Morgan subió las oscuras escaleras con una pesadez que le oprimía los huesos.
(ecos de otros tiempos, de otras cosas pasadas permanecían sobre su psiquis y hacían más espeso su trance). El cuarto del hotel figuraba en el registro del conserje bajo los tres únicos signos que no le habían sido asignados (pertenecido), a ningún otro huesped en al menos dos o tres semanas.
-será el 599. (23); ¡número cabalístico por cierto!, exclamó el conserje.
Se detuvo al frente de la puerta, abstraido, con la mirada perdida en su última alma abandonada.
Según los médicos (muchos por cierto), que sometieron su frágil cuerpo a la quimioterapia, le habían detectado tardíamente un tumor maligno en el lóbulo frontal.
Muchas veces las reacciones al tratamiento fueron digamos, catatónicas; pero las sobrellevaba con honor y valentía -forzosamente-.
Sin embargo había algo en ellas que iban poco a poco deteriorando sus estructuras del pensamiento. Sombras oscuras lo visitaban en la noche y le susurraban al oído su fecha exacta de muerte.
Entró mecánicamente y se dejó caer sobre la cama recién hecha. Una tenue luz de un cartel de neón entraba de refilón por la entrecerrada ventana. Afuera llovía.
Sólo pensaba en ella, sólo quería encontrarse con su indefectible y hermosa perdición, la que en cierta forma lo redimía de todo lo que había vivido y sufrido.
Nuevamente vió en medio de la terrible oscuridad del cuarto y de su confundida mente aquella sombra que se le representaba sólo cuando él se encontraba solo y débil. Morgan giró la cara hacia el lado izquierdo de la pared, enterró su mirada en la profunda y tenebrosa tiniebla psicológica que lo abstraía de la realidad, intercambiaron palabras incomprensibles para la mente humana.
Ella le pidió que lo siguiera, él no opuso ninguna resistencia, se incorporó sobre el costado derecho de la cama; con gran esfuerzo articuló un movimiento sordo pero decidido y se irguió sobre sí mismo. Un instante más tarde, apenas una fracción de segundo después, él y la sombra se desvanecieron en la oscuridad que daba a la pared de los pies de la cama corroida por la humedad. Las sábanas exudaban un espeso líquido de color transparente y un olor fétido que penetraba hasta la habitación contigüa.
Cuatro días después, cuando el conserje llamó a la puerta de la habitación sin una respuesta certera, decidió entrar. El cuerpo de morgan (o lo que quedaba de él), se encontraba recostado sobre la cama impecable, en posición fetal.
Martín Ramos