Despedida
Hipocràtico
Los desgraciados, que nunca
vivieron,
iban desnudos y azuzados siempre
de moscones y avispas que allí
había.
Éstos de sangre el rostro les
bañaba,
que, mezclada con llanto,
repugnantes
gusanos a sus pies la recogían
Dante Alighieri, La Divina Comedia,
Canto III
Salió de su estupefacta sonrisa cuando oyó lo que
nunca había querido oír. Y entonces en ese momento, terriblemente sincero, pero
al mismo tiempo inexplicable para él, clamó como si fuese la primera y última vez,
una plegaria, tal vez dos, con una tenue voz blanca, empalidecida por aquel
atormentado corazón que exhalaba al mismo tiempo una maldición superlativa, la
que se condecía con su propio pensamiento lleno de incertidumbres más que de certezas.
Se acomodó en aquella cama solitaria, con las
sabanas que emanaban un negro sabor a flores fenecidas y marchitas bajo un sol
helado, funesto sicut ídem que él en su propia esencia. Entonces en
aquel momento en el que mitigaba los mas horribles pensamientos y los apartaba
de su mente confusa, perdida entre las tinieblas de memorias juveniles, porque así
se le pasaba la vida, como fotogramas inconexos pero latentes en su propia
memoria atribulada, llegó a una concluyente versión del por qué.
Llegó a una conclusión certera, esa que albergó en
su hundido pecho por el mismo pesar de la atrocidad de los actos cometidos, esa
misma que se le presentó en la mente como aquel ladrón furtivo en la noche
oscura, y sabiendo que más allá de toda abnegación posible, de toda redención que
quisiese evanecer con un simple chasquido de sus dedos, esas mismas atrocidades
lo habían llevado hasta este lugar, lo habían conducido a una perdición de la
cual no podía escapar.
Él mismo fue el que sesgó aquellas vidas, el que subvirtió
realidades de almas felices, pero al mismo tiempo crueles para su propia
conciencia. Una factura impaga con el pasado que ahora tomaba la fuerza del huracán
que le estaba arrancando la vida. Una que no había valido absolutamente un oblo,
ni siquiera del barro fangoso de sus propios actos. Ahora se apagaba como él
mismo había interrumpido la línea vital de quienes estuvieron a su merced, bajo
su custodia, las cuales había jurado defender hasta el último aliento ante el
mismo Hipócrates.
Subsumido en aquellos feroces pensamientos,
enojado consigo mismo y maldiciendo aquellas horas felices, aquellas guardias
donde habían tenido lugar esos malignos designios de una mano nefasta hasta quebrantar
cualquier cordura posible, bebió del mismo trago que a una en esos momentos le habían
causado un placer indeciblemente perfecto. Vaciló un segundo, suspiró como
quien quiere subsanar la herida mas mortal de su propia moral cristalizada con
la maldad.
Al cabo de unos minutos, un hilo rojizo se escurría
por la comisura de sus labios. Una mirada perdida contemplaba un techo grisáceo,
unas manos pálidas apretaban las mismas sabanas en las que se hallaba hundido. Una
voz despiadada gritó su nombre, un oído ya hueco por la propia muerte tensó por
última vez sus músculos, y entonces su madre, la primera protegida por aquel
juramento, en ese momento ya sea por su propia desidia o por mera maldad de su
propio ser corrompido por un cansancio inexplicable, o por simple malicia, se
hizo escuchar. Entonces supo en ese instante supremo, que todas esas muertes
inertes a las cuales había conducido a inexplicables caminos para su
entendimiento, ahora sabían con plena certeza que lo esperaban al igual que aquellos
gusanos que de su propia sangre se alimentarían, ayudados por punzantes
avispones, los que lo atormentarían una y otra vez, sin reparos ni clemencia,
la que él jamás tuvo, y a la cual ahora sería sometido.
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