Cuando en su indefectible soledad –por cierto lúgubre
y tediosa-, al fin pudo percibir que estaba completamente desnuda de todo
afecto interno o externo, comprendió al fin que su mundo se limitaba a la
reverberación de una fantasía que giraba en torno a su miserable existencia, de
la misma forma que las horripilantes y asquerosas moscas sobrevuelan la taza
buscando el atisbo del dulce anhelado.
No tuvo otra opción que buscar una salida que menos
la comprometiese para subsanar todo aquel sufrimiento que por dentro la
carcomía, que derrumbaba poco a poco, pero de manera constante, su alma perdida
en el abismo.
A las tres en punto de la madrugada mientras yacía en
su cama, estiró su mano hacia la mesa de luz donde estaban las pequeñas pero
perfectas cápsulas azules. Cuando despertó, aquel mundo al que tanto temió
durante su agonía del otro lado, fue lo más hermoso que contempló en su efímera
pero detestable vida.