Las voces interiores son las que dan
cierto tinte de locura en quienes
no saben escucharlas de manera sabia.
La gran
casa se abría paso en aquella ominosa cuadra donde los árboles y las veredas
eran lo suficientemente espaciosas como para jugar incansablemente horas y
horas a cualquier cosa que sus dueños se propusiesen.
El
Volkswagen verde se detuvo frente a aquella imponente edificación que databa de
mediados de siglo. Era tal su magnificencia que cuando los vecinos, que
metódicamente todas las mañanas salían a correr por las calles del vecindario,
giraban su vista para posarla sobre ella quedaban una y otra vez estremecidos
por su fina y delicada fachada, y al mismo tiempo no a más de uno un escalofrió
le recorrió su espalda sudorosa. La magnífica casa se emplazaba sobre aquella
vereda dividida en dos plantas. Las ventanas que daban al frente –de un gótico
estilo- parecían observar el exterior con un aire plagado de intriga, como
quien mira hacia la calle tratando de comprender lo incomprensible, buscando
respuestas a mañanas monótonas y noches desoladas por el invierno abrasador.
La planta
baja que de por sí era extremadamente amplia estaba perfectamente distribuida
con el diseño de un ojo experto. El arquitecto que la había construido vivió
allí dos años para luego venderla a una pareja del este que buscaba un lugar
acogedor para la pequeña familia conformada por los padres y dos hijos cuasi
adolescentes. Pero al poco tiempo de haberse mudado, nuevamente se puso a la
venta, los habitantes reunieron sus pertenencias y con el alquiler de un camión
de esos que realizan las mudanzas se fueron del lugar sin despedirse de los
vecinos. Así de rápido, así de simple.
Hacia el
frente un amplio comedor se abría paso entre cuadros no menos costosos y
muebles de caoba barnizados a mano de un brillo que cegaba los ojos. Una amplia
mesa con seis sillas, una cocina que era el sueño de toda mujer y hacia la
parte trasera un living que gracias a grandes ventanales permitían ver un
espacioso jardín interno con un césped cortado al ras del suelo de manera casi
maniática. Hacia el costado derecho se encontraba un baño de servicio para los
invitados, con mármoles de adorno en pisos y lavabos, además de una bañadera
sumamente grande apoyada sobre cuatro patas de bronce que parecía descansar su
laboriosa fatiga como tal sobre un piso que daba la sensación, a primera vista,
de ser una extensión del gran espejo que había frente a la doble pileta
principal. Las griferías estaban cuidadosamente lustradas y pulidas por el
empleado de la inmobiliaria que días antes de que el nuevo dueño llegase, había
puesto el mayor de los empeños en hacerlas parecer recién instaladas.
Las
paredes en ciertos lugares estaban tapizadas con papeles color beige cálido, en
otros se erigían imponentes, placas de una madera entre marrón oscuro y negro,
que de por sí hacían juego con los marcos de las ventanas que las rodeaban. Era
todo perfecto, en su justa medida y con el gusto de aquel arquitecto que al
parecer la había construido y decorado de acuerdo a sus más delicadas
pretenciones, no por nada había viajado por Viena, y la Republica Checa para
diseñar y ¨robar¨, por decirlo de alguna manera, ideas para aquella lujosa
vivienda. Una escalera compensada con escalones de un mármol gastado pero no
menos sobrio conducía a la primera planta. Tres habitaciones no menos
exuberantes aguardaban a ser vueltas a habitar, la vista era perfecta, una de
ellas hacia la calle arbolada y las otras dos hacia el patio trasero donde un
nogal dejaba caer sus ramas sobre la cerca circundante. El baño principal era
del doble de tamaño que el de visitantes, y por supuesto no menos ostentoso que
aquel.
Por
debajo de la planta baja un sótano albergaba las calderas para las estufas y el
agua caliente de la cocina, baños y los radiadores para la calefacción
invernal. Una bombilla que apenas alumbraba unos pocos metros era la única
fuente de iluminación de aquel lugar un tanto lúgubre, y con atisbos de una
humedad que se había apoderado del lugar al parecer durante algunos años de
descuido y poco mantenimiento. Todo lo demás que formaba parte de aquella
morada era algo que es prácticamente indescriptible en pocas o muchas palabras,
sólo basta con decir que todo era perfecto, pero al mismo tiempo para el ojo
inexperto, ciertos detalles se perderían si no fuesen observados con la
delicadeza pertinente.
La puerta
izquierda del Volkswagen se abrió con un leve chirrido y unos finos zapatos
tocaron el asfalto con una cierta delicadeza. El señor Valmayor (val), era el nuevo
flamante propietario de aquella pequeña mansión. Val era un hombre meticuloso,
de unos cuarenta años de edad que había visto paisajes y lugares recónditos de
toda América. Su trabajo como inversionista lo había llevado a conocer los
lugares más extravagantes y exóticos que cualquier hombre quisiese conocer. Era
un ¨hombre de mundo¨, como le gustaba que lo llamasen sus amigos y conocidos. Dos
años atrás se sumergió en las selvas del Amazonas en un viaje de placer que al
parecer, dicho esto por sus allegados, le cambió radicalmente la vida. Su
estilo de vida. Luego de aquel viaje Val no había sido el mismo de antes,
algunos rumores dejaron la puerta abierta a las más alocadas historias, desde
que hubo encontrado una tribu nómade que lo mantuvo cautivo durante semanas,
hasta descabellados relatos de que fue acogido por algún Chamán que le enseñó a
ver cosas que nunca antes había visto. En fin, las anécdotas luego de aquel
viaje fueron diversas y alocadas, pero él jamás habló a ciencia cierta de lo
que allí en aquel lugar le había sucedido. Cuál era el motivo de que su
personalidad en principio vivaz y alocada, se convirtiese en la antítesis más
confusa e irremediablemente drástica como para que ahora sea prácticamente un ermitaño,
era una incógnita. Aquella casa la adquirió gracias a un amigo que hizo de contacto
con la familia que desalojó repentinamente la casa, y luego de algunas semanas
de negociación se apropió por derecho propio de su nueva morada.
Su metro
setenta se irguió frente a la casa y con un aire de satisfacción esbozó una
mueca casi parecida a una sonrisa, la mansión por fin era suya.
Caminó
hacia la puerta principal con pasos firmes y decididos hasta que justo en
frente de la cerradura sacó de su bolsillo la llave que le otorgaría el titulo
de ¨dueño¨. Aunque ya lo fuese, ese insignificante requisito de girar la llave
le decía en su mente que aquella obra de la arquitectura gótica le pertenecía.
Un vecino
justo en ese momento pasó caminando por el frente de la fachada y se detuvo a
mirar al nuevo vecino, lo contempló de espaldas como si mirase una estatua o
algún ornamento más de aquel lugar, quiso saludarlo desde la vereda pero al ver
que el otro no se había percatado de su presencia ahogó sus palabras y siguió
caminando hacia la esquina, luego de doblar hacia su derecha un pensamiento se
le vino de pronto como un huracán descontrolado: otro más que pronto se irá. La
casa había estado en boca de muchos vecinos, y en cierta ocasión cuando hubo
una reunión en el parque central sobre los temas de seguridad del vecindario
alguien recordó que desde que había vivido allí, al menos unos veinte años,
aquel lugar, aquella casa la mayor parte de ese tiempo había estado
deshabitada, y que los dueños que allí vivían, o vivieron, de manera confusa y
espontánea abandonaban la vivienda sin dar explicaciones. Alguien soltó una
carcajada que desencajó a los presentes. Hubo un murmullo que no pudo
escucharse con certeza y la mayoría de los presentes abandonaron la reunión
abruptamente. Aquel que soltó la grotesca sonrisa se encogió de hombros y entre
dientes balbuceó algo incomprensible, sólo un joven que se encontraba a su lado
pudo escuchar una sola palabra entre aquella maraña de incoherencias: MUERTA.
Luego de aquel suceso nadie más volvió a nombrar aquella casa, y parecía que en
cierta forma causaba un tedioso pesar para los vecinos que la circundaban. Era
por las noches un lugar lúgubre, donde habitaba la soledad y la indiferencia.
En otra ocasión uno de los niños que vivía cerca de allí le contó a su madre
como se había sentido atraído a entrar en aquel lugar, como si una especie de
fuerza centrífuga lo empujara hacia las entrañas del porche y que aquellas
hermosas y delicadas ventanas habían cobrado vida tal como un hombre enojado
frunce el ceño ante una palabra humillante. Su madre le hubo dicho que no
volviese a pasar por allí, que había otro camino para llegar a la escuela,
entonces el niño a partir de ese momento evitó por todos los medios de volver a
pisar la vereda de la casa.
Val ingresó
al cuarto de recepción con la satisfacción en su rostro, cerró cuidadosamente
la pesada puerta y tal vez al otro día llegarían sus pertenencias. Por el
momento todo lo que necesitaba era estar solo y recorrer su propiedad con el
menor de los apuros. Disfrutando de cada rincón, de cada mueble, de cada
detalle que hacía que ¨su¨ casa fuese única. Acariciaba como a un cachorro cada
una de las mamposterías, los muebles, las ventanas, todo aquello que cruzaba al
pasar y que le causaba un éxtasis proporcional a aquella aventura en el Amazonas.
Exploró cada detalle, cada cuadro, las lámparas de un estilo veneciano, y se
sorprendió al descubrir que en aquella cocina simplemente no había cuchillos,
por lo demás la vajilla estaba perfectamente completa e intacta. No le dio
importancia. Siguió su recorrido como un excursionista sigue a su guía,
fascinado por cada detalle, por cada sutil borde espléndido de los techos de un
yeso tan blanco como su camisa. Todo era fascinante en aquel lugar, era su
lugar soñado.
La
primera noche solo en aquella inconmensurable casa. Había encendido el hogar
con unos leños apilados meticulosamente a un costado y prendió la luz del
comedor principal. Ésta era tenue pero al mismo tiempo cálida, algunas sombras
se proyectaban sobre las paredes producto de un par de lámparas de pie que en
los rincones permanecían estáticamente erguidas sobre sus patas. Val encendió
su pipa y se acomodó en el sillón principal del living, no sin antes servirse
una copa de ron que había quedado guardada en una gaveta, tal vez la hubiesen
dejado los dueños anteriores pensó, y mientras el humo del tabaco se esfumaba
en el ambiente, su vaso parecía cobrar vida y en un ir y venir, el amarillento
líquido se consumía lenta y gradualmente. De esta manera transcurrieron un par
de horas, hasta que presa de un sueño pesado cayó en el más profundo de los
abismos de su extraña mente. Al cabo de –probablemente- una hora se despertó
sudoroso y sobresaltado, las manos le temblaban y el cuerpo estaba adherido a
aquella blanca e impecable camisa que todavía llevaba puesta. Había tenido una
pesadilla, había recordado –tal vez- aquellos encuentros con esas personas
extrañas del Amazonas. Era todo confuso, dirigió una mirada torpe a uno de los
cuadros del estar y con sorpresa y por qué no asombro también, una figura que
no era aquella plasmada en el óleo, se le representó vivamente. ¡Si, era uno de
aquellos seres que lo habían capturado en la última expedición! ¨Antíope¨
retumbó en su cabeza.
Se
incorporó de una forma drástica, sus ojos miraban a su alrededor como en busca
de algo que no encontraba, cuando levantó la vista, el techo pareció tomar la
forma de un ente amorfo. Estaba alucinando, aún así con su brazo derecho cubrió
su cara y como un niño se agachó para protegerse de aquella visión que lo
atormentaba. Los Anunakis junto a los Sumerios fueron tal vez las primeras
¨civilizaciones¨ que colonizaron la tierra, de una de ellas se tienen certezas
palpables, de la otra son meras e inverosímiles teorías paradigmáticas. Al
parecer los Antíopes fueron sus sucesores. Cuando Val se hubo recuperado de
aquella fantasmagórica visión –pero que en su mente fue tan real como muchos de
sus encuentros con estos extraños seres- volvió a recobrar lentamente la razón
que en aquel momento pareció escurrírsele entre los dedos de las manos. Por
unos instantes volvió a sentarse en el sillón recordando, y a la vez tratando
de olvidar, aquellos encuentros que jamás pudo explicar y de los que no habló
con nadie nunca jamás. El vago recuerdo de una vieja choza en el medio de un
pantano pegajoso corrompido por la existencia de una naturaleza extraña
circundante, lo llevó a una breve pero al mismo tiempo angustiante imagen. Una
silueta afuera de aquella escalofriante pocilga que lo albergaba en medio de la
selva, hubo de acercarse hacia él hasta una proximidad que casi le permitió tocarla.
Estaba bajo los efectos de un brebaje que aquel Chamán le había dado de beber,
y en su casi adormecimiento, o tal vez fuese por los efectos sedantes de
aquella bebida, ese extraño ser se paró frente a Val observándolo con sumo
interés, tratando de abrir lo más que pudo sus ojos pudo escudriñar, si era
esto posible, un ser delgado, con brazos que llegaban por debajo de la cintura,
con una forma cefalea casi sin sentido dentro de los parámetros humanos, con un
tipo de piel que parecía estar pegada a lo que se suponía debía ser su propio
esqueleto.
Hubo un
contacto entre ellos, no de palabras, pero si podría decirse ¨mental¨. Lo único
que pudo comprender era que se hallaba en peligro. Ahora sentado aquí en el
sillón de la sala rememoró aquel suceso con una angustia inusitada.
El
amanecer fue apacible en la vieja casa, sin saber cómo, se encontraba sobre la
cama del dormitorio principal en la primera planta. Aún sin desvestirse y con
la camisa blanca a esas alturas desencajada de su pantalón de vestir. Por un
momento, cuando recobró la lucidez, las imágenes que la noche anterior se
habían hecho presentes en su mente, parecieron ser sólamente fotogramas de una
película vieja, postales ensambladas dentro del álbum de los recuerdos. Val se
incorporó al costado de la cama y decidió bajar a beber agua fresca y luego
darse una ducha reparadora. Algunos portales se abren en los lugares menos
esperados, algunos recuerdos no son más que realidades que la mente del ser
humano conecta con terminales del presente y que en definitiva jamás pueden
borrarse de la memoria.
Luego de
tomar la ducha decidió telefonear a la compañía que había contratado para hacer
la mudanza de sus pertenencias. -¡sus cosas están en camino señor Valmayor, a
más tardar a las cinco de la tarde todo estará allí, en su nueva casa¡ había
contestado alguien del otro lado de la línea telefónica. Decidió prepararse un
desayuno con algunas provisiones que él mismo había traído, se llegó hasta la
cocina para empezar a calentar el agua para su café cuando de pronto el
teléfono sonó inesperadamente. Llevó el tubo a su oreja y con una voz amable
pronunció un casi imperceptible ¨hola¨. Por unos instantes la línea pareció
esgrimir unos ecos propios de una llamada de larga distancia. Val quedó en
silencio tratando de escuchar a su interlocutor. Pero por más que se esforzase
en agudizar su oído, ninguna voz parecía hablarle del otro lado, creyó que
habían equivocado el número telefónico y en el preciso instante en que iba a
despegar el auricular de su oído, débilmente escuchó una lejana voz que
pronunció algo casi incomprensible pero que le llamó poderosamente la atención:
Koquedy. Inmediatamente colgó el tubo y por un instante su mano seguía
sosteniéndolo sobre el aparato que se encontraba en una pequeña mesita junto a
una de las lámparas de pie. ¨Koquedy¨ repitió para sí. Aquella palabra
significaba algo, debía tener algún significado que ahora no podía comprender
sensatamente.
Como
quien quiere cortar el viento con cuchillos invisibles, trató de llegar lo más
pronto hacia la cocina donde la cafetera estaba lista para preparar su café
matutino. Se sentó en la pequeña isla en medio de aquel lugar y con la taza en
la mano empezó a examinar recuerdos que le permitiesen poder llegar a alguna
comprensión lo más aceptable posible –si es que la había- para aquella palabra
que había escuchado al otro lado del teléfono. ¨Koquedy¨.
Un amigo
del trabajo fanático de los libros había puesto en sus manos años atrás un
ejemplar comprado en una tienda sobre un extraño manuscrito indescifrable, unas
escrituras que nunca habían podido ser reveladas para la comprensión humana.
Claro que allí no se encontraba aquella palabra. Pero casi instantáneamente
recordó que alguien había escrito algún tipo de ensayo sobre aquel misterioso libro
donde –ahora lo recordaba con lucidez-, la palabra KOQUEDY se había pronunciado
varias veces. Recordaba que quien quiso descifrar el manuscrito terminó
ahorcándose a causa de aquella endemoniada cadena de sonidos sin sentido al no
encontrarle un significado posible, certero. Estaba de acuerdo con que aquello
era una simple hipótesis manejada por alguien que quiso tratar de escribir algo
sobre ese incongruente manuscrito, pero la palabra se encontraba allí en
aquellas páginas y él la recordaba con absoluta claridad. Trató de espabilarse
y olvidar aquello. Había sido bastante por lo que había pasado entre la noche y
esta llamada telefónica misteriosa. Terminó su café y luego de cambiarse la
ropa por algo más cómodo decidió empezar a recorrer la casa, no había tenido
tiempo de explorar el patio trasero y el sótano donde le había dicho el agente
inmobiliario se encontraba la caldera que calefaccionaba el lugar.
Abrió una
gran puerta corrediza y se encontró con la fascinante vista que le
proporcionaba aquella textura verde tan parecida a un campo de Football, en los
que jugaba con gran entusiasmo en sus épocas universitarias. Halló sobre el
costado derecho una pequeña pérgola con una hamaca, propicia para sentarse los
días calurosos o las noches estrelladas. Decidió descansar allí, sentándose y
observando el gran árbol que dejaba caer sus hojas sobre aquel manto verde que
lo cubría todo. Por momentos se sentía un adolescente. Fijaba la vista en una
madera, en un pájaro que momentáneamente se posaba sobre la cerca, y en ciertas
ocasiones elevaba la vista al cielo para contemplar las nubes que se disipaban
a miles de metros con el viento. ¡KOQUEDY!, inesperadamente volvió como una
puñalada a su memoria, entonces se preguntó qué o quién podría haber
pronunciado aquella palabra indescifrable, y más aún, con qué motivo. No
encontró una respuesta a aquello, y se perdió en pensamientos vagos, en viajes
pasados donde había conocido los más excelsos lugares, tratando de evitar en su
mente su estadía en aquel lugar de Centroamérica, más precisamente el Amazonas.
A las
seis en punto alguien tocó el timbre y Val entendió que sus pertenencias habían
llegado por fin. A paso ligero se dirigió hacia la puerta de entrada y
efectivamente el empleado de la compañía de mudanzas lo esperaba del otro lado
con una sonrisa complaciente. ¡llegaron sus cosas señor Valmayor!, había dicho lacónicamente
el muchacho. El proceso no duró más de una hora y al cabo de este corto lapso
de tiempo todo estaba apilado en el salón principal. El empleado se retiró con
una pequeña propina que aceptó con un desagrado visible en su rostro y Val
pensó que todo quedaría allí hasta el día siguiente. Una de las cajas contenía
algunos de los libros que había leído no hacía mucho tiempo, y creyó recordar
que en esa misma caja se encontraba tanto aquel misterioso libro con el
manuscrito como así también el ensayo donde aparecía aquella palabra. Desarmó
la caja en busca de los ejemplares y luego de desparramar hacia todos lados
revistas y demás, pudo encontrar sólamente el ensayo. Al pie una firma con el
nombre de FRIENDRICH daba conclusión a aquella hipótesis, una mirada rápida
encontró aquella execrable palabra, repetida de manera casi frenética a lo
largo del escrito. Con un poco más de calma tomó aquellas hojas y empezó a
releerlas sentado en el sillón. Todo era una maraña de palabras inconexas y
alocadas que no aportaban ningún dato de peso sobre su significado, y en la
última página una copia adjunta de un informe policial en breves líneas decía
que aquel hombre se había ahorcado sin antes haber escrito en todas las paredes
de su casa la palabra KOQUEDY. Un escalofrió recorrió su cuerpo, casi inconscientemente
dejó caer los papeles al piso, como si le hubiesen dado una repentina descarga
eléctrica en sus manos. Trató por unos instantes de despejar su agobiada mente,
el escrito se hallaba en el piso a sus pies, y en la primera página escrita en
letra mayúscula se podía divisar nuevamente aquella palabra, como si estuviese
ligada a él por algún tipo de fuerza extraña y abrumadora. Decidió guardar los
papeles nuevamente en la caja y tratar de olvidar aquello. No sólo la palabra sino
también la llamada telefónica.
La noche
comenzó a caer lenta y silenciosamente sobre la casa, no había podido
escudriñar el sótano, lo inundaban pensamientos de todo tipo. Se había
recostado en el sillón nuevamente con su pipa y el vaso de ron en su mano
izquierda. Hacia las tres de la madrugada cuando se hallaba desparramado en
aquel mullido sofá preso de un pesado sueño, un sonido proveniente de algún
lugar de la casa lo sobresaltó llamando su atención. Posó el vaso sobre la
mesita y dejó a un lado la pipa ya apagada para tratar de escuchar nuevamente
–si es que se producía- aquel sonido que había oído pero que no pudo descifrar.
Con sumo esfuerzo se levantó y comenzó a abrir las puertas del baño, de la
cocina y hasta la ventana corrediza que daba al patio. No se oía absolutamente
nada que no fuese el sonido del viento acariciando las hojas del gran árbol.
Cerró nuevamente la ventana y volvió sus pasos hacia la escalera para
investigar las habitaciones de la planta alta. Nada. Tal vez fue una pesadilla
–pensó-, pero aquel sonido en su profundo y aletargado sueño había sido más que
real, no sólo en el sueño, aquel ruido había provenido del interior de la casa.
Los encuentros con seres inexplicables lo siguen a uno, vaya donde vaya. Sin
excepción una vez que se tuvo contacto, aquel ente estará por siempre con la
persona, aunque sea en un pasado lejano.
Val decidió
terminar la noche en la habitación principal y la cosa transcurrió de manera
normal, como si nada hubiese pasado. Despertó hacia las nueve de la mañana y
antes de ir por una ducha bajó hacia la cocina a poner en marcha la máquina de
café. Todo estaba bien, la mañana era acogedora, y el sol entraba por la
ventana dejando ver sus rayos que se proyectaban sobre la mesada de la isla.
Tomó la máquina, la cargó de agua y en el preciso instante en que se volvió
hacia la ventana para observar unos niños que jugaban en la vereda de enfrente,
extrañamente, incomprensiblemente halló escrita en una caligrafía que atendía a
la mano de alguien que mientras la escribía titubeaba al hacerlo la palabra
KOQUEDY. La expresión de su rostro se transformó, se desfiguró. Al contemplar
aquella escritura soltó un leve gemido que casi fue imperceptible para sus
propios oídos. No podía dar crédito a lo que estaba viendo, ¿quién había
escrito esa palabra en la mesada?, cómo. Se acercó para observarla con más detalle, como tratando
de descifrarla aunque ya de antemano sabía que no lo haría, pero por el
contrario, no quería descifrarla, comprenderla, quería examinarla detenidamente
ya que no se había escrito con tinta ni con algún tipo de pintura, por el
contrario cuando hubo de acercarse lo suficiente su olfato percibió un olor
nauseabundo, sutil pero abominablemente despreciable que provenía de aquella
escritura. Sea lo que fuere estaba seco, como si un antiguo jeroglífico hubiese
sido tallado en aquel mármol de su cocina. Pero a diferencia de aquel, éste no
estaba tallado, se encontraba escrito sobre la misma mesada. Al sentir el
nauseabundo olor se alejó impulsivamente retrocediendo con tal asco y fuerza
que su espalda dio contra el aparador que estaba a sus espaldas. Sintió un
fuerte dolor en la cintura y se dejó caer al suelo como quien se siente
exhausto. No había lugar en su conciencia, en su mente o en sus pensamientos para
algo que pueda concebir que aquello que había leído en un ensayo y que
débilmente se le susurró al oído por la línea telefónica, ahora esté plasmado
delante de sus ojos, como un objeto más de aquella casa, como la heladera o la
cafetera ocupaban su lugar en la cocina, la palabra KOQUEDY ocupaba ahora un
lugar al lado de la pileta de lavar los platos. Sintió terror, un pánico se
apoderó frenéticamente de él y nuevamente su cuerpo comenzó a temblar, sus
manos no dejaban de moverse aunque tratase de apretarlas fuertemente una contra
la otra. Estaba sumergido en un abismo mental, un pozo que lo conducía
nuevamente a lugares recónditos de sus recuerdos, aquellos que quería guardar
en un cajón de plomo. Infantilmente esbozó una sonrisa, y lentamente con la
ayuda de sus manos se incorporó, -tal vez cuando se hubiese levantado aquella
palabra hubiere desaparecido-. Lentamente se asomó hacia el filo del mármol y
con una timidez miedosa y al mismo tiempo palpitante observó. La palabra seguía
allí, adherida a su mesada. No había desaparecido, por el contrario ahora la
luz del sol la hacía resplandecer aún más. Se tomó la cabeza con las manos, e inconscientemente
trató de arrancarse la negra cabellera. Fue en busca de algo para limpiar
aquello, roció la mesada con un potente líquido y fregó aquella palabra
frenéticamente con una virulana que tenía a mano. Pero sus esfuerzos fueron en
vano, la palabra seguía allí. Observándolo silenciosamente. Buscó un cuchillo,
pero no encontró ninguno en la casa, quiso rasparlo con un tenedor que estaba
junto a él pero nada parecía hacer desaparecer aquella escritura de su vista.
Se dio por vencido. En un instante de lucidez pensó que llamaría algún
contratista para remover la mesada, para que esta despreciable e incongruente
escritura desapareciese delante de su vista. Como un rayo se abalanzó sobre el
teléfono y llamó a la operadora, tratando que le proporcionasen algún número de
quien pudiese cambiar aquella mesada. Del otro lado se escuchó una voz femenina
y cuando Val hubo explicado su necesidad apremiante, un sonido de clavijas
sordo e inmutable se oyó del otro lado de la línea, pocos segundos después la
voz de una persona atendió la llamada, una vez explicado el inconveniente
escuchó decir que la tienda de reparaciones se hallaba colapsada de trabajo, al
igual que otras del pueblo. Con un nefasto movimiento dejó caer el tubo sobre
el aparato y eso fue todo.
Las horas
pasaban de manera lenta y pegajosa ante la mirada de Val que otra vez se había
acercado a la mesada para tratar de entender por qué esto le estaba sucediendo
allí en su propia casa. El silencio que precedía a la noche se hacía abrumador
para sus oídos, le causaba repulsión escuchar el viento haciendo eco sobre las
habitaciones o sobre el árbol del patio trasero. Ahora se volvió a desplomar
sobre el sofá del living pero ya no con un vaso de ron en la mano, la botella relucía
bajo la tenue luz que colgaba de la lámpara del techo. Comenzó a beber largos
sorbos directamente del pico, el vaso que estaba a su costado derecho era fiel
testigo de la premura con la que iba vaciando aquella botella sostenida por una
mano temblorosa. La pipa parecía acongojarse ante aquella vista drástica y
patética que Val estaba ofreciendo a cada uno de los objetos que lo rodeaban
como espectadores de una obra dramática. Cuando hubo sorbido hasta la última
gota de aquel líquido, una cálida somnolencia se comenzó a apoderar de su
cuerpo. No estaba consciente. El alcohol había producido una borrachera que
parecía alejarlo de esta pesadilla y trasladarlo a un mundo paralelo, allí
donde todo es de ensueño, donde las cosas son buenas, y no hay lugar para malos
pensamientos. De pronto la botella se resbaló de su mano y con un sordo ruido
cayó al piso a un costado de su pie derecho. Todo estaba oscuro en su mente,
sus manos ya no temblaban y los espasmos de su cuerpo habían cedido
momentáneamente.
Pasaron
un par de horas desde que había perdido por completo la conciencia, pero no así
la agudeza de su oído, que aunque borracho no lo había abandonado. Nuevamente
sintió ruidos que por su estado no supo discernir de qué parte de la casa
provenían. Estaba a merced de lo que fuese a suceder, estaba débil tanto física
como mentalmente. Los ruidos se hicieron cada vez más cercanos, no eran golpes
sordos ni tampoco pasos que acortaban la distancia hasta el sillón, por el
contrario escuchaba entre la conciencia vapuleada por el ron y su sentido de
audición, un murmullo que se hacía cada vez más latente y nefasto. Balbuceó un
par de frases sin sentido y largó una risotada que hizo eco en cada rincón de
la casa. Pero al terminar la última oración, involuntariamente articuló aquella
abominable palabra. Volvió a soltar una carcajada. Con los ojos cerrados se
perdió en aquel Amazonas donde el Chamán le había concedido aquella pócima
anestésica, hasta el presente no había podido comprender el porqué de aquel
brebaje, con efectos alucinógenos que trastocaban sus imágenes mentales.
Débilmente se incorporó en un atisbo de lucidez y observó a su alrededor, las
lámparas de pie habían tomado la forma de extrañas enredaderas, idénticas a las
que lo rodeaban en aquella choza perdida en medio de un impenetrable monte. La
alfombra que se extendía sobre toda la habitación había tomado la forma de la
hojarasca que dejaban caer aquellos árboles por las heladas nocturnas. El cielorraso
blanco y con los mejores detalles de yeso se convirtió en ramas de juncos para
parar las fuertes tormentas que azotan aquellos parajes. No supo si producto de
su embriaguez o de alguna alucinación, nuevamente aquel ensayo se hallaba
tirado a sus pies, dejando ver en una gran letra imprenta la palabra KOQUEDY,
se inmutó repentinamente. Trató de levantar aquellas hojas cuando por fuerza de
la gravedad y la borrachera se hundió en el suelo, prácticamente desplomándose
sobre sí. Ahora el ruido se había convertido en voces que murmuraban a su
alrededor con un claro tono metálico, al principio no las comprendía
completamente. Pero con los ojos cerrados pudo escuchar en su oído derecho y
luego en el izquierdo, primero su nombre, luego la voz patente de aquel Chamán
que lo había albergado durante su estancia allí. Manoteó al aire, como
queriendo desacérese de aquella figura que entre párpados y ojos se le
representaba, pero nada podía tocar, porque allí no había nadie.
Se sintió
flotar en el aire, sintió que manos heladas lo agarraban a ambos lados y que
con un movimiento suave lo trasladaban a lugares desconocidos, tal vez era
producto de aquella atroz borrachera, pero pudo sentir que era arrastrado con
una fuerza extrañamente sutil hasta donde nunca había querido volver.
Sus
piernas estaban paralizadas, y por más que quisiese moverlas nada impedía que estén
a merced de aquel extraño suceso que le estaba aconteciendo, sin quererlo ni
buscarlo. Lo había dejado en el pasado, había tratado de borrar todos y cada
uno de los recuerdos que lo retrotraían a aquella pesadilla que había vivido y
de la cual era presa y aunque jamás pudo deshacerse de ellos, seguían estando
latentes allí, en su cuerpo y en su mente. Todo ahora se había convertido en
una oscuridad total, la humedad del bosque amazónico lo estaba volviendo a
impregnar, punzaba fuertemente cada uno de sus sentidos. Y Val sabía que tarde
o temprano volvería a ser llamado para terminar con aquella experiencia nefasta
que había vivido, de la cual había sido experimento y experimentado. Las voces
aumentaban y susurraban a su oído, las mismas que en aquella choza le hablaban
cosas incoherentes pero que su mente podía comprender con suma facilidad. Miró
hacia ambos lados, entrecerró los ojos para tratar de ver un poco mejor qué
estaba sucediendo. Nuevamente observó el techo y pudo ver ahora un cielo
completamente estrellado y diáfano, al igual que en otras épocas cuando lo
dejaban a la intemperie desnudo y conectado a un aparato que emitía sonidos
agudos que traspasaban sus tímpanos al punto de volverlo loco. La nefasta
palabra se escuchó como un eco en su mente: KOQUEDY, y sonrió. Estaba allí
recostado desnudo sobre aquel manto de hojas húmedas, conectado a aquella máquina
que le carcomía los oídos, a lo lejos vio como una figura se acercaba
lentamente hacia él para ratificar que todo estaba en orden. Estaba en Antíope,
aquel lugar donde luego un fuego abrazador concluyó con aquella maldad atroz e
interminable. Lo habían dejado salir para que pudiese ver qué era lo que sucedía
en el mundo exterior, para que su mente guardase imágenes de lugares humanos,
de niños jugando, de personas diferentes a él. Aquellos que posteriormente
serían –como él- presa de los más atroces experimentos. Se fue desvaneciendo en
un sueño profundo. Y aquel irritante sonido fue mermando en sus oídos hasta
desaparecer.
Al amanecer
el Chamán había desaparecido, la casa estaba vacía y la choza guardaba todavía
el calor de la fogata nocturna. Estaba rodeado de aquellos seres, aún desnudo
sobre el suelo pudo contemplar su cuerpo, pudo ver que su carne estaba adherida
a su propio esqueleto. Comenzaron una conversación sin palabras, se miraron
fijamente, y lo observaron como a uno más. Las mentes de quien lo rodeaban –si así
pudiese llamarse a aquella inteligencia-, ahora habían recabado más información
del mundo que ellos nunca habían conocido. Todos adoraron una estrella nunca
antes vista en las constelaciones terrestres, un momento después se esfumó
hacia un costado sin dejar rastros. Val no entendía cómo había podido haber
vivido la vida humana durante un periodo fugaz de tiempo en aquella casa de
ensueño, la que le había vendido el conocido de un amigo. Su Volkswagen verde había
sido proyectado, insertado en su mente de la misma manera que cada uno de los
momentos que hubo vivido. Miró a un costado y vio la lámpara que todavía era
testigo de su borrachera de la noche anterior. En el piso vio los apuntes de
aquel ensayo que contenía la abominable palabra. La botella de ron estaba vacía
por completo, se estremeció ante un espasmo estomacal que hizo que devolviese
todo lo que había bebido. El techo volvió a tomar el color blanquecino del yeso
impecable. Se levantó no sin esfuerzo y se dirigió al baño para pegarse una
ducha. Se sacó la ropa por completo, cuando miró su cuerpo en el espejo,
contempló sin reparos que su piel estaba efectivamente adherida a su esqueleto.
Al salir de la ducha limpió el espejo sobre el lavabo y escrito sobre éste la
palabra KOQUEDY se hallaba plasmada con caracteres que él mismo reconocía,
porque eran propios. Al salir, en la sala principal vio que lo estaban
visitando, él envuelto en un tohallón dejaba ver su torso desnudo. Las miradas
de los otros fueron de satisfacción, él también sonrió y cruzaron unas palabras
incomprensibles. Dejó caer aquel absurdo atuendo que lo tapaba y todos se
dirigieron a diferentes lugares de la casa. La noche se volvió a apoderar de la
mansión con tintes góticos y aquellas figuras que horas atrás estaban juntas,
ahora habían desaparecido hundiéndose entre las paredes, los mármoles y las lámparas
de aquel lugar. La abominable palabra había desaparecido. Todo estaba en un
silencio sepulcral. De tanto en tanto un murmullo se dejaba oír con un sonido
incomprensible. El ambiente era pesadamente lúgubre y parecía que todo había vuelto
a la normalidad.
A la
mañana siguiente, el mismo vecino que quiso saludar a Val cuando hizo su entrada
triunfal en la casa, pasó por al lado del Volkswagen y pensó: ¡al fin un
habitante que pudo resistir al menos una semana en esta casa maldita!
