dicen que cuando una mujer y un hombre tienen relaciones, su sangre pasa a ser la misma, o algo así, es como si ambos se fundieran en una misma célula, en un mismo átomo que prospera con el paso del tiempo. Los meses, los años. Eso me mantiene con vida.
            Estos últimos dos meses con la ayuda del químico que esta en el pueblo pude conseguir algo de lo que necesito, no, el Boro no, pero conseguí el medicamento. Ja,ja,ja. ¡El medicamento!, que forma sutil de llamarle a un arma química, porque en definitiva es un arma. A ver: tuve que recurrir a él un par de veces, digamos tres. La primera de ellas fue cuando baje con Ernesto para directamente pedirle el Boro, a lo que no accedió, por supuesto. La segunda de las veces que lo ví, sólo faltó que me fuera con la falda corta; una de las más cortas que tengo. Obviamente que Ernesto se horrorizó con el solo hecho de verme así vestida, pero también sé que lo excitó, porque cuando volvimos subimos directamente a mi habitación. La cosa es que esa segunda vez, mientras estaba sentada en la sala de espera del pequeño almacén (solo había dos sillas que se situaban frente al mostrador); sólo tuve que descruzarme de piernas de una manera digamos…exagerada, y mis partes púdicas sin ropa interior, exhibidas de tal forma al químico hicieron que luego de un par de ruegos y una promesa no solo me entregara la receta que necesitaba para el Secobarbital[2] sino que luego en la tercera visita me contó al oído que tuvo que masturbarse en el baño luego de aquella afrodisíaca visita. Me relamí asquerosamente los labios frente a él y le dije que la próxima vez que nos veamos, si se portaba bien, podría tocar algo de lo que había visto y por lo cual se había causado placer. Abrió tanto los ojos y la boca que creí que iba a morir en aquel instante aquel depravado. Algo de eso también hay en mí, no sé por qué me horrorizo, porque mi mente es tan oscura y retorcida como la de cualquier otra   mujer perdida y abandonada.
            Un auto llegó despacio, las luces apagadas y el color oscuro (azul oscuro) se confundía con el fondo, con el cielo al borde de la costanera de Palermo. El individuo que lo manejaba era ermitaño, huraño y hasta misántropo. Nunca se supo a ciencia cierta cómo lo consiguió contactar Sofía. Nunca se supo (supieron) que ella había robado a su tía quinientos mil pesos que tuvo que hacer depositar en un banco desconocido a un desconocido, salvo por una conexión familiar lejana, aquel dinero en una cuenta secreta, a cambio de que aquel extraño pariente, le girase todos los meses treinta mil pesos cada mes para poder solventar sus gastos.
            Hoy cuando pienso en aquello, siento asco, y haciendo honor a la palabra, quisiera desaparecer. Tuve que degollarla, nadie lo sabe, nadie sabe que debí escapar de aquel pueblo porque el refrán es ya conocido por todos. Cuando enterré el cuchillo en su garganta mientras dormía después de una dosis doble de Pentobarbital[3]      -que le saque con una cogida al pelotudo del veterinario-; (se va a pudrir en el infierno conmigo, la única diferencia es que él no lo sabe, yo si), pensé en un campo verde lleno de margaritas blancas. Los detalles morbosos se los dejo a los depravados, lo único que contaré es que su sangre me manchó la cara, porque le corté la carótida, sólo cortando esa arteria puede salir un chorro de sangre con tanta fuerza incontrolable. Al cabo de dos minutos se desangró en su propia cama sin saberlo, había prestado atención a las clases de anatomía, su cara presentaba todas las características de la Facies Hipocrática. Ja,ja,ja. Que placer ver hundirse sus ojos en la palidez de su arrugado rostro.
Cuando bajó para encontrarse con Sofía, el hombre mantuvo una distancia prudencial, se detuvo a un metro de ella, no tendió su mano para saludarla, solo esbozó un ademán perdido por la oscuridad mortecina de aquella noche.
Algunas esporas pueden impregnarse en guantes de cuero, el que las porta no sufre consecuencias, el que da la mano desnuda a éstas, muere lenta y horriblemente. Es de imaginarse que aquel no quiso arriesgarse.
-¿El Boro?, preguntó secamente Sofía
-Aquí lo tengo, sin preguntas, sin respuestas.
-¡Tu dinero!.
Con pasos lentos, el huraño se montó en su oscuro auto y sin encender las luces se perdió en medio de la arboleda. Aparecerá en alguna otra ocasión, pero una de ellas será la última.
Sofía regresó contenta a la casa, hasta podría decirse orgásmica, había obtenido lo que necesitaba.



[1] El boro es un elemento químico de la tabla periódica que tiene el símbolo B1 y número atómico 5, su masa es de 10,811. Es un elemento metaloide, semiconductor, trivalente que existe abundantemente en el mineral bórax. Hay dos alótropos del boro; el boro amorfo es un polvo marrón, pero el boro metálico es negro. La forma metálica es dura (9,3 en la escala de Mohs) y es un mal conductor a temperatura ambiente. No se ha encontrado libre en la naturaleza.
[2] El secobarbital (Seconal) es un medicamento perteneciente a la clase de los barbitúricos. El secobarbital deprime la actividad cerebral; su acción inhibitoria sobre el sistema nervioso es generalizada.
Es útil en el tratamiento sintomático de la angustia y de la ansiedad. Se usa como sedante y como hipnótico (5 a 15 cg en el primer caso y 20 a 40 cg en el segundo). Deprime el centro respiratorio, por lo tanto su administración debe ser controlada y su venta posible sólo bajo receta.

[3] El pentobarbital es un fármaco de la familia de los barbitúricos sintetizado en 1928 que se puede encontrar en forma de ácido o de sal (la forma salina es poco soluble en agua y etanol1 ). La marca comercial más conocida para este medicamento es el Nembutal, usada por primera vez el 1930, comercializada en forma de sal de sodio.
Es usado solo o en combinación con otros agentes como la fenitoína, en soluciones comerciales inyectables para la eutanasia animal. Algunos nombres comerciales son Euthasol, Euthatal, Euthanyl (en Canadá), Beuthanasia-D, y Fatal Plus.

Despedida

Cuando pensó que llegaría a destino, faltando pocos metros para cruzar el obscuro camino que la llevaría de nuevo a su casa, una mujer se in...